Un día cualquiera…

Un día cualquiera…

Soraya BM

29/04/2018

Un día cualquiera Michael se hubiera levantado de la cama tras escuchar varias veces el inicio de una de sus canciones favoritas, Piccola anima, desde su móvil.

Un día cualquiera Michael se hubiera dado una rápida ducha de menos de un minuto porque sabía que ya iba tarde al trabajo, ese trabajo al que tenía que acudir con desgana de lunes a viernes.

Un día cualquiera Michael hubiera desayunado una taza de café hecho del día anterior (porque como ya sabemos, llegaba tarde), se hubiera enfundado su abrigo, hubiera cogido su maletín y alguno de los paraguas que había en el paragüero y hubiera salido precipitado por la puerta de su casa, un apartamento en una séptima planta.

Un día cualquiera Michael hubiera llamado al ascensor y, como tardaría tanto en llegar, se hubiera puesto a despotricar y a quejarse para sí de por qué siempre le tenía que pasar esto a él.

Un día cualquiera Michael saldría del portal y correría hacia la boca de metro más cercana, que paradójicamente “Calma” tenía por nombre, adentrándose en una ciudad subterránea dominada por el estrés y la rutina.

Todo ello hubiera ocurrido un día cualquiera, un lunes por la mañana temprano de un mes de febrero invernal, o un viernes por la mañana temprano de mayo.

Sin embargo, hoy, un primer soleado y veraniego día de agosto, por primera vez desde hace catorce años, Michael ha decidido dejar atrás esos “días cualquiera” que le atormentan y frustran y ha decidido que cada día de su vida va a ser especial.

Esta es la historia de un hombre que, con cuarenta y cinco años, decidió dar un cambio radical a su vida, tomar las riendas de su camino y convertirse en el capitán de un barco que navegaba a la deriva por los mares de la existencia.

Y para conocer un poco mejor su historia, solo hay que dar marcha atrás y volver a un martes de esos “días cualquiera” en el que Michael, tras ese ritual matutino tan frenético previo a llegar al trabajo, se metió en su oficina y se dejó caer en la silla, con la mirada perdida en el ordenador, que ya le esperaba encendido con su característica pantalla azul de fondo.

– Michael, ¿tienes un momento?- dijo Sara, una de las pocas compañeras con las que podía mantener de vez en cuando alguna conversación interesante, tras llamar tímidamente a su puerta.

-Sí, pasa – dijo un tanto seco. Sinceramente, a Michael no le apetecía hablar a esas horas tan tempranas.

– ¡Buenos días!- entró Sara tan sonriente como siempre (¿cómo hacía para estar siempre así de alegre? ¿O era todo “pantalleo”?).- ¿Cómo estás? Te noto un poco cansado…

– Bueno, podría estar mejor…- “Anda, ve al grano, que no estoy yo para tonterías”, pensaba Michael mientras se levantaba como si le pesara el cuerpo y daba dos besos a su compañera.

– ¿Me puedo sentar? Será breve, tranquilo…- “¿Me habrá leído el pensamiento? Mi cara lo debe decir todo…”, pensaba Michael mientras le hacía un gesto para que tomara asiento, empezando a sentirse un poco mal por su actitud ante ella, que aun con ello no perdía la sonrisa y su buen temple.

– A ver, te cuento. Como sabes, a principio de año tuvimos una reunión en la que estuvieron informándonos de los cambios que se iban a dar en la empresa y de las actividades que tenían programadas para nosotros, los empleados. Unas actividades que, nos dijeron, ayudarían a potenciar el compañerismo, la efectividad en nuestro trabajo y bla, bla, bla…- Sara cerró los ojos como señal de aburrimiento, volviendo a hablar de nuevo levantando el tono de su voz y sonriendo, por supuesto…- El caso es que mañana tenemos la primera actividad formativa, o así lo llaman, y venía simplemente a informarte de que será a las diez de la mañana en la sala de conferencias, que ya sabes dónde está-. “Sí, la maldita Sala de conferencias donde cada semana tenemos una somnolienta reunión informativa que suele durar como una hora y en la que los jefes solo saben hablarnos de aspectos que ni nos conciernen a nosotros”, pensó Michael, que había mantenido su cara de póquer durante la explicación de Sara, a quien solo le supo decir:

-Vale, gracias- dicho lo cual miró de nuevo hacia su ordenador, intentando expresar que el deber le llamaba.

Sara lo captó enseguida, pero como ya le conocía desde hacía años no le sentó mal y se levantó de forma ligera y alegre.

-Genial, pues mañana a las diez, ¡ya sabes!- se fue yendo hacia la puerta y ya cuando se disponía a salir, se volvió diciendo- ¡Ah, se me olvidaba! Me han comunicado que a la actividad hay que llevar ropa cómoda… – puso una mirada de pillina que Michael no supo interpretar pero que no le dio mayor importancia y le contestó con un “Ah, vale, vale, gracias”.

Sara cerró la puerta. “¿Ropa cómoda? ¿Qué va a ser esto, una clase de Educación Física?”, se sorprendió de su propia ocurrencia y se imaginó en la sala de conferencias con todos sus compañeros haciendo chorradas de movimientos. Sonrió. Y con una sonrisa en la cara abrió el primer email de la jornada.

Al día siguiente, Michael llegó a trabajar malhumorado, para variar, pero un tanto expectante por ver con qué les sorprendía la empresa esta vez. Cuando abrió la puerta de la sala de conferencias vio que ya estaba la mayoría de sus compañeros. Era raro ver la sala de esa manera: todas las sillas y mesas que solía haber habían desaparecido y ahora era una sala amplia y diáfana por la que apetecía ponerse a dar saltos de un lado a otro. Se quedó un rato cerca de la puerta, observando a la gente, y vio a Sara, tan sonriente como siempre hablando con uno de los jefes, Fede (que sí, también iba vestido de “sport”).

Estaba pensando en lo ridículo e insignificante que parecía su jefe vestido así, cuando se abrió la puerta a sus espaldas. Por la puerta entró un hombre asiático (más tarde descubriría que era japonés), de pequeña estatura, con unas gafas redondas aparentemente ligeras y con una sonrisa pintada en el rostro. Llevaba consigo una bolsa de deporte colgada al hombro. Nunca había visto a alguien así.

El hombrecillo le miró sonriente y sin decirle nada le hizo una pequeña reverencia con la cabeza, mientras seguía andando hacia el centro de ese gran rectángulo en el que se encontraban dispersas todas aquellas personas que él calificaba de “compañeros y compañeras”.

Las voces fueron diluyéndose poco a poco hasta hacerse el silencio. Se había formado de forma automática una especie de círculo en torno al pequeño invitado, el cual dejó su bolsa en el suelo con sumo cuidado y sin perder la sonrisa de su gesto y abriendo los brazos en señal de bienvenida, les dijo que se llamaba Dai. Más tarde Michael averiguaría que Dai significa “hombre muy querido que incluso se puede llegar a adorar”.

Dai estaría toda la mañana con ellos. Lo que iban a trabajar con él era, tal y como él dijo, la “paz interior”. Él les ayudaría en ese camino, guiándolos por medio de ejercicios de respiración y meditación. “Es curioso… todos estamos realmente concentrados en sus palabras”, pensaba Michael observando al resto de sus compañeros.

La voz de Dai era un tanto aguda para ser un hombre, pero sabía hablar con el volumen adecuado, logrando transmitir una relajación y serenidad que Michael nunca antes había experimentado. Había algo en él que realmente le parecía fascinante.

Les dijo que justo donde estaban colocados, de pie, cerraran los ojos y escucharan. “Aprender a escuchar… eso es lo importante”, le escuchó decir inmerso en la negrura. De repente notó cómo una mano se posaba en su pecho, a la altura del corazón. Abrió los ojos precipitadamente y le vio, delante de él, su mano apoyada sobre su pecho, con los ojos cerrados. “Respira y siente”, le dijo en un tono suave y sonriendo. Michael volvió a cerrar los ojos. Notó cómo cogía su mano y se la apoyaba en el mismo punto donde segundos antes la había tenido él puesta. Sintió su calor y la sensación de bienestar de nuevo le recorrió todo el cuerpo. “¿Qué es lo que me pasa?”. Esa pregunta fue el inicio de Michael en el camino de la introspección.

Dai asistiría una vez al mes para seguir trabajando con los empleados esa “paz interior” de la que tanto hablaba, así como para iniciarles en la práctica del yoga.

Dai y Michael se hicieron muy buenos amigos. Se habían ayudado mucho el uno al otro. Cuando acabaron las sesiones y dieron comienzo las vacaciones de verano en la empresa, Michael se apuntó a un retiro espiritual dirigido por Dai en nada más y nada menos que los alrededores del Tíbet. Esa maravillosa experiencia supuso un antes y un después en su camino de la vida.

Siempre se había considerado un hombre realista. Veía las cosas tal y como eran. O eso creía él. Hasta que descubrió que la belleza también se encuentra en los pequeños detalles de nuestra existencia. Y que esa belleza hay que saber verla, porque si no puede escapar de nuestra percepción. A veces ver la vida de color de rosa no es tan mala idea.

Tras todos esos meses algo en la mente de Michael hizo “click” y las gafas con las que había estado mirando la vida se tiñeron de color de rosa. Seguiría yendo a su trabajo de siempre, pero ahora cada día iba a dejar de ser “un día cualquiera”. Ahora cada día se convertiría en una oportunidad para progresar como persona y conocerse a sí mismo.

Ese primer día de vuelta al trabajo, Michael se levantó de la cama tras disfrutar de su canción favorita, Piccola anima, habiéndola escuchado entera y habiendo cantado su bella letra en italiano.

Ese día Michael abrió la ventana de su dormitorio e hizo el saludo al sol antes de meterse en la ducha. Qué gusto le daba sentir el agua sobre su cara.

Ese día Michael se preparó un rico desayuno en el que no podía faltar su café, esta vez recién hecho. Disfrutó de sus tostadas y de las porciones de fruta sentado en la cocina y contemplando las vistas de su apartamento. Era agosto, así que el sol brillaba en el exterior. No hacía falta el abrigo, ni el paraguas.

Ese día Michael salió de su casa silbando la bella melodía de la canción que le despertaba todas las mañanas y esperó al ascensor mientras contemplaba las plantas que había en el descansillo. No se había fijado hasta ese momento en que había dos plantas (por cierto, muy bien cuidadas) dispuestas a los lados del ascensor. Tocó sus hojas y llegó el ascensor.

Ese día Michael se fue caminando a trabajar, dejando atrás el letrero de metro que decía “Calma” y que ahora solo le producía risa.

Ese día Michael llegó a su oficina con paso enérgico pero caminar tranquilo. Se sentó en su silla y miró la pantalla de su ordenador. Ahí estaban, él y Dai sonrientes con los montes tibetanos de fondo. “Vamos a ello”, pensó.

En ese momento alguien llamó a su puerta. Era Sara, que tan sonriente como siempre se dirigió a él para saludarle después de las vacaciones. Él se levantó y le dio un abrazo sincero.

– Bueno, ¿qué tal esas vacaciones por el Tíbet? ¡Te veo genial!- le dijo.

– Ha sido maravilloso, una experiencia inolvidable… Oye, ¿qué te parece si comemos juntos y te cuento con detalle?

– ¡Me parece estupendo, así te cuento yo también! ¡Luego nos vemos entonces!

Cuando Sara cerró la puerta tras de sí, Michael se quedó pensativo… “Y pensar que un día cualquiera conocí a esta maravillosa mujer…”. Y con una sonrisa en el rostro se puso a trabajar.

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