El vendedor de queso

El vendedor de queso

Ojo de Gato

06/09/2025

Arequipa en los 80 todavía no tenía centros comerciales gigantes ni luces de neón por todos lados. Era más bien una ciudad de volcanes atentos y calles con casas de sillar que te hacían sentir que todo tenía una historia escondida. Yo tenía 14 años, vivía en La Aurora y mis días olían a fútbol en la calle, con piedras como arcos y zapatillas gastadas.

En esa época, mi amigo Hugo era el mayor de la mancha. Tenía 18, que para mí era como si ya fuera todo un adulto. Su casa siempre olía a leche recién ordeñada, espesa, tibia. Con esa leche hacía quesos frescos, redondos y brillantes de humedad. Yo lo miraba como quien ve a un mago sacando conejos de un sombrero.

Una mañana cualquiera, lo encontré dándole forma a esos quesos. Yo, con la osadía propia de los 14, le solté:

—Yo te ayudo a vender.

No hubo contrato, ni apretón de manos, ni promesas. Solo metimos los quesos en una bolsa de rafia —esas que usaban las señoras para ir al mercado— y yo salí caminando rumbo al centro como si llevara un tesoro.

Mi destino era el Banco Internacional, en la calle Mercaderes, donde trabajaba mi madre. Alicia, con un metro y medio de estatura, siempre elegante detrás de su escritorio, rodeada de sellos, billetes y certificados de dólar. Cuando me vio aparecer con la bolsa, casi se desmaya.

—¿Qué haces con eso? —me dijo con cara de volcán a punto de erupcionar

—Vengo a vender quesos, mamá.

Al final, resignada, me dejó recorrer las oficinas. Y ahí me lancé: “Hola, tengo queso fresco, delicioso, recién hecho”. Al principio con voz temblorosa, dubitativa, después con más seguridad. Y la cosa funcionó: uno tras otro, los quesos fueron desapareciendo. En menos de una hora, la bolsa estaba vacía y mis bolsillos, llenos.

Volví donde Hugo caminando como pavo real, pecho erguido y orgulloso. Él no lo podía creer. Y desde ese día, durante dos semanas, mis vacaciones se convirtieron en una mezcla rara pero deliciosa: partidos de fútbol en la calle y ventas de queso en las oficinas de distintos bancos.

Con lo que ganaba me daba gustos que, para mí, eran lujos: sanguchitos con gaseosa en el “Delicias”, cassettes piratas de Soda o Los Prisioneros en el mercadillo Siglo XX, entradas al cine Portal para ver Indiana Jones o Terminator. Cada billete era como un pase a otra aventura.

Las secretarias del banco eran mis mejores clientas. Una me dijo un día:

—Gatito, este queso no es como el del mercado, tiene otro sabor.

Y yo, sin pensarlo, respondí:

—Será porque está hecho con amor.

Ni sabía qué era persuasión, pero algo ya iba aprendiendo. Y muchos años después, cuando leí a Og Mandino, entendí lo que había hecho sin darme cuenta: “Viviré este día como si fuese el último, y lo aprovecharé al máximo, porque el fracaso nunca me atrapará si mi determinación de triunfar es lo suficientemente poderosa.”

Mi madre, aunque al principio se mostraba algo avergonzaba, terminó aceptando la escena. Alguna vez me dijo en voz baja, medio seria y medio orgullosa:

—Bueno, al menos sé que trabajador vas a ser— mientras dibujaba una sonrisa amorosa en su rostro.

Con el tiempo entendí que ese episodio no fue cualquier cosa. Ahí aprendí lo básico: tocar puertas sin miedo, sonreír para abrir corazones y aceptar que el “no” es parte del juego. Sin darme cuenta, estaba empezando mi entrenamiento en ventas, ese que luego me acompañaría toda la vida.

Fueron solo quince días. Después vinieron otras distracciones: el fútbol, las fiestas, las tardes largas de colegio. Pero cuando pienso en Arequipa de los 80, no solo recuerdo el pan de tres puntas o los buses rugiendo humo. También me veo a mí mismo, con una bolsa de rafia colgada al hombro, la cara nerviosa de mi mamá y la sorpresa de Hugo.

El primer queso que vendí fue más que un simple queso fresco. Fue un pedazo de vida que, sin yo saberlo, estaba marcando mi camino.

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