“Renuncie usted a todo y sea feliz”, decía el panfleto que vi tirado aquella tarde, mientras salía de trabajar de la oficina donde realizaba tareas que parecían urgentes y que a mí me parecían irrelevantes, fingiendo que todo eso me importaba.
Por eso el mensaje caló hondo: “Renuncie usted a todo y sea feliz” ¿cómo interpretan ustedes eso? para mí era claro, el Universo me estaba regalando un pase para buscar mi felicidad fuera de esa rutina odiosa. La palabra “felicidad” siempre me pone optimista, me llena de esperanza, y al parecer en este caso la clave era “renunciar” así que yo renuncié a mi trabajo.
Al día siguiente redacté la carta y se la entregué a mi jefa con actitud empoderada, por fin me sentía liberada del sistema opresor, ese que se comía seis días de mi semana y a cambio me ofrecía un mísero día para descansar y volver a exprimirme la semana próxima.
Salí de ese lugar triunfante y extasiada, aunque el éxtasis tampoco es una emoción tan sabia como se piensa, porque nos lleva a cometer estupideces, pero en aquel entonces yo no lo sabía, no me juzguen.
Y no, no fui feliz, porque llegando a casa me encontré con el vacío, viendo cómo mi tiempo libre paseaba delante de mí como río sin rumbo, sin saber qué hacer con eso; tan ingenua, pensé que solo era cosa de ganarle al sistema, que renunciando al trabajo lo había logrado, pero claramente algo había fallado, la felicidad aún no tocaba a la puerta, me sentía más bien idiota.
Al paso de los días probé con más renuncias: renuncié a nuevos trabajos, al amor, a los placeres, a los amigos, a la familia, pero la felicidad seguía sin llegar a la cita. Me sentaba en el mismo sillón cada tarde, demacrada y ojerosa, porque había renunciado hasta a comer, me había convertido en una falsa renunciante, deprimida y ansiosa, ¿qué había fallado?
Caí en duermevela, con una taza de café ya frío en la mano, y fui escuchando los consejos de mis guías que, desesperados, decidieron poner el altavoz directo en mi oído y me hablaron: al parecer la renuncia no era al trabajo, al novio ni a mis gustos culposos. Mi error fue haber interpretado aquel panfleto de manera precipitada e irracional, viendo sólo lo que yo quería ver.
Renunciar no consistía en ganarle al sistema soltando mi trabajo o mis gustos, se trataba de renunciar al apego enfermizo que sentía por tantas cosas, incluidas entre ellas mis propias convicciones, aquellas creencias con las que crecí, las que maduraron conmigo y que por años me parecieron tan ciertas. El error fue haberme sentado en aquel sillón a esperar que la felicidad tocara la puerta, pensar que sería una visita que venía de lejos, como una gran nube en forma de ubre que vendría a alimentarme, a revivirme de nuevo. La espera es el error, el creer en una mente viciada por los años de enseñanzas distorsionadas y repetitivas es el error.
Entonces no funciona así, se puede renunciar a todo, incluso podría vivir encuerada en medio del bosque, pero, si llevo una mente imprudente como compañera de viaje, ella se encargará de joderme la existencia, aunque viva en la más absoluta precariedad.
Mi gran engaño consistió en creer que, renunciando a los caprichos de un sistema que me obligaba a hacer cosas que no me gustan, alcanzaría la felicidad, pero eso era solo una estrategia que usé para dar paso a mis propios caprichos, es decir, pasé del capricho masivo (trabajar) al capricho individual (no hacerlo), tan solo me pasé de una jaula a otra, no me liberé.
Al parecer la mente es así, nos presenta escenarios que parecen tangibles y creíbles, y no son más que un refrito de experiencias anteriores, estamos condenados a la repetición inercial si no ponemos atención, si no sometemos a duda nuestras propias convicciones, si no escuchamos con humildad a los maestros que van delante sembrando flores, a esos que saben que la felicidad la traes adentro, tan solo falta que presiones el botón adecuado.
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