Es tiempo de volverse hombre

Es tiempo de volverse hombre

La Medellín de los años 30 quería parecerse a Europa y a Estados Unidos. Huerfana de identidad, la capital de la montaña, como se le conoce hasta nuestros días, preferiría los autos norteamericanos, la perfumería francesa, las vajillas italianas y los cortes de tela Ingleses. Barrios diseñados por arquitectos que estudiaron en el viejo mundo. Construcciones pensadas por arquitectos italianos convivían de la mano con casas de techos de paja muchas de ellas iluminadas aún por ascuas de carbón o leña. Una réplica barata, un burdo remedo de la añorada Europa y un estilo medio gringo que se debatían por aparecer como modelos de civilización.

Una incipiente industria textil sería el eje de la transformación de esta montañosa villa, anclada en algún valle perdido de los Andes que mal llamada, era ciudad. Así se fundó Coltejer (Compañía Colombiana de tejidos) la más antigua de Latinoamérica. Y fue allí donde Ruben González llegó a pedir empleo, con 21 años y certificados falsos de secundaria. Y allí pasó 30 años de su vida, siempre en turnos de ocho horas que a veces se convertían en 16.

Ejecutó varias labores, desde barrendero, abridor de pacas (bloques de algodón prensado de más de 150 kilos de peso) operador de telar y hasta mecánico de telares. Jamás en 30 años faltó a su labor, a pesar de la enfermedad, del cansancio, del hastío. 30 años encerrado entre muros de más seis metros de altura, rodeado de 500 telares de lanzadera, que rompían los oídos con su incesante traqueteo de más de cien decíbeles, en un ambiente que rondaba los 38 grados de temperatura, envuelto en polvo y bichos del algodón. Sin una queja, infatigable ejemplo para sus compañeros. Trabajo que le permitió casarse con Luz Dary a los 24 años y traer al mundo tres hijos que serían su aliciente para trabajar.

Ruben siempre nos dijo, «cuando crezcan voy a hablar en la fábrica para que les den trabajo» y nosotros de niños siempre soñabamos con ir a trabajar a Coltejer, con salir en la madrugada y llegar a medio día a casa, después del trabajo.

Ruben era nuestro héroe, silencioso proveedor de alimento y cobijo. En sus años mozos Ruben practicó levantamiento de pesas, rápidamente su contextura y fuerza la entregaron un apodo que lo persiguió durante toda su vida «Dinamita» y así nuestro héroe vio pasar los años. Nosotros, los niños, fuimos creciendo entre conversaciones monótonas de nuestro padre y madre, «¿cómo te fue? – bien. ¿cómo estuvo el trabajo hoy? – bien.

Realmente, la oferta de trabajar en la fábica se convirtió en una sentencia. Inexorablemente crecimos y con 18 años cumplidos y después de varios exámenes, fui yo quién llegó primero a la fábrica.

Esa noche, casi en la madrugada salí a trabajar en compañía de mi padre quien me dijo, «Mijo, ya es tiempo de volverse hombre»

Había visto muchas veces esa pared de ladrillo expuesto que bordeaba la fábrica, alta, monótona y descuidada. Hacía las veces de muralla y contenía salones construidos a igual usanza que el muro exterior. Atravesé la puerta principal para encontrarme con el infierno. Pasé de la frescura de la noche a recibir un vaho caliente y sofocante que me golpeó el rostro como una bofetada. Mal augurio.

Ya en compañía de quien sería el encargado de mostrarme la fábrica y enseñarme mi labor recorrí cada rincón de aquel infierno, salones sin ventilación, altas temperaturas, vapores tóxicos de las tintas de estampación, el ruido ensordecedor de los telares, máquinas que desgarraban el algodón y de paso las manos de los obreros que las operaban. Entre todo este dantesco lugar hombres y mujeres sudorosos y apresurados, corriendo, arriegando todo para sacar la producción, tela de primera calidad que se exportaba y que no podíamos soñar con comprar con los salarios que pagaban.

Y entre ese batallón proletario y frenético pude ver la figura del héroe de mi niñez, cubierto de polvo y de algodón, con alimañas colgando de sus ropas y que me gritó – no había otra forma de hacer se oir entre esa barahunda de motores yvoces – que me esperaría a la salida para que regresáramos juntos a casa

Tuve muchos problemas por acostumbrar mis ojos a ese ambiente enrarecido y polvoriento, unas horas de recorrido y sentía que toda la piel me picaba, sudaba y sentía la necesidad urgente de salir de allí. No pude pasar bocado por mi boca durante todo mi turno.

Al final del turno, me esperaba la cara sonriente de papá a la salida de la fábrica, me puso la mano en mi hombro y me preguntó: «bueno, ¿qué tal te fue?» sólo alcancé a decirle: «bien, padre» y aproveché para preguntarle si siempre le había tocado trabajar en esa fábrica, se sonrió y me dijo «apenas 30 años»

Al entrar en casa, me senté cerca a la cocina con mi padre. Mamá se acercó y nos preguntó cómo nos había ido, papá dijo ¡bien!. Yo bajé un momento la cabeza y la levanté llenos los ojos de lágrimas y le dije: «Perdón papá, perdón por todas la rabias, por las noches que no te dejé dormir con mis llantos y risas, perdón por los años que reprobé en mis estudios, perdón papá por no expresarte todo el amor que siento por vos. Hoy conocí al verdadero héroe que sos, el que ha aguantado todo ese infierno por darnos lo que nos has dado. Perdón por no valorarte como te mereces. Yo no puedo soportar ese infierno y haré todo lo posible para que mis hermanos no pasen por eso tampoco» Mi papá me miró y sonríó, me dijo, «es lo que hace un papá» yo le contesté: tal vez hayan otras formas de volverme hombre.

Jamás volví a esa fábrica, pero allí comprendí que mi papel en la vida sería trabajar del lado de los obreros, retratando su vida, escribiendo sus historias, escribiendo sobre los héroes, como un merecido homenaje, a ellos y a mi padre.

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