Ella sentada en su sillón, él admirando su sonrisa, de fondo los pájaros cantando y los últimos rayos de sol. Cada vez que subía la mirada, él la estaba observando con sus ojos penetrantes de ese verde cautivador, luminoso, intenso.

El silencio, su mejor aliado, llenaba de paz esa preciosa cabaña en la montaña, en medio de la nada. El frío, el viento y la lluvia no eran propios de la temporada, pero para ellos era el clima perfecto. El crepitar de los troncos en la chimenea, el olor a madera quemada, esa sensación tan hogareña que les arropaba a cada instante, el momento perfecto.

Ella seguía sumergida en la lectura de esos libros tan apasionantes que devoraba sin piedad, él en el sofá mirando un programa entretenido en la televisión, compartían espacios, se respetaban.

La oscuridad de la noche se hizo presente, y con ella, la luz de una hermosa luna llena. Una cena improvisada para dos, llena de miradas de complicidad, mientras de fondo sonaba aquella canción, su canción: «Tú que eres quietud, eres paz, protección y pasión, y yo, amante de la improvisación, del hablar, del cantar y el bailar, el caos total, que necesita de su orden para poder avanzar.»

Abrazados en el porche, chocolate caliente, manta y risas, compartían anécdotas pero también silencios. Los silencios. Instantes que dicen todo sin necesidad de decir nada. Se amaban, se querían con locura, habían descubierto la plenitud, la felicidad sin nada a cambio, se complementaban.

Se hacía tarde, se acostaron.

El olor del café recién hecho, pastel de manzana y un sol abrumador lo despertó de repente, buscándola al otro lado de la cama, no estaba. El desayuno aún caliente en la cocina, de fondo, ella, fuera, corriendo por el campo, sonriendo recuperando su niñez. Su pelo despeinado color trigo, su cara de dormida, su sonrisa, su yo. Era tan hermosa.

Notó su mirada, se acercó de nuevo a casa. Besos, abrazos e infinitos te quiero. Saldrían a pasear por el campo, se acercarían al pueblo. Aquél lugar era fantástico, tenía tanto encanto, era pura inspiración. Las horas no pasaban, nada importaba.

Esa tarde salieron en bicicleta a buscar arándanos, querían hacer la mejor de las tartas, venía la familia de visita. Todo fueron alegrías y sonrisas. Los más pequeños jugueteaban por el jardín, los perros estaban encantados persiguiéndolos. Los mayores charlaban sin parar, que si política, que si economía, que si lo planes de jubilación.

Ellos salieron al porche, con sus hermanos y cuñados que hablaban de los colegios, los grupos de padres, y ellos, se miraban, cómplices. ¿Y para cuando la boda? – preguntaban entre risas. ¿Ya toca no? – insistían. Y ellos, felices, rehuían de sus pesadas y graciosas bromas. Que gusto era estar en familia. Juntos, como siempre. Felices, todos en harmonía.

No tardaron en marcharse, se había hecho tarde. La casa había quedado echa un desastre, pero no era una tarea difícil para ellos, enseguida lo tuvieron listo.

Los días iban pasando, empezó de nuevo el frío y el mal tiempo, y con él su aspecto también empeoró. Cada vez era más visible, su rostro, su pelo y su mirada empezaron a perder su brillo, pero ella no dejaba de sonreír, de salir a correr bajo la lluvia, de dedicarle cada instante, de observarlo, de amarlo. Era feliz y lo sería hasta el final.

Decidieron volver a la ciudad, ella echaba de menos el campo, el sonido de los pájaros cada mañana, el calor del sol entrando por la venta, el olor de las flores y la sensación de esas brisa. Él, echaba de menos su energía, su vitalidad, pero no la dejaba sola, era su vida, su todo.

Las visitas al médico eran cada vez más frecuentes, los tratamientos cada vez más duros, pero para ella despertarse cada mañana de nuevo era un regalo, y pensaba aprovecharlo al máximo. Optimista y sin dejar de sonreír, recibía a amigos y familiares, todos querían exprimir al máximo cada segundo a su lado. Desprendía una luz inconfundible.

Sus ganas de vivir no eran suficiente, pronto se trasladó al hospital, aunque disgustada accedió, sabía que tendrían cuidado de ella las 24 horas del día. Pero, ¿y él? ¿A él quién le cuidaba? No quería dejar de estar a su lado, era lo que más le asustaba, saber que dejaría de verlo cada mañana, de sentir sus besos, sus palabras, sus manos recorriendo su cuerpo. Era lo que más amaba, más que a su propia vida.

Llegó el invierno. Él pasaba más horas en el hospital que en el trabajo o en casa. No veía a sus amigos, no se separaba de su cama. Cada vez que ella entreabría los ojos, cada vez con más dificultad, lo veía, ahí estaba, leía sus libros. Nunca lo había visto leer.

Había días más brillantes, otros de plena negrura, y su luz se apagaba por momentos. Le costaba respirar, cuando se reía, se ahogaba. Sus lágrimas recorrían su cara más a menudo. Cada día que pasaba, suponía un gran esfuerzo seguir estando viva. Empezó sentirse inútil, una carga, ya nadie podía hacer nada por ella. Sentía que estaba privando de vitalidad a todos los que se preocupaban por ella, que la visitaban día a día y le dedicaban todo su amor, ella no quería darles pena.

Se acercaba, ella lo notaba, sabía que su vida estaba llegando a su fin, pero por él lucharía un día más, por seguir viendo esos ojos penetrantes de ese verde cautivador, luminoso, intenso. Esos ojos, que un día la observaban y admiraban su sonrisa mientras ella sentada en su sillón, seguía sumergida en la lectura de sus libros apasionantes que devoraba sin piedad.

Una noche, su respiración empezó a ser irregular, las alarmas no paraban de sonar, todos los aparatos de la habitación alertaban a los médicos. Él, desconsolado, con lágrimas en los ojos, a su lado, cogiéndola de la mano, le repetía una y otra vez, que la amaba, que era el amor de su vida, y que nunca dejarían de estar juntos. Ella entre sollozos dibujo una última sonrisa y suspiró: «me diste todo a cambio de nada, no dejes de ser la mejor persona que conozco, ama de nuevo, vive la vida pero por favor, no me olvides nunca.»

Le beso los labios, cerro los ojos, y de repente, nada.

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