El sol empezaba a colarse por entre las cortinillas ya raídas del estudio. La luz matinal le hacía cosquillas en los párpados. Se levantó del sofá cama, era tarde, en seguida vendría el primer cliente de la mañana. Se aseó un poco y se puso la bata de trabajo. Unos pequeños rizos grises se le enredaban por debajo de un pequeño moño. Estaba convencida de que el caos daba un aire auténtico al estudio, y el riego constante de clientes parecía confirmarlo. Los techos altos, blancos, parecían una aurora boreal, reflejando todos los colores de los cuadros, que se apilaban apoyados en las paredes. Cuadros de todos los tamaños: enormes, que pintaba con pinceles como escobas; enanos, que perfilaba con agujas de hilo. El suelo, alfombrado de papeles con esbozos de ojos, narices, bocas, manos. En un extremo, una silla de mimbre, donde siempre sentaba a sus clientes. Mordisqueaba la tostada, cubierta de mermelada, ¿roja? no, plagada de infinidad de colores, que muy pocos podían descubrir.

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