A mi pequeña Molly le gustan los números impares por eso vivimos felices los tres. Al principio me costó acostumbrarme aunque ahora soy moderadamente dichoso y eso es mucho más de lo que pueden decir algunos de los hombres que conozco.

El propio Frank me lo hace saber cada vez que volvemos a casa. Cuando suena la sirena damos de mano; entonces me acompaña colina abajo desde la fábrica de calcetines Morgan and Son y después pasamos horas sentados en la cocina con unas buenas pintas de cerveza que nos sirve Molly, mi Molly. Charlamos entre el humo de sus cigarrillos sin filtro y cuando acaba de maldecir a casi todas las mujeres que conoce echa para atrás su cabeza pequeña dejando al descubierto una boca sin dientes. Antes era un solitario, pero también yo estaba solo hasta que Molly dejó de bailar en la jaula , decidió sentar la cabeza con un hombre decente y ese era yo, o al menos yo era el hombre que pasaba por allí.

La conocí a las puertas del pub la noche en que la despacharon. Al verla llorar le susurré ven, y después de unas semanas le dije ¿te parecería bien…, Mollly? Ella contestó me parece bien Stuart. El padre Flanagan nos dio su bendición y lo celebramos en el centro social. Las mujeres de la fábrica llenaron el salón de flores. Desde el escenario, un cantante nos animaba a bailar; yo la veía muy guapa, con su sonrisa azul y su melena roja, de rizos a medio deshacer .

Frank la conoció ese día y me dijo que era luz. Eso me dijo tú Molly es luz, Stuart, pura luz que necesita brillar entre nosotros, por eso no quería contarle que desde el principio mi dulce Molly me regañaba por los eructos que me venían con su asado de cebolla y por las gotas que dejaba en la taza del retrete. No iba a decirle que antes de que él llegara a casa, mi Molly lloraba casi todo el tiempo; yo no paraba de escuchar sus gemidos de gallina aunque para disimular tirase de la cisterna o abriera los grifos de la pila de manos.

Lloraba aburrida con el aburrimiento de esas recién casadas que ni zurcen, ni lavan, ni son capaces de ver crecer las flores a sus pies. Sólo guisaba ese guiso de cerdo que me iba a llevar a la tumba. La veía triste ir y venir por las habitaciones ronroneando como una gata, acariciando las paredes y me encargaba de decirle que mis manos sólo la querían tocar a ella como el abuelo tocaba la armónica sin prestársela a nadie, pero entonces mi pequeña Molly lloraba aún más.

Después de la boda se cerró en banda y eso que, según el reverendo Flanagan, mi Molly era una buena chica que el pasado es pasado y al prójimo se le ama como a Dios mismo, así que yo la olvidaba en la jaula del pub bailando desnuda para esos malditos irlandeses que se dejan la vida tejiendo en Morgan and Son.

Así marchaba todo hasta que ocurrió la desgracia. Mis manos fallaron porque mi cabeza pensaba demasiado en la melena roja de mi Molly y en sus pechos de ciruela redondos, duros. La bobina de hilo negro del modelo “Ejecutivo primavera- verano 1965” se desencajó y una de las piezas de la canilla vino a darme en el entrecejo.

Durante días anduve más muerto que vivo, sin más compañía en aquella habitación de hospital que la de mi pequeña Molly y el viejo Frank que, desdentado y seco, repetía insistentemente sí, señor. Todas unos bichos menos la tuya Stuart. Una mujer de los pies a la cabeza es tu Molly, de los pies a la cabeza. Todo por el asado de cebolla que le obligaba a comer ahora que yo vagaba en la inconsciencia.

Cuando por fin salí con mi cabeza abierta como una sandía pude ver que mi pequeña Molly se irritaba menos si Frank decidía cenar con nosotros y es que mi Molly no ha nacido para la soledad, no señor; a mi Molly le gusta tener compañía como la que la veía menear el culo en aquella jaula. Mi pequeña es así y una tarde, cuando ya despedía a Frank después de tomar nuestras buenas pintas me dijo, suave, como una irlandesa de las que llevan a un hombre a la perdición:

– Stuart ¡Qué mala cabeza! ¿No recuerdas que el viejo Frank se queda con nosotros a escuchar un rato la radio? El viejo Frank sonrió sin dientes, deseándola de lejos con la puerta entornada mientras Molly, mi Molly me llevaba risueña al dormitorio.

Desde entonces cada noche se tumba en la cama como yo no la imaginaba nunca y clava sus ojos en un punto de la puerta mirando al infinito. La veo en la neblina de los vapores con olor a cebolla que se cuelan desde el comedor y en ese momento trato de olvidarme del viejo Frank que nos escucha mientras fuma.

Comienzo a jadear; me da miedo perderla. La recuerdo llorosa abandonada a las puertas del pub o radiante entre las flores el día de nuestra boda, pero todo se desdibuja cuando me besa los párpados y despacio se levanta de la cama para entreabrir un poco más la puerta mientras suenan en la radio canciones dedicadas. A veces miento, le digo que no importa que Frank esté allí. Entonces, mi Molly me acaricia con su aliento en la oreja y me dice pues está, Stuart. No lo olvides. Ahora somos tres, y me lleva las manos a sus pechos. Me detengo cuando siento estallar en ella una risa clara de despuntar el día. Los gatos se esconden; entonces llega el silencio triste de después y mi felicidad se nubla al recordar que mi Molly sonríe porque, calladamente, Frank la mira como los hombres de hace tiempo la miraban bailar en su jaula.

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