Elías nunca fue un tipo especialmente observador. Vivía su vida en piloto automático, como casi todos, supongo. La casa, un armatoste de ladrillos viejos con un jardín desgarbado, había sido de sus padres, y antes de ellos, de los abuelos. Olía a polvo, a tiempo detenido, y a un secreto que Elías había sepultado con tanto ahínco que a veces casi creía que no existía. Casi.
La mancha apareció en el estudio, justo encima del viejo escritorio de roble donde solía pagar las facturas, o a veces, si el insomnio apretaba, simplemente se sentaba a mirar la pared, vacía, aburrida. Al principio, era solo una cosa pequeña, un borrón ocre en el papel tapiz de motivos florales descoloridos. Humedad, pensó Elías. La vieja tubería del baño de arriba, seguro.
La ignoró. ¿Para qué preocuparse por un poco de humedad en una casa que se caía a pedazos? Pero la mancha no se detuvo ahí. Pasó de ocre a un verde oscuro, casi negro, y empezó a expandirse. No en círculos, como lo hace el moho normal. No. Se estiraba, como si la estuviera dibujando una mano invisible. Una mano lenta, pero implacable.
Una tarde, mientras sorbía un café ya frío, Elías la vio. No era una mancha. Era una forma. Una forma que se retorcía, un patrón que le hizo un nudo en el estómago. Le recordó una cara. No, no una cara, no todavía. Más bien, los contornos de algo que quería ser una cara. Un perfil, quizás. Elías se levantó, se acercó, la miró de cerca, con la nariz casi tocando el papel. Olía a tierra húmeda, a sótano mohoso. Un olor que lo llevó, de golpe, a un lugar y un tiempo que había borrado a base de años y whisky. El olor a la tierra recién removida. El olor de…
Sacudió la cabeza, la imagen borrosa. Ridículo. Era solo moho, ¿verdad? Fue a la cocina, buscó un balde, jabón, un cepillo. Frotó con rabia. El papel tapiz se rasgó un poco, la pintura se corrió, pero la mancha… la mancha parecía absorber el agua, volviéndose más oscura, más definida. Como si el agua la alimentara. Elías se desplomó en la silla, tembloroso. No la había quitado. La había hecho más fuerte.
Las noches se volvieron una tortura. La mancha crecía a un ritmo imposible. Ya no era un perfil. Ahora eran dos ojos. Huecos, oscuros, pero innegablemente ojos. Y más abajo, una boca, fina y cruel. Una boca que parecía a punto de abrirse para… ¿qué? ¿Gritar? ¿Morder? Elías dormía menos, oía más. Pequeños rasguños dentro de la pared, un roce constante, como uñas arrastrándose sobre yeso. Y los susurros. Al principio, solo el viento. Luego, un murmullo apenas perceptible, como una conversación lejana, un eco de palabras que no podía comprender, pero que sentía dirigidas a él.
El terror se apoderó de él. Esa cara. Era ella. No era posible, no podía ser. Se negaba. Pero la mancha, implacable, le mostraba cada día un nuevo detalle. Un mechón de cabello oscuro que se deslizaba por la frente de yeso. La curva del cuello. La marca de un lunar.
Una mañana, se levantó con un sudor frío, el corazón martilleándole en las costillas. Había soñado con ella, con el sonido del golpe seco, con la tierra amontonada. Y al entrar al estudio, la mancha había cobrado vida. No se había expandido. Se había hundido. Los ojos estaban más profundos, la boca, una hendidura oscura, casi un túnel. Y el olor… el olor a tierra mojada, a sótano mohoso, era ahora insoportable. Era el olor de la tumba. Su tumba.
Elías corrió. Tomó un martillo del garaje. Había que acabar con eso. Tenía que hacerlo. Tenía que destruir la pared, destruirla a ella, de una vez por todas. Levantó el martillo, sus brazos temblaban, la imagen de la mancha distorsionándose ante sus ojos, riéndose, gritando, ahogándose.
El primer golpe fue un estruendo brutal. El yeso se quebró, el papel tapiz se desgarró, revelando los ladrillos antiguos debajo. Elías golpeó de nuevo, y de nuevo, con la fuerza de la desesperación. El polvo y los escombros volaron por el aire. La mancha, sin embargo, no desaparecía. Se hacía más vívida, más real. Y de pronto, un susurro, esta vez claro, inequívoco, salió de la pared, una voz que heló la sangre de Elías:
«Sabía que volverías por mí, Elías. Siempre vuelves».
Elías dejó caer el martillo. Sus ojos, fijos en el agujero que había hecho en la pared, se abrieron de par en par. No era una mancha de moho. No era una alucinación. A través del agujero que había abierto, del otro lado del ladrillo y la argamasa, el rostro de la mujer que había enterrado hacía veinte años lo observaba. No una mancha. No un recuerdo. Era ella, atrapada, intacta, mirándolo con esos ojos que ahora no eran de moho, sino de cristal. Y su sonrisa, fría y eterna, no era la de un fantasma, sino la de alguien que, por fin, podía respirar de nuevo.
Elías se llevó una mano al pecho. El pinchazo que sintió no era en el corazón. Era en la espalda. Justo en el lugar donde el sauce del jardín había empezado a crecer, hace veinte años, alimentado por una tierra removida con un propósito muy oscuro. Y a medida que la mujer en la pared sonreía, la mancha en su propio pecho, oculta bajo la camisa, se hizo más oscura, más definida. Elías no había estado viendo una mancha en la pared. Había estado viendo un reflejo, la marca de su propio castigo, que por fin, veinte años después, florecía desde dentro. Y ahora, él era la mancha.
Aldo Rojas Padilla
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