Por el espejo retrovisor la popa de la canoa montada en el techo del Nissan,
despliega su estela de luz anaranjada en el crepúsculo que vamos dejando atrás.
Adelante asoma la proa por encima del parabrisas, abriendo contra el añil del
cielo de verano en Minnesota un viaje a remo sobre las aguas del Root River.

Randy construyó su canoa con maderas de cedro y nogal. Tiene el alma ávida de ríos, y

me ha invitado a gozar de esa misma avidez, que alguna vez atrapó mi fantasía leyendo las aventuras de Tom Sawyer.

El Root River se interna desde Chatfield, haciendo zigzag hacia el este, en un recorrido de 128 kilómetros que pasan por un intrincado territorio de abruptos acantilados, colinas arboladas y planicies hasta entroncar con el Mississippi.

Mientras vuelve Randy de llevar el auto río abajo, me siento en la orilla a ver transcurrir el agua. Juego con el poder hipnótico de ver el río que pasa, y que al mismo tiempo se queda, porque no termina de pasar. La vista sede a la tentación de dejarse llevar del agua. Luego hago visera con las manos y cierro el campo visual sobre la superficie. Sin puntos de referencia, poco a poco, soy yo en la orilla el que se mueve, huyendo del agua estática. Cierro los ojos y escucho el río, percibo su aroma impregnado de fragancias de bosque y de maderas mojadas; siento la frescura del agua en los pies descalzos. Haciendo cuenco las manos recojo un fragmento de río y me lo estrello en la cara. El agua me sabe a libertad, a las ganas que tengo de remar.

Botamos la canoa al fin. Randy en la popa y yo al medio, atajamos el agua a golpe de remo hasta el centro de la corriente. A ese tiempo pasa una grulla con las alas extendidas por encima de nosotros, como si nos mostrara el camino.

Remamos hasta que la indecisa noche del verano se abate sobre nosotros y la luna ilumina el camino de agua. Callamos y nos acostumbramos a escuchar la corriente y el chasquido de los remos, y poco a poco nos subyuga la sugestión de sentirnos uno con el río. Sólo al cabo de horas en silencio yendo por un río, uno se percata de que en realidad nuestra
identidad con el agua es más que la cifra del 75%. Por eso callamos, para escuchar el agua que nos corre roja en las venas.

A la media noche Randy me enseña a sujetar la canoa en la orilla con el nudo más famoso de la navegación y que, precisamente, se llama bowline, “línea de proa”, que en un extremo de la cuerda forma un ojal. Y bien que paso ese ojal por la rama de un árbol, subimos arrastrándonos de rodillas y manos por el fango resbaloso hasta un descanso.

Al día siguiente la llovizna nos despierta con su piano de una tecla en el nailon de la tienda y continuamos remando hasta llegar Rashford. Bajo el puente en la ribera dejamos la canoa y nos aventuramos al pueblo por agua de beber. El cuidador de la antigua estación del ferrocarril convertida en museo nos llena las cantimploras en la misma fuente de la que bebieron los últimos pasajeros del ferrocarril hace dos décadas. Volvemos a los remos y dejamos Rashford espantándose el futuro con los brazos de un molino viejo.

Cayendo la noche se levanta la luna repetida en el agua, y a lo lejos escuchamos la estampidas de guijarros rodando hacia el lejano mar, limando sus esquinas, haciéndose redondos como pequeñas lunas. No sé cuántos kilómetros navegamos hasta que el río se hace más oscuro y denso, como una obsidiana con la luna adentro. De pronto nos espanta la filosofar el repentino estrépito del agua reventando a lo lejos, en la garganta de un rápido que hace gárgaras de estrellas. Randy se pone de pie en la popa y alcanza a divisar el destello plateado de la espuma. No hay nada que hacer salvo agarrarnos bien y aguantar. Randy desde su sitio tiene la responsabilidad de conducir la canoa haciendo giros precisos con la paleta de madera. A mí me toca enfrentar adelante las piedras directamente con el remo, esperando que éste no se quiebre ni que los golpes me lo arranquen de las manos. La escaramuza dura apenas unos segundos, y salimos bañados, pero con la canoa y la carga intactas.

Al otro día, en un recodo del río nos sorprende la visión de un viejo de barba al pecho y sombrero, camisa azul y overol de mezclilla, pescando con una caña en la orilla. Al retratarlo me recrimina: “You shouldn’t do that!»

—Son los Amish —dice Randy—. Gente sencilla que se quedó varada en el siglo XIX, aferrada a un cristianismo de carretas y caballos.

Más adelante, yendo yo en la popa por un doblés del río, tengo el mal tino de no utilizar el remo como timón y dejo la maniobra de virar a la pura fuerza lateral del remo. Salimos proyectados hacia la periferia. Encalla la proa en un banco de arena, dejando la canoa atravesada a la corriente, que nos baña la carga.

Llegamos a un afluente menor, donde descansamos y ponemos a secar ropa mientras abrimos una lata de atún y comemos sentados sobre un gran tronco caído. El paraje parece sustraído del jurásico, con trepadoras amarillas enredadas en la melancólica vegetación. Solo faltan los dinosaurios.

El Mississippi, que alguna vez crucé con el agua a los tobillos —siendo apenas un arroyo entre gijarros, emanando del lago Itasca—, nos recibe resuelto en mar. La canoa que construyó Randy con maderas de cedro y nogal es ahora una cáscara de nuez en medio del segundo río más largo de Norteamérica. Con Wisconsin a la izquierda y Minnesota a la derecha remamos hacia el sur, hasta el pueblo de Brownsville, cubierto por la sombra vespertina de un cerro.

TRAMO «ROOT RIVER», ENTRE LAS POBLACIONES DE CHATFIELD Y BROWNSVILLE, MINNESOTA, ESTADOS UNIDOS.

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