Nuestro campo de mazorcas secas

Nuestro campo de mazorcas secas

Kayo

09/09/2025

Nuestro campo de mazorcas secas”

— Creo que estoy enamorado.

Esa tarde la casa estaba completamente vacía.

No había nadie que la escuchara subir las escaleras, abrir la puerta del dormitorio y desarmarse la cama. Y acaso sí, algunas ardillas que jugaban sobre los pinos del tapial escucharon el grito ahogado que dio contra las sábanas. Un grito potente que la dejó sin aire, casi al borde del desmayo.
Era su rostro lleno de pecas o su pelo rojizo lo que la convertía en un rubí a medio descubrir, con ese picor colorado que contrastaba con los muebles de la casa, totalmente musgosos y escabeches. La atravesó en silencio, descalza, mientras la boca se le humedecía saladamente. Había leído en algún libro de la tía Leti que el sabor de las lágrimas cambiaba según la razón del llanto, ya no creía en esas supersticiones, pero, en ese momento, decidió dudar, dejándose llevar por esa mezcla agria con tonos de romero.
No recordaba que las habitaciones fueran tan grandes, con los techos tan altos, en gracia de las arañas que vivían inmutables y donde los enormes candelabros se arrastraban por la brisa del bosque.

“¿Acaso siempre fue una casa para gigantes?” pensó.

La entrada principal estaba infestada de sillones y cerámicos de narciso, tan relucientes que su reflejo era casi marino.

— Creo que estoy enamorado.

Se sirvió de la comodidad de uno de los tronos para recomponer los latigazos del pensamiento:

No era la primera vez que un chico le hablaba de amor. Recordaba con precisión cómo un niño que solía jugar con ella y sus primas le había susurrado en el oído que estaba enamorado de su prima Beatriz. El niño al principio permaneció intranquilo, con color de salsa, pero después pareció revivir, como si se quitara una cordillera de encima.

  • Es un secreto — pacto.

Nunca lo contó, pero al niño tampoco parecía importarle, le bastaba, quizás, con que alguien más cargase la culpa, aun si esta se esparcía en el chismerío. Parecía que años después la situación volvía a repetirse.

Habían salido temprano del colegio. Las nubes se esmeraban en dibujar una tormenta y nadie quería que los chicos volvieran dialogando con los charcos, que en las calles terrosas de Tucumán pueden volverse verdaderos pantanos.

Como siempre, Marcos la esperaba en la entrada, charlando con sus amigos tan expresivamente que parecían estar actuando.

Cuando veía que ella se acercaba, se despedía de ellos. Se hacía el distraído y silbaba, como si todo fuera efímero por unos segundos, al borde de desaparecer.

— ¿Trajiste paraguas? —preguntaba ella.

Obviamente él respondía de forma negativa.

Hacían mismo el recorrido desde la primaria. Eran vecinos, separados por un baldío.

Se dice que en el campo todo cambia constantemente. Nunca son las mismas aves las que pasan, ni son las mismas sombras las que reflejan los árboles o las personas, todo fluctúa en nuevas vidas color naranja. Sin embargo, el trayecto de ellos permanecía inalterable, respetando patrones específicos que iniciaban por una lanzada de palabras de ella sobre las ocurrencias del patio. Seleccionaba, obvio, las más divertidas, y si acaso la cosa andaba gris, bien podía inventarse una.

Marcos la escuchaba atentamente. Mirando hacia el frente, parecía indiferente, pero ella sabía que esa era su manera de prestar atención.

Ya terminaba la historia del portero que había confundido el detergente con la mermelada de limón cuando Marcos se paró en seco. Como advirtiendo algo. Ella instintivamente miró por los alrededores buscando el detonante, claro que no sabía que este vagaba en los baches del alma.

— Creo que estoy enamorado —declaró.

A ella el corazón le dio brincos por todos lados. Lo miró de arriba abajo esperando haber acompañado a la persona equivocada. Para su lamento, era el Marcos de siempre, con la diferencia de que este tenía sutilmente las orejas coloradas. Él mismo estaba por conjurar una explicación, pero ella lo cortó en seco dejando caer su paraguas de lunares y echándose a correr. No miró atrás en ningún momento, ni siquiera al escuchar cómo él la llamaba por su segundo nombre.

La chica se llamaba Candelaria y desde que había llegado había sido tema de conversación entre los pasillos. Su acento, que arrastraba la P, y sus modismos de ciudad la habían convertido en una estrella. Si hubiese aterrizado en su salón, no dudaba en que hubiesen sido buenas amigas, como lo era con todas. Pero había ido a parar al salón C, al de Marcos. Quizás el otro ser vivo en kilómetros que compartía el pasado de haber nacido en Capital.

Tenían cosas en común a raíz de la obviedad, él le hacía preguntas por sitios y locales y ella le contestaba que claro que los conocía, aunque prefería Burger King a McDonald’s.

En una ocasión ella le mostró fotos de sus vacaciones en la playa, en un lugar llamado Villa Gesell, y le narró casi al llanto lo apenada que estaba de tener que haberse mudado por el trabajo de su papá. De eso le llegó el rumor de que se habían pasado la clase abrazados.

— Candelaria me invitó a su casa a comer —le contó una vez que ella lo interrogó sobre su día—. Parece que su papá también fue a la misma universidad que mi viejo.

No quiso preguntar más, le ardía la garganta. Aquello ya le daba indicios de adónde iba la cosa. Era inevitable acaso, acaso él nunca se había adaptado a las libélulas del campo ni al llanto de los potrillos por la mañana.

Se negaba a creerlo y tenía una razón.

Cuando él era el nuevo, tampoco sabía nada sobre las chacras, ni de las calles de tierra, de cómo no hundirse y no mancharse los zapatos en el barro amarillo, o sobre que las flores de manzanilla obligatoriamente no se pueden pisar.

Por ese tiempo lo había encontrado varado cerca de su casa, sentado al lado del camino, mirando hacia atrás y adelante. Estaba perdido. Le preguntó dónde vivía y se río un poco al ver que era su vecino.

— Estamos a la vuelta —le dijo para tranquilizarlo.

Todavía era más bajo que ella y tenía una voz muy aguda.

— Si atravesamos el baldío es más fácil.

Marcos obedeció sin cuestionar y a medio campo se largó a llorar. Extrañaba su antigua casa, sus amigos, odiaba la nueva escuela y el tener que caminar tanto tiempo para poder llegar, odiaba que las olas de viento fueran tan violentas que se le secaran los labios, en ese momento tal vez odiaba todo.

Ella lo miró, diminuto y triste entre medio del baldío lleno de espinas y verdolaga, era uno más con los cuis del campo. No sabía qué hacer para calmarlo y de pronto recordó lo que hacía la tía Leti cuando ella se golpeaba o se caía. Le dio tres palmadas suaves en la frente y una en la cabeza.

— Es un hechizo —exclamó.

Desde ese día se hicieron amigos.

Años pasaron y él se amoldó a todo, podía cabalgar, ayudar en las chacras y, sobre todo, caminar en el barro sin mancharse siquiera un poco. En una ocasión en que caminaban, él preguntó por qué nadie vivía en el baldío.

— No crece nada, la tierra está gastada.

Él la miró confundido unos segundos.

— Yo podría hacerle producir algo.

Ella se rio, notaba cuando quería sonar algo presumido.

— Yo te creo —le respondió.

Se rio mucho cuando un domingo por la mañana fue a buscarla a su casa, golpeando la puerta que daba a su pieza. Estaba embarrado y sucio como nunca pensó verlo.

— ¡¿Qué te pasó?!

— Veni a ver.

Alcanzó a ponerse las botas y lo siguió al baldío, varios pequeños surcos separaban la tierra.

— Planté maíz.

Ella quería reírse un poco, pero lo miró tan decidido y feliz por la hazaña que se guardó la risa en un baúl para usarla en otro momento.

— Seguro, y podemos venderlos después.

Cuando todo fue mutando, se olvidaron de eso, aunque ella no, siempre que pasaba por ahí lo recordaba. Los pájaros habían hecho su parte del trabajo y, al final, el baldío se llenó de plantas de maíz completamente secas. Pensó que era mucho para lo que era esa tierra.

No sabía si en ese momento se había enamorado de él o si había sido después, la cuestión era que sentía un fuerte dolor en el pecho, en las rodillas. El mundo cambia, ella lo sabía, siempre lo había sabido, el campo es así, pero acaso se había sentido muy cómoda en el mundo inalterable que Marcos le producía.

Él pensaba volver a Capital para estudiar en la universidad y ella pensaba acompañarlo, siempre lo había pensado así, irían a la misma, compartirían algunas clases y, acaso en una parada de lo que él llamaba subte, le diría que le gustaba.

Acaso sería muy tarde, en un día violeta con sabor a uva, pero él estaría ahí, con la misma sonrisa amable.

Marcos la vio volver con la misma velocidad con la que se había ido. Estaba un poco más pálida, él no le dijo nada, solo le tocó la frente tres veces y luego la cabeza.

— Es un hechizo —le dijo.

Volvieron como siempre, y cuando estaban llegando al baldío, ella le ofreció atravesarlo para llegar más rápido.

Las plantas de maíz eran densas y doradas, la figura de Marcos se entrelazaba con ellas. Escuchaba el crujir de las hojas débiles y frágiles y casi las confundió con las de su corazón.

Quizás las cosas iban a cambiar de ahora en más, pero ese momento permanecería inalterable. Al final de cuentas, aquel era su campo de mazorcas secas.

Etiquetas: amor corto cuento

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