Es difícil enjuiciarme a mí mismo, si lo que hice fue correcto o un error irremediable. Es muy complicado volver a pararme e intentar reconstruir al chico que arruiné. Duele profundamente saber que cometí un desacierto que costó caídas en muchos aspectos de mi vida.

No es para nada fácil darle la razón a los que me advirtieron, los que quisieron salvarme y no supe escuchar. Es hoy, con la cabeza cabizbaja, que llego a ellos buscando la protección que siempre esperaron que yo vuelva a solicitar. Nunca dudaron de mí, pero sí supieron que, si fallaba, ellos iban a estar. Me vieron ir, esperaron el proceso y, con los brazos abiertos, me atajaron en la caída. Caer y sentir el cuerpo caliente de la protección, en conjunto con el aroma a hogar. Mientras tanto, muchos me enjuiciarán, mi ego me perjudicará y mi mente batallará. Es ahí cuando me consulto y grito: ¿hasta dónde debe importarme la opinión de agentes externos? Creería que ninguna, pero al mismo tiempo lo externo llega a formar lo que pensamos de nosotros mismos. Creía ser uno, y cuando decidí serlo, tropecé de la manera más fuerte y dolorosa. No creo volver a hacerle caso a las personas que realmente desconocen mi vida y mis métodos.

¿Vieron cuando uno se sienta y piensa en todo lo que se podría haber evitado con tan poco, o con el mero hecho de no haber tomado tal decisión? Duele pensar en el pasado y todo lo que podríamos haber salteado, o que fácilmente no haya existido. Henos aquí ahora, escribiendo en este texto todo el desahogo, intentando dejar en estas palabras la memoria de lo que algún día habrá sido una simple pesadilla, hasta que un día se olvide. Porque ese tipo de sueños los olvidamos. ¿Podré olvidar meses de debilidad, angustia y confusión? No tengo una respuesta con mucha certeza ahora, pero sí sé que el sentimiento de angustia se ha ido. Me encuentro, de nuevo, con esperanza.

Poco se habla de lograr la paz luego de la tormenta; el simple hecho de volver a tener una aspiración o esperanza. Cuando la lluvia por dentro fue tan fuerte que los otros preguntaban si estabas bien, y uno respondía con un constante “Sí, estoy bien”, cuando ni vos mismo te creías esa mentira. Hasta mentir dolía. ¿Por qué no decir la verdad? ¿Por qué no gritar ayuda? ¿Por qué dejarse autodestruir? Consideraría que todo se resume a una cuestión de egos, y a creer que podía salir de esa situación completamente solo e ileso. Resultó ser todo lo opuesto. Aguanté hasta explotar, y busqué ayuda de rodillas, con los ojos llenos de lágrimas, implorando un nuevo comienzo, con el corazón partido y latiendo con un sonido hueco.

Es hermoso haber sido recibido por personas que, en vez de juzgarme, estiraron su brazo, me levantaron y rearmaron mi alma junto conmigo. Lograron que yo, poco a poco, vuelva a ser el mismo, y de eso estaré agradecido eternamente.

¿Y si no había nadie del otro lado?
Con alegría y los ojos llenos de felicidad, debo decir que me quedaré con la incertidumbre de esa respuesta.

Atte. 

Facundo Verardo D’Agostino.

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