Los viejos jugaban ajedrez cada tarde en la terraza más alta del barrio. Don Rómulo, con su bastón de cerezo apoyado en la silla, y el profesor Salinas, ajustándose los lentes empañados por el calor. El tablero era de madera clara, las piezas desgastadas como huesos de fruta, cada una con la impronta de mil batallas silenciosas.
Empezó un martes. El aire era denso, como si una tormenta invisible se gestara. El alfil negro avanzó dos casillas sin que nadie lo tocara, deslizándose con una fluidez inquietante. Don Rómulo palideció, el eco de esa mañana resonando en sus oídos: el panadero de la esquina, el de la sonrisa perpetua y las manos enharinadas, había desaparecido sin dejar rastro.
—Moviste mal —dijo Salinas, su voz apenas un murmullo, pero su mano tembló al tomar el peón blanco, como si el mármol de la plaza se hubiera vuelto quebradizo bajo sus dedos.
Al día siguiente, el sol era un ojo insidioso. La reina blanca protegió al caballo con un movimiento tan preciso que heló la sangre. Abajo, en la calle, la viuda Mendoza, envuelta en su eterno chal de luto, escondió a un muchacho con camisa rasgada que olía a pólvora y a miedo viejo. Las piezas en el tablero crujían, un sonido tenue y persistente, como insectos bajo una lámpara a punto de estallar.
—No somos nosotros —susurró Rómulo, casi para sí mismo, cuando un peón cayó al suelo con un tintineo que pareció reverberar en el tiempo. En ese instante exacto, el hijo del zapatero gritó tres calles abajo, un alarido agudo que cortó el aire como un cuchillo.
El viernes, el tablero era un campo minado, cada casilla una trampa a punto de activarse. Cada jaque coincidía con un disparo lejano, una punzada en el corazón del barrio; cada enroque, con una puerta cerrada a las tres de la madrugada, un cerrojo que sellaba destinos. Salinas, desesperado, quiso barrer las piezas con su pañuelo sudado, un gesto inútil contra la marea que se les venía encima.
—¿Jugamos o nos juegan? —preguntó Rómulo, su voz áspera, como si el viento le hubiera robado las palabras. Los ojos del profesor, detrás de los lentes empañados, eran dos pozos de incertidumbre.
La reina negra giró lentamente hacia ellos, sin prisa, como si el tiempo fuera un concepto ajeno a su voluntad. Su corona de ébano brilló bajo el sol poniente, una promesa oscura.
—Ustedes también están en el tablero —dijo, sin mover los labios, una voz que no era voz, sino una reverberación en el tuétano.
En la calle, las sombras crecían cuadrícula a cuadrícula, engullendo los callejones, los balcones, las vidas. Y en la azotea del mundo, los dos viejos, inmóviles, sintieron el frío del marfil ajeno.
Aldo Rojas Padilla
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