Los primeros rayos de sol ya se colaban por las rendijas de la persiana. Eran las ocho de la mañana y los cristales de las ventanas estaban llenos de vapor de agua condensado, después de una larga noche de ronquidos interrumpidos por el insomnio que asolaba a Marcos.

Como cada mañana, iba a la cocina a desayunar leyendo las noticias en Twitter. Después de beber su taza de café, mientras miraba por la ventana cómo iba ascendiendo el sol entre los edificios, fregaba los platos que había manchado en la cena el día anterior y al terminar, se daba una ducha en agua caliente. Más tarde solía mirar el correo, pero esta vez cogió su móvil y marcó el número de Amaia, su pareja. Tras esperar varios segundos sin contestación, saltó en contestador: “¡Hola! Si has llamado varias veces y no te he respondido, puedes probar suerte y dejar un mensaje. Tres, dos, uno… ¡Ahora!”

Después de intentarlo varias veces, Marcos fue al salón y se puso a remover en los armarios toda su colección de vinilos: Michael Jackson, Eric Clapton, AC/DC… hasta que encontró uno de Bob Marley, cuya carátula dibujaba el título “No woman no cry”. Lo sacó y lo puso sobre el tocadiscos, el cual estaba lleno de polvo, como un paraje nevado y virgen. Tras limpiar el aparato, situó la aguja sobre el surco del LP. A la par que sonaban los primeros compases, Marcos se tumbó en el sofá con los brazos extendidos y la mirada perdida en el techo. Después de media hora escuchando la misma canción, se levantó, cogió su paquete de tabaco y salió de casa mientras el disco seguía girando en su aparato de música.

Eran poco más de las nueve de la mañana y los comercios de la calle Pérez Galdós donde vivía todavía permanecían sin clientes, hasta que alguien comenzara la jornada. Mientras parecía esperar a alguien, Marcos apuraba su cigarrillo en la puerta de su portal y miraba hacia la tienda de electrónica e informática.

Ya dentro, se dirigió al mostrador del establecimiento:

– Hola, buenas. Necesito un par de altavoces. Tengo dos en casa pero tienen bastantes años ya y creo que no funcionan bien. ¿Tiene algo decente?

– Tengo estos Panasonic, pero tendrías que acabar cambiándolos igualmente, como los que tienes. Por un poco más te puedo dejar estos Bose con algo de descuento.

– De acuerdo, me fío de usted. ¿Cuánto es?

Tras finalizar la compra, Marcos se dirigió a su piso con los altavoces a cuestas. Una vez instalados, pudo comprobar cómo hacían resonar todo el salón y cómo provocaban cierta vibración en el sofá. Después de un rato escuchando una y otra vez la misma canción, Marcos se quedó dormido entre las vibraciones del sofá.

Después de un par de horas y con una serie de golpes en la puerta de su casa, despertó finalmente, con el mismo disco sonando rayado. Inmediatamente, desenchufó todo y se dirigió a la puerta.

– ¿Se puede saber qué narices te pasa? – gritó un vecino en el rellano.

– Disculpa, Manolo. Ya he quitado el aparato. No se volverá a repetir.

– Eso espero. Estoy intentando leer un poco. Para un día que tengo de descanso…

– Lo siento mucho. Oye, se me ha ocurrido. ¿Te apetece pasar a tomar una taza de café? Ha sobrado del desayuno, pero si te gusta recién hecho puedo hacer más – dijo Marcos mientras señalaba el interior de su casa.

– ¿Pero tú te has vuelto loco? ¿Te cargas mi mañana de sábado y pretendes que la pase contigo tomando café? – respondió con alaridos el vecino Manolo.

Después de dar la conversación por concluida y cerrar la puerta de casa, Marcos volvió a coger el móvil de la mesa del salón. Volvió a marcar el número de su pareja, Amaia. Tras unos cuantos pitidos sin respuesta saltó de nuevo el contestador: “¡Hola! Si has llamado varias veces y no te he respondido, puedes probar suerte y dejar un mensaje. Tres, dos, uno… ¡Ahora!”

Al ver que no recibía contestación, Marcos volvió a salir de casa. Esta vez se dirigió al bar de la esquina, un lugar con encanto y familiar, pese a necesitar una buena reforma. Lo regentaba Luismi, quien llevaba uniforme del local pero con el pin de su amado Athletic Club en el pecho. Ya dentro, Marcos pidió un café con leche. Siempre que iba hacía una quiniela de la jornada de fútbol, aunque no fuera un forofo ni mucho menos. Con sus treinta y cinco años, se había pasado más de la mitad trabajando en una fábrica de piezas de construcción en la que le consiguió trabajo su tío. Sus compañeros eran bastante más mayores que él y le veían como un crío. La rutina que seguían era trabajar e ir al bar a hacer sus apuestas y a tomar una pinta, por lo que Marcos había empezado a hacer lo mismo para integrarse en el grupo. Hacía algo de tiempo que había dejado el trabajo, pero a veces repetía esa rutina que tanto detestaba.

– Parece que esta jornada pinta bien, ¿no? – gritó Luismi sonriendo a Marcos.

– ¿Crees que ganará el Athletic? Si tú lo dices, así será – respondió Marcos sin mucho interés-. Ponme una quiniela.

Mientras rellenaba las primeras casillas, en la televisión del bar se oía en las noticias que el estadio de San Mamés iba a registrar una entrada fabulosa. Se jugaban clasificarse para la siguiente ronda y necesitaba el calor de su afición. En ese momento, Marcos se giró hacia la tele y, mientras la miraba con el ceño fruncido, le dijo a Luismi:

– Esta vez voy a ir al estadio, en vez de esperar los resultados de los partidos en casa mientras escucho la radio.

Tras despedirse de Luismi en el bar, Marcos se dirigió a la taquilla del estadio a comprar su entrada para el partido del día siguiente. Había conseguido una de las últimas localidades disponibles y por primera vez iba a saber lo que era ver en primera persona un partido en un estadio de fútbol.

Al volver a casa colgó la entrada en el frigorífico, sujeta con un imán de un Coliseo que le regaló un amigo cuando hizo un viaje a Italia. Después de estar unos segundos observando el imán, volvió a coger el móvil y marcó otra vez el número de Amaia. Tras unos instantes sin contestar volvió a escuchar: “¡Hola! Si has llamado varias veces y no te he respondido, puedes probar suerte y dejar un mensaje. Tres, dos, uno… ¡Ahora!”

Esta vez, Marcos se quedó inmóvil. Hasta que decidió coger las llaves de su coche. Salió de su casa, bajo los cuatro pisos por las escaleras y, al salir del portal, se dirigió a su coche. Poco antes de abrir la puerta decidió pasar por la floristería del barrio para comprar unas rosas. Con el ramo en la mano, se aproximó de nuevo a su vehículo. Condujo durante veinte minutos hacia las afueras de la ciudad, hasta que por fin llegó al destino que buscaba.

Aquel lugar permanecía en silencio, no se escuchaba nada. Hacía dos meses que no se acercaba al cementerio, pero sabía que allí le estaría esperando eternamente. En la lápida se leía el nombre de Amaia. Marcos, se agachó y dejó el ramo de rosas junto a ella. “Todavía tengo muchas cosas que contarte. Feliz cumpleaños.”

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS