Te sientes en el umbral, una sombra más entre las sombras que la tarde dibuja en el rellano. La mano que busca en el bolsillo roza un puñado de metal frío, el tintineo familiar, la falsa seguridad del llavero. Pero algo no encaja. El tacto es distinto. Vacío. Un agujero negro donde debería estar la llave de la puerta, la tuya, la de este apartamento que crees tuyo.
Un escalofrío te sube por la espalda, no por el frío de la tarde sino por esa grieta que se abre de golpe en la rutina.
Siempre te fascinaron las llaves. No las que abren tu mundo, sino las ajenas, las huérfanas. Las coleccionas. Las encuentras en el parque, enterradas bajo las hojas secas, con ese óxido que huele a olvido y promesa rota. En los mercados de pulgas, entre cachivaches sin nombre, un puñado de hierro retorcido que alguna vez abrió una caja fuerte, un diario íntimo, una vida entera. Cada nueva adquisición es un pequeño triunfo, una reliquia de existencias tangenciales. Las guardas en un viejo cofre de cedro, un olor a pasado que se adhiere a tus dedos. Cada una, una incógnita.
Pero ahora la incógnita eres tú. La cerradura te devuelve una mueca de hierro. El cerrajero llega, un hombre corpulento con ojos de cansancio. Sin preguntar, casi con un gesto de hastío, manipula el metal. El clic que resuena en el silencio es el sonido de una violación, la irrupción en lo que creías inquebrantable.
Entras. La luz que se cuela por el ventanal ya no te parece la misma. Una cualidad distinta, más densa, como si el aire hubiese envejecido un siglo en los minutos de tu ausencia. El sofá, de un beige desgastado, parece haber cambiado su posición unos centímetros.
Una pequeña imperfección en la madera de la mesa de centro, una mancha que jurarías no haber visto antes. Te detienes frente a la pared. Un cuadro. No lo reconoces. Un paisaje impresionista, brumoso, con un puente que se pierde en la neblina. ¿Desde cuándo está ahí? «El cansancio», te dices. «El susto de la llave perdida».
Te sirves un vaso de agua. El vaso se siente extraño en tu mano. Pesado. Demasiado liso. Las fotos del álbum de la mesa. Sonríes con una mujer, una risa que te parece familiar. Pero el nombre… ¿cómo se llamaba? Intentas conjurar la palabra, como si pudieras arrastrarla desde el fondo de un pozo. Nada. La risa se vuelve hueca. La mujer en la foto te mira con una familiaridad que te hiere, una familiaridad que ya no posees.
La mañana siguiente, la ausencia se agudiza. No es la llave, no es el cuadro. Es un libro. Rayuela, de Cortázar. Tu ejemplar, el de la tapa blanda gastada, con tus notas al margen. No está. Buscas frenéticamente. El corazón te late contra las costillas. No está. Y lo peor, lo verdaderamente aterrador, es que la ausencia del libro se mezcla con la ausencia del recuerdo de haberlo leído ¿Lo habías leído? ¿Existió alguna vez?
Elías. Tu nombre. Lo repites en voz baja. Elías. Suena a eco, a algo prestado. Te miras al espejo. El rostro que te devuelve la mirada es el tuyo, indudablemente. Las arrugas en el entrecejo, la barba de dos días. Pero los ojos… esos ojos te miran con una pregunta que no puedes descifrar, una pregunta que parece no ser tuya.
Sales a la calle, el cofre de cedro bajo el brazo. Lo abres en un banco del parque. Cientos de llaves. Pequeñas, grandes, oxidadas, brillantes. Cada una, un mundo. Las tocas, las sopesas. Sientes el peso del olvido en cada una de ellas. Y de pronto, una sensación te golpea con la fuerza de un relámpago. No son las llaves de los demás. No. Son tus llaves. Cada una de ellas, una puerta cerrada. Cada cerradura, una parte de ti que se ha borrado. La llave de tu bicicleta de niño. La del viejo diario que enterraste en el jardín. La del rostro de tu madre al despedirse por última vez. La del nombre de la mujer que reía en la foto. Levantas la vista. El sol se filtra entre las hojas de los árboles, proyectando sombras danzantes sobre el asfalto.
Alguien te mira desde un banco cercano. Un hombre. Sus ojos son extrañamente familiares. Sus rasgos… Un instante, un destello fugaz, y crees reconocerlo. Es el cerrajero. Sí, el mismo que abrió tu puerta. Se levanta y camina lentamente hacia ti.
Y en ese instante, en que el cerrajero se acerca, una nueva pieza se desliza en el rompecabezas de tu memoria. Él no te abrió la puerta. No. Él cerró la puerta. Cada vez que tú, Elías, encontrabas una llave olvidada, esa misma noche, el cerrajero, en un ritual silencioso e inevitable, acudía a la casa, la tuya, la que ahora ya no te pertenece, y giraba la cerradura.
Te miras la mano. No hay cofre. No hay llaves. Solo el frío metal de una pequeña pieza que acabas de encontrar bajo tus pies. La recoges. Es pequeña, antigua, con un diseño floral. La miras fijamente. El cerrajero, ahora a tu lado, te sonríe con una extraña tristeza.
»Otra más», dice, su voz resonando con una familiaridad escalofriante. «Esta era la del último recuerdo, ¿verdad? El de tu propio nombre».
Y en el reflejo bruñido de la llave que sostienes, te ves a ti mismo. No a Elías, sino a un hombre distinto. Un hombre que se levanta del banco, que se aleja con el cerrajero, y que en su camino se cruza con otro, sentado en el mismo banco, recogiendo una llave antigua del suelo. El ciclo, ahora lo entiendes, es interminable.
Una danza silenciosa de ausencias, donde la memoria no se pierde, sino que simplemente, pasa de mano en mano, como una llave que nunca encuentra su cerradura definitiva.
Aldo Rojas Padilla.
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