El Último Otoño

El Último Otoño

Mariela

26/06/2025

El cielo gris se extendía implacable sobre el pequeño pueblo de Aldersbrook, como una pesada manta de lana sucia que sofocaba toda esperanza. El señor Hamlin observaba desde la ventana de su cabaña cómo el viento agitaba los árboles desnudos, arrancando las últimas hojas amarillentas que aún se aferraban, desesperadas, a las ramas. Era el tercer otoño desde que la peste había llegado, y con cada estación el pueblo se vaciaba un poco más.

—¡Padre! —La voz de Adelaide, su hija de ocho años, lo sacó de sus pensamientos.

Era la única que le quedaba. Su esposa, Martha, había sucumbido durante el verano, y sus dos hijos mayores el invierno anterior.

—¿Qué sucede, pequeña?

—El pan está listo —anunció la niña con una sonrisa que iluminaba su rostro pálido y delgado.

El señor Hamlin se acercó al fogón. Allí, sobre una piedra caliente, humeaba un pequeño pan redondo. Era oscuro y tosco, hecho con la última harina que les quedaba, mezclada con corteza de árbol molida. No alcanzaría para más de un día, pero su aroma le traía recuerdos de otros tiempos, cuando el granero rebosaba y la mesa se llenaba de risas.

—Has hecho un trabajo excelente —dijo, pasando una mano callosa por el cabello de la niña—. Tu madre estaría orgullosa.

El rostro de Adelaide se ensombreció un instante, pero asintió con una madurez que no correspondía a su edad. Había crecido demasiado rápido, como todos los niños que sobrevivían en aquellos días.

Mientras comían, escucharon el tañido del campanario. No era el sonido regular que marcaba las horas, sino un toque lento y solemne: otro muerto. El señor Hamlin cerró los ojos. ¿Quién sería esta vez? Quedaban tan pocos…

—¿Podemos ir al bosque hoy, padre? —preguntó Adelaide, limpiándose las migas—. El hermano Thomas dice que todavía pueden encontrarse frutos rojos en los claros más soleados.

El señor Hamlin dudó. El bosque era peligroso: lobos hambrientos, bandidos desesperados y la amenaza constante de toparse con forasteros infectados. Pero la alternativa era el hambre segura.

—Iremos juntos —decidió al fin.

El bosque recibía los últimos rayos de sol del año. Entre los árboles centenarios, el aire se sentía más ligero, menos cargado que en el pueblo, donde el miedo y la enfermedad lo impregnaban todo. Adelaide iba delante, con una pequeña cesta de mimbre, deteniéndose a veces para señalar una seta o una planta.

Siguieron el curso de un arroyo hasta llegar a un claro. El sol iluminaba el centro, donde milagrosamente crecían algunas moras tardías entre arbustos espinosos. Adelaide corrió hacia ellas con una exclamación de alegría que el señor Hamlin no había escuchado en meses.

Mientras la niña recogía las bayas con cuidado de no pincharse, el señor Hamlin levantó la vista al cielo. Se acercaba el invierno, quizás el más duro que enfrentarían. Las reservas del pueblo estaban casi agotadas, y hacía tiempo que ningún comerciante se atrevía a entrar en la región. Muchos habían huido hacia el norte, buscando tierras menos castigadas por la peste.

—¡Padre, mira! —exclamó Adelaide, señalando algo al otro lado del claro.

Entre los árboles, medio oculta por el musgo y las enredaderas, se alzaba una pequeña estructura de piedra.

—Es una antigua capilla —dijo el señor Hamlin, acercándose—. Antes de que construyeran la gran iglesia del pueblo. Mi abuelo contaba que en tiempos muy antiguos, la gente venía aquí a rezar.

La puerta de madera estaba podrida y cedió con facilidad. El interior era pequeño y oscuro, pero sorprendentemente intacto. Al fondo, un altar de piedra permanecía en pie, y sobre él, un crucifijo tallado en madera resistía el paso del tiempo. La luz entraba por un agujero en el techo, iluminando el suelo de piedra, donde pequeñas flores silvestres crecían entre las grietas.

—Es hermoso —susurró Adelaide, entrando con reverencia.

El señor Hamlin sintió algo extraño mientras la observaba acercarse al altar. No era felicidad, pero sí una paz que no había sentido en mucho tiempo.

Se sentaron juntos en un viejo banco de madera. El silencio del lugar contrastaba con los constantes lamentos y rezos desesperados que llenaban la iglesia del pueblo. Aquí, solo se escuchaba el viento entre los árboles y el canto ocasional de un pájaro rezagado.

—Padre —dijo Adelaide tras un largo silencio—, ¿crees que algún día se acabará? La enfermedad, el hambre…

El señor Hamlin contempló el crucifijo bañado por la luz del atardecer. Quiso mentirle, ofrecerle esperanza, pero algo en la serenidad del lugar se lo impidió.

—Todo tiene un final, pequeña. Incluso los tiempos más oscuros.

—¿Y entonces qué pasará?

El señor Hamlin la abrazó, sintiendo su pequeño cuerpo cálido contra el suyo.

—Entonces, los que queden tendrán que recordar… y reconstruir. Como las flores que crecen entre estas piedras viejas.

Adelaide asintió, satisfecha. Sacó algunas moras de su cesta y las ofreció a su padre. Eran pequeñas y ácidas, pero al probarlas, el sabor le explotó en la boca como un recordatorio: la vida, a pesar de todo, persistía.

Cuando el sol comenzó a ponerse, se dispusieron a marcharse. Antes de salir, el señor Hamlin notó un pequeño brote verde creciendo junto al altar, empujando entre las piedras hacia la luz. No sabía qué planta era, pero su tenacidad le arrancó una sonrisa.

—Volveremos mañana —prometió a Adelaide mientras caminaban de regreso al pueblo—. Traeremos agua para las flores.

La niña tomó su mano. En el horizonte, las primeras estrellas comenzaban a asomar sobre el campanario. El tañido fúrebre había cesado, al menos por ahora. Y aunque el viento frío anunciaba el invierno, el señor Hamlin sentía un calor en el pecho que había olvidado que existía.

El camino hacia el pueblo nunca le había parecido tan largo ni tan corto a la vez. Cada paso los acercaba a su realidad de pérdidas y privaciones, pero también llevaban consigo algo nuevo: no esperanza exactamente, sino una certeza tranquila. La certeza de que, incluso en los momentos más oscuros, hay pequeños destellos de luz que pueden guardarse en el corazón.

«En los tiempos más sombríos, no son los fuertes los que sobreviven, sino los que saben dónde aún crece una mora.»
          -Crónica Anónima, 1350.

Resumen histórico sobre la Peste Negra

La Peste Negra fue una de las pandemias más devastadoras de la historia humana. Se trató de una forma particularmente letal de peste bubónica, causada por la bacteria Yersinia pestis, transmitida principalmente a través de las pulgas que infestaban a las ratas negras, comunes en barcos, ciudades y campos medievales.

La pandemia comenzó en Asia Central, probablemente en las estepas de Mongolia, y se extendió hacia el oeste por las rutas comerciales, especialmente la Ruta de la Seda. Llegó a Europa en 1347, cuando barcos genoveses que huían de un brote en Crimea arribaron al puerto de Messina, en Sicilia. Desde allí, la enfermedad se propagó rápidamente por toda Europa gracias al comercio marítimo y terrestre.

En tan solo unos años, la Peste Negra afectó a la mayor parte del continente europeo, incluyendo Italia, Francia, Inglaterra, España, Alemania, Escandinavia y Rusia, entre otras regiones. También alcanzó el norte de África y partes del Medio Oriente.

Entre 1347 y 1351, se estima que murieron entre 75 y 200 millones de personas en Eurasia, con una pérdida demográfica en Europa de hasta el 60% en algunas zonas. Las ciudades más densamente pobladas fueron las más golpeadas, pero el campo también sufrió enormemente.

El impacto fue profundo: transformó la economía feudal, cambió prácticas religiosas, sociales y médicas, y dejó una huella psicológica duradera en la cultura europea.

—Mariela

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