El timbre del teléfono me arrancó de un sueño intranquilo. Parpadeé en la oscuridad, desorientada. ¿Quién podía llamar a las 3:17 de la madrugada? Me incorporé con torpeza, tanteando en la mesilla de noche. La pantalla brilló, cegándome un instante.

Y entonces, la vi.

Llamada entrante: Elena Vásquez.

Mi propio nombre. Mi propio número.

Un error del sistema, pensé. Una broma de esas aplicaciones que falsifican identidades. Dejé que cayera al buzón de voz y me tumbé de nuevo, el corazón aún acelerado. Diez segundos después, volvió a sonar. La misma pesadilla luminosa: Elena Vásquez.

La ansiedad, como una lámina de hielo, comenzó a treparme por la piel. Deslicé el dedo para contestar y llevé el aparato a la oreja.

—¿Hola? —mi voz sonó ronca, arrastrada por el sueño.

Al otro lado, nada. Solo un silencio compacto, expectante. Estaba a punto de colgar cuando lo escuché. Un susurro raspado, jadeante, como si quien hablara lo hiciera con el último aliento.

«No hagas ruido.»

Me quedé inmóvil. Era mi voz. Pero no la mía. Sonaba deformada, quebrada, como una grabación rota.

—¿Quién es? —balbuceé, incorporándome de golpe.

«Eres tú. Estás en peligro. No estás sola en la casa.»

El aire se espesó a mi alrededor. Cada sombra del dormitorio —el armario entreabierto, la butaca en penumbras— adquirió de pronto volumen, amenaza.

—Esto no tiene gracia, Javier. Si eres tú, te juro que…

«¡No es Javier!» —la voz, mi voz, cortó con un grito ahogado—. «Está en el pasillo. Ahora mismo. No enciendas la luz. No respires.»

Una oleada de frío me recorrió la espalda. Mis ojos se clavaron en la rendija bajo la puerta. Oscuridad. Silencio. Nada.

—¿Cómo puedo saber que no es una broma?

«Porque sé que estás sentada en la cama. La almohada aún está caliente de tu lado izquierdo. Y tienes miedo. Tanto miedo que te duele el pecho.»

Sentí la punzada exacta bajo las costillas. Era cierto. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo podía sentirlo?

«Tienes que salir por la ventana del baño. Ahora. Antes de que decida comprobar si estás dormida.»

La urgencia en su tono me atravesó. Era más que una advertencia: era instinto desnudo, salvaje. Me levanté con rigidez, deslizándome fuera de la cama. El suelo de madera estaba helado. Avancé a tientas, esquivando el montón de libros junto a la mesilla, con el teléfono pegado a la oreja.

«Despacio. La cuarta tabla cruje.»

Me detuve justo a tiempo, apoyando el pie en el borde. La evité. El corazón me retumbaba en la garganta.

Llegué a la puerta del baño. La manija estaba helada bajo mis dedos. Entré y eché el cerrojo. El click sonó como un disparo en la quietud.

—Ya estoy en el baño.

«Abre la ventana. Salta. Corre.»

Me acerqué. La ventana pequeña daba al jardín trasero. Encajé los dedos bajo la tranca oxidada y empujé. Cedió con un quejido metálico. La noche húmeda se coló de golpe.

«Date prisa.»

Apoyé las manos en el alféizar, lista para impulsarme. Y me detuve. Algo no cuadraba. La voz sonaba demasiado ansiosa. Demasiado insistente.

—¿Por qué me ayudas? —susurré.

Un silencio. Luego, un sonido que me heló la sangre: el crujido sordo y perfecto de la cuarta tabla del dormitorio, justo delante de la puerta. Alguien estaba ahí fuera. La voz tenía razón.

«Porque soy tú. Y sé lo que viene después.»

Entonces lo entendí. No era una advertencia. Era una trampa.

No me estaba diciendo cómo escapar. Me estaba diciendo qué haría para escapar.

Giré lentamente la cabeza hacia la rendija del baño. La oscuridad al otro lado no era uniforme. Una sombra más densa bloqueaba la línea de luz de la calle. Alguien aguardaba allí. Esperando. Sabiendo que yo me asomaría.

La voz en el teléfono, mi voz, volvió a susurrar, con la dulzura enfermiza de una nana:

«Ya no hay tiempo. Está aquí.»

Colgué. Dejé el teléfono en el suelo. No iba a huir. No por donde ella quería. Me senté en el borde de la bañera, con la vista fija en la puerta.

Entonces lo escuché: el crujido lento de la cuarta tabla. La sombra bajo la rendija se movió. El picaporte comenzó a girar, despacio, con un chirrido que me heló hasta los huesos.

Me puse en pie de un salto, clavando las uñas en la loza fría. La cerradura cedió con un chasquido seco. La puerta se abrió de golpe contra la pared.

Y allí estaba.

Yo misma. Pálida, desgreñada, con los mismos ojos abiertos de par en par… pero vacíos. Una copia exacta, respirando mi mismo aire, ocupando mi mismo espacio.

El teléfono vibró en el suelo, encendiendo la pantalla una última vez.

Llamada entrante: Elena Vásquez.

No tuve tiempo de contestar.

Aldo Rojas Padilla.

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