“Mais eu nunca deixei de ir trabalhar”

“Mais eu nunca deixei de ir trabalhar”


La primera vez que vi al Sr. Borges Teixeira, fue a principios del año 2008. Tenía yo el despacho recién abierto, con las estanterías aún vacías de expedientes, y con mi reluciente placa de latón bruñido colocada en la puerta, en la que se podía leer: “Despacho laboralista, despidos y pensiones”.

Mi mesa, como un desolado páramo, se extendía libre de papeles y documentos y, del otro lado, sentado frente a mí, estaba el que era, sino el primero, uno de mis primeros clientes. José, que así se llamaba el Sr. Borges, había requerido de mis servicios por casualidades de la vida que, en aras de la brevedad, y por no venir a cuento, evitaré contar en estas líneas.

Desde el primer día en que traspasó el umbral de mi puerta, me dejó patente que, tanto mi persona como mi profesionalidad, le suscitaban desconfianza. Luego, con el tiempo, fui comprendiendo que esa desconfianza, casi patológica, no era sino fruto de los muchos golpes y traiciones que había sufrido a lo largo de su vida.

José era portugués, de escasa talla pero fornido, con la tez roja y el rostro curtido por la mala vida y el trabajo. Sus ojos azules, lejos de iluminar su cara, se abrían en ella como dos pequeños pozos de tristeza y pesadumbre.

Había pasado a Galicia a principios de los años ochenta para trabajar en las canteras de pizarra. Venía, como muchos otros portugueses, huyendo del hambre que, durante esos tiempos, asolaba a nuestros vecinos del otro lado de la Raia. Era de Chaves, aunque había nacido en Mozambique. A donde había emigrado su padre para trabajar en las minas de carbón en los tiempos de la colonia.

Y sería allí, en África, donde comenzaría su vida de palos y miserias. Recomendado por su padre, entraría a trabajar en las minas de carbón, en las que, como el decía “malláronme a hóstias brancos e negros”

Cuando regresó a la metrópoli, tras la independencia del año setenta y cinco, Llevaba consigo una persistente tos, su desmesurada afición al hachís y unos cuantos tatuajes que adornaban sus nervudos brazos, entre los que destacaba el de una negra en pelotas, tan ingenuo como obsceno.

El caso que el Sr. Borges me planteaba era el de su despido; lo habían despedido de la cantera de granito en la que trabajaba desde hacía más de diez años, y lo habían hecho mediante embustes y engaños, aprovechándose tanto de su bondad como de sus flaquezas, flaquezas entre las que se contaban los porros diarios y las borracheras del fin de semana.

La crisis del ladrillo se vislumbraba ya en los primeros meses del 2008. En poco tiempo explotaría la burbuja inmobiliaria, llevándose por delante la industria de la construcción y con ella las infames canteras de granito del país que, como un rosario de caries, habían proliferado sobre el verde paisaje del interior de Galicia.

José había sido una víctima más, un simple trabajador al que habían explotado durante años, del que ahora, viejo y enfermo, había que deshacerse, a poder ser, sin coste alguno. Poco importaba que durante una década, hubiese cumplido diligentemente con su trabajo, ahora no era más que ese portugués, borracho y porrero.

Los patrones, conocedores de sus insanas aficiones, echarían mano de ellas. Con la excusa de una celebración, invitaron a la plantilla de la cantera a una comida y, durante la misma, conchabados con sus compañeros, se encargaron de que su vaso no estuviese nunca vacío de vino durante la comida, ni su copa de orujo durante la sobremesa. Cuando los efluvios del alcohol hubieron hecho mella en él, entre maliciosas risas y burlas, uno a uno, se fueron levantando para dirigirse a la cantera a continuar la jornada laboral. Mientras José, dormía la mona en la taberna.

Al día siguiente, a José le fue entregada en mano, ante dos testigos, una carta, en la que se le comunicaba su despido con carácter disciplinario, amparándose para ello en lo recogido en el artículo 54 del Estatuto de los Trabajadores, en el que se recoge como posible causa de despido la embriaguez y la toxicomanía.

Estudiado el caso, se interpuso una demanda contra la empresa, en la que se solicitaba la improcedencia del despido.Tras el intento previo de conciliación, el asunto terminó en el Juzgado de lo Social, y el juez, con buen criterio, reconoció la improcedencia del despido, pues como bien recoge el artículo 54 del Estatuto en su apartado f), el mismo en el que se había basado la empresa para despedirlo, es causa justa para el despido la embriaguez habitual y toxicomanía, con el matiz de “si repercute negativamente en el trabajo”, algo que nunca se había producido, ya que José, como fue acreditado por esta parte en el juicio, durante más de diez años, había cumplido de manera diligente con su trabajo, y es que, si bien era cierto que fumaba porros a diario y se emborrachaba cada fin de semana, como él siempre repetía: “mais eu nunca deixei de ir trabalhar ”.

José recibió una cuantiosa indemnización y, tiempo después, debido a una silicosis que arrastraba desde las minas de carbón de Mozambique, la Seguridad Social le reconoció una pensión de incapacidad permanente. Era como si las penurias que había pasado a lo largo de su vida, se viesen por fin recompensadas.

Tardé en volver a verlo algo más de un año. Lo encontré sentado en un banco del parque, con sus pequeños ojos azules inyectados en sangre, fumando un porro tras otro y rodeado de latas de cerveza.

Era un día cualquiera de semana. Me embargó un sentimiento a medio camino entre la tristeza y la resignación, al pensar que, tal vez, todo debía de ser así, pues ahora ya no tenía que ir a trabajar.

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