Lo vi primero con el rabito del ojo, como se ve a las ex y a los recibos de luz: de costado, por si acaso.
Yo venía cargando dos bolsas del súper, renegando porque otra vez me había olvidado las bolsas reutilizables (el planeta en peligro y yo pensando en la trascendencia del mosquito), cuando lo vi sentado en la vereda, justo frente a la puerta de mi edificio.
Un perro callejero.
Versión demo, sin filtro y sin pedigrí. Pelaje manchado, orejas una parada y la otra no, mirada cansada, pero con ese brillo de “yo he visto cosas, humano, tú ni sabes”. Se me quedó mirando fijo, como si me conociera de antes.
Yo también lo miré, con cara de “¿qué le doy a este pobre perro?”.
—¿Qué miras? —murmuré, con ese tono de loco que le habla al aire, aunque en realidad nunca estoy solo del todo.
El perro ladeó la cabeza, como cuando queremos sacarnos conejos del cuello. Ese pequeño gesto fue el contrato: ya estábamos conversando.
Saqué un par de panes de los que había comprado, dejé las bolsas en la puerta y, en vez de entrar como adulto responsable, me senté en el borde de la vereda y se los di a mi visita.
La tarde estaba tranquila, la calle medio vacía. Buen escenario para hablar con un perro y con uno mismo.
—¿Tienes nombre? —le pregunté.
En mi cabeza, el perro bostezó con elegancia.
—Me han dicho Firulais, Rocky, Pancho, Fido, Chato, “fuera perro”, “shh shh”, “sal de ahí”… tú escoge, que yo ya no me hago problemas.
—Te vas a llamar Pancho —decidí—. Tienes cara de Pancho que sabe demasiadas cosas.
El perro me miró como pensando:
“Nombre de tío que va a misa los domingos, pero ya fue”.
—¿Y de dónde has salido, ah? —pregunté.
Pancho acomodó el hocico sobre las patas y me miró con cara de “siéntate, humano, que esto da para rato”.
—De una casa, pues —lo escuché en mi cabeza—. No nací en la calle. Algún día alguien decidió que sobraba.
La palabra otra vez: sobraba.
Duele, porque a todos nos ha pasado por la cabeza alguna vez.
—¿Te botaron? —pregunté.
—No gritemos tanto —respondió, muy digno—. Digamos que un día dejaron de verme. Dejaron de llamarme, dejaron de abrir la puerta, dejaron de acordarse que existo. Es una forma educada de echarte.
Yo jugueteaba con una piedrita en el piso, haciéndome el loco.
—¿Y desde entonces?
—Desde entonces, vida freelance —dijo—. Una señora me tira pan duro, el de la bodega me da algunas sobras del almuerzo cuando está de buen humor, los niños quieren abrazarme, pero sus mamás los jalan como si yo fuera un dinosaurio con rabia. Nada que ver, yo soy más bien filósofo.
Me reí.
—¿Y de noche?
—Busco un carro que no se mueva y duermo debajo. Si llueve, me mojo. Si hace frío, me hago bolita. Si hay fuegos artificiales, quisiera renunciar a este planeta, pero aguanto. Ya aprendí a estar conmigo mismo, aunque la vereda esté helada.
Ahí me dio un pequeño golpe, porque yo también sé de eso: de estar conmigo mismo.
—Yo también vivo solo, ¿sabes? —le dije—. Con cama, ducha caliente, wifi y Netflix. No duermo bajo un carro, pero a veces mi cama parece estadio vacío.
Pancho levantó una oreja imaginaria.
—¿Y eres infeliz por eso? —preguntó, directo.
Me quedé pensando. No, infeliz no.
A veces nostálgico, a veces medio raro, pero infeliz no.
—La verdad que no —admití—. Me gusta llegar a mi casa, tirar los zapatos donde quiero, cenar pan con queso a la hora que me da la gana, poner mi música sin negociar el volumen, quedarme en silencio si se me antoja. Disfruto mi espacio.
—Ah, entonces estás bien —dijo Pancho—. Porque una cosa es estar solo y otra es estar abandonado. Tú estás solo acompañado: te tienes a ti, tienes recuerdos, gente que te quiere, solo que no viven pegados a ti. Eso no es tragedia, es configuración.
Sonreí. Me gustó la idea: “solo configurado”.
—Igual hay días en que nadie escribe, nadie llama… —intenté defender mi cuota de drama, como uniéndome a su club.
—Claro —asintió—. Y también hay días en que yo no encuentro comida. No por eso voy a odiar ser perro. Tú tampoco tienes que odiar estar solo. Solo hay que aprender a llevarlo. Y, por lo que veo, lo llevas mejor de lo que crees.
Y sí.
Yo me quejo a veces, pero la verdad es que mi casa en silencio tiene algo bonito. Hay paz. Hay espacio. Hay tiempo para pensar, para escribir, para hablar con perros imaginarios.
Pasó un carro, una vecina nos miró desde la ventana con cara de “este señor ya perdió la cabeza definitivamente”.
Perfecto, un paso menos para fingir normalidad.
—¿Y tu manada? —preguntó Pancho.
Pensé en mi hijo, mi familia, mis amigos.
No vivo rodeado de gente, pero tampoco vivo en un planeta aparte. Están, a su manera, pero siempre están.
—Los tengo —dije—. No siempre cerca. Nos queremos, nos escribimos, a veces nos vemos, a veces no. Y está bien. Cuando nos juntamos, se siente rico. Cuando no, mi casa no se cae.
—Entonces estás mejor que muchos —sentenció Pancho—. Tienes cariño y tienes soledad. Combo perfecto. Hay gente que no tiene ni lo uno ni lo otro. Y hay otros que están rodeados de gente y aun así están solos. No se soportan ni ellos.
Se quedó pensando un momento, luego añadió:
—La soledad, cuando la eliges y la valoras, es un lujo. Tienes tiempo para escucharte, para pensar, para no actuar todo el día. Nadie te interrumpe cuando estás a punto de entender algo de ti mismo.
Me reí.
—O cuando estás a punto de terminar una serie entera en un fin de semana.
—También —asintió—. La introspección viene en varias presentaciones.
El cielo empezó a ponerse naranja. Esa luz que embellece hasta los cables colgando de los postes.
—¿No te da miedo envejecer solo? —le pregunté, pero esta vez sin tanta tragedia, más por curiosidad.
—Me da más miedo envejecer rodeado de gente con la que no puedo ser yo —respondió—. Viejo me voy a poner igual. Lo importante es llegar con la certeza de que supe estar conmigo, sin huir de mis propios silencios.
Yo asentí.
Porque la verdad, dentro de todo, a mí me gusta mi vida así: con momentos ruidosos cuando toca, y con silencio cuando se acaba la fiesta. Me gusta saber que puedo disfrutar un almuerzo solo, una caminata solo, una noche de viernes solo… sin sentir que el mundo se acaba.
—Me gusta mi soledad —le dije, ahora sí en voz alta—. Algunos años atrás la pasé peleando con ella, pero ahora la valoro. Tengo tiempo para escribir, para pensar en mis viejos, para recordar cosas, para reírme de mí mismo. Y cuando me abrazan, cosa que evito con frecuencia, se siente más rico.
Pancho movió la cola, esta vez un poquito más.
—Eso es —dijo—. El cariño de los tuyos es oro. Pero el rato en que no están tampoco es castigo. Es tu espacio. No es “pobre de mí, nadie me llama”. Es “qué bueno, hoy tengo el día para mí”.
Ahí lo supe: yo no estaba mal. Solo necesitaba cambiar el cuento.
Me paré, porque ya me dolían las rodillas.
—Oye, Pancho, ¿quieres tomar agua? —le pregunté—. Déjame buscarte un plato, algo se puede improvisar.
Entré, conseguí el agua, saqué un poco más de pan y pollo que tenía en la refri. Cuando volví, él seguía ahí, paciente.
Le dejé el plato. Se acercó, olió, comió tranquilo, bebió el agua sin ansiedad. Como quien sabe que, si hoy hay, se agradece; y si mañana no, igual se sigue.
—Gracias, humano —dijo mi cabeza.
—De nada, maestro —respondí en voz alta.
Terminó, me miró un segundo, movió la cola con discreción y empezó a caminar calle abajo. Sin apuro. Como quien sabe que su camino es suyo, aunque sea sobre vereda rota.
Lo vi doblar la esquina y desaparecer.
Entré a mi casa, prendí una luz, puse música suave. No para tapar el silencio, sino para acompañarlo.
Miré alrededor: sí, estaba solo físicamente. Pero no me sentí vacío. Tenía recuerdos, tenía historias, tenía gente a la que quería y que me quiere, aunque no esté pegada a mi puerta. Y, sobre todo, me tenía a mí, que ya no es poca cosa.
Ese día entendí algo sencillo:
La soledad no es enemiga. Es una forma de estar. Como cualquier otra. Si la abrazas, te regala tiempo, calma, claridad y hasta humor. Y cuando llegan los tuyos con sus abrazos, sus risas, sus “¿cómo estás?”, no compiten con tu soledad; la completan por un rato.
Después se van, cierras la puerta, se queda el silencio.
Y en lugar de sentirte abandonado, piensas:
“Qué suerte, hoy también me toca estar conmigo”.
OPINIONES Y COMENTARIOS