La mirada del conversador

La mirada del conversador

Eduardo Gonzales

22/06/2025

“Cree que si un hombre se arrepiente del daño que ha hecho, ¿puede volver a la época más feliz de su vida y revivir eternamente? ¿Podría ser así el cielo?

Llegaba la sequía del séptimo vaso cuando iba abriendo agonía mi pieza favorita. Lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Que profunda manera de inmortalizar una canción de título mortal, pensaba vagamente mientras mis ojos reflejaron el color del cielo. Con manchitas anaranjadas el cielo tan dulce de miel parecía pedir perdón por los agravios de ayer. Ya no lo veía pasar por ésta su “cabaña” favorita. Desdichados se ven los hombres buscando respuestas y creo que ya me respondieron lo obligado a cuestionar.

Era un 14 de abril cuando entró por primera vez en la cantina. Sus ojos reflejaban una mezcla de dudas y desesperación tenue. Al verme, entiendo notaba en mi rostro la arrugada apariencia de la experiencia. Me miró fijamente, como si anduviera buscando una respuesta a esa pregunta que no podía formular con palabras. Sin embargo, dejé de lado ese prejuicio hacía un cliente curioso y viéndome también recordé que mi negocio no sobrevive a base de pensar o chismear prejuicios.

”¿Te puedo ayudar en algo, amigo?”, le dije; en un tono tan amigable como para tratarse de mi. Lo analizaba mientras iba puliendo el brilloso cristal de los vasos. El joven me miró a los ojos, y noté cómo su mirada cambiaba mientras sus palabras se reformulaban otra vez.

”La verdad es que quisiera saber…”, dijo mientras empezaba a tartamudear lentamente. Tenía un rostro muy serio, sin emociones visibles a pesar de que su voz resquebrajaba su temple. No tenía más de 20 años el muchacho, tímido como si con esa cara sin expresión quisiera que yo, alguien que probablemente ya conocía algo de vida y un par de muertes, le diera pie a su duda interna pero claramente no sabía nada y solo era un muchacho más, pero tenía algo que me hacía pensar. ”Tranquilo, que no te espanten todos los viejos que vienen a beberse de a sorbos esas cervecitas”, empecé a soltar el diálogo para fidelizar a quien tal vez podría ser mi nuevo cliente.

”Quisiera un consejo”, terminó por decirme y aun mantenía esa voz temblorosa. Y vaya día de mierda, no me podía faltar más en esta pequeñita cantina como para que en medio de la atención a las personas desdichadas de modo visible, y no tan visible, ahora viene a mí un muchacho con problemas personales, problemas que quiere conversar conmigo cuando nadie se ha atrevido a hablarme, porque aquí todos traen consigo ya a sus pañuelos de lágrimas. ¿Qué problemas puedes traer un muchachito de 20 años? Guárdame, Dios.

“¿No prefieres mejor un trago, muchacho?, me ha llegado un macerado que podrías probar mientras piensas tus..”, me detuve lentamente mientras iba sirviendo al vaso porque seguramente nadie podría detenerme luego de meter la pata, porque nadie ha podido hacerlo.

“Un consejo para beber es todo lo que puedo llevarme esta noche”, terminó de soltar un suspiro tenso y tomó el vaso después de verlo extendido. Me quería reír pero no podía, era curiosa la forma en la que un niño entra a esta cantina vieja, de la cual solo me sé un par de secretos creo yo. Aquí entre tanta gente ebria y yo, claramente bajo mi propia ética no puedo desahogar mis penas en el líquido que tantas veces voy dando como consuelo a cambio de unas monedas en mi negocio, ese es mi negocio. Sería quizás la fría noche la cual abrió su sed pero terminó inmediatamente el combinado y se le veía realmente jodido. No quise afianzar esa pena así que le invité algo más agradable, pude observar así el cambio de actitud a una más calmada. Se sentó en las banquetas que rodean mi espacio y sacó un cuadro, uno muy chiquito que parecía una estampita. Cuidadosamente lo colocó al frente de su desdichada presencia y la mía también, ahogó a propósito dos sorbos más mientras empezaba a perder su concentración. Me comentó brevemente que el cielo estuvo de un color celeste, como las orquídeas celestes, no siempre puedo ver esas cosas.

“Por favor sírvame un poco más, luego quisiera hacer las cuentas.”, me dijo mientras empezaba a usar una pequeña bocina, puso unas cancioncitas lentas, muy lentas y parecía no importarle que el lugar se ambientaba siempre de canciones más deprimentes y unos boleros hermosos en un volumen difícil de ignorar. Empezó a hablar de la mañana de nuevo pero extrañamente ahora molesto, mencionando detalladamente del cielo, el cual tenia un aspecto poco lisonjero, era indiferente, era un azul de mar bravo y definitivamente no le gustó. Pasaron dos meses, el negocio iba redondo aunque sinceramente siempre lo ha sido, nunca faltan los clientes y nunca me faltó este muchacho deprimido. Entró muy decidido en esa ocasión, le pregunté lo de siempre e inmediatamente asintió. Al parecer el día estuvo fascinante, un color anaranjado con fuego dragón, manchitas blancas hermosas. Esta vez se embriagó tan rápido que botó su cuadrito, ese que tanta curiosidad me daba echar un ojo pero que no quería ser lo suficiente metete para entrar en conversaciones acerca de él.

Se aferró a la mesa rápidamente, soltó un llanto tan profundo como rápido y finalmente, después de tantas noches de copas y mal sueño, él mismo me acercó aquel cuadrito. Mi mirada se mantenía curiosa, estuve atento en todo momento esperando el comentario que me haría comprender el dolor de las noches fúnebres. Mientras sentía mis ojos incrédulos de apuntar al dichoso objeto, mi mirada se mantenía ajena, apuntando al techo y pude notar las telarañas viscosas de mi espacio de trabajo. Estas parecían mantenerse en un ecosistema creado en base a la poca paciencia para la limpieza. Estuve ajeno por segundos fugaces; no pude mantenerme mucho tiempo así. La tentación era tan fuerte como accesible en ese momento.

Finalmente, mis ojos se enfocaron de nuevo en el cuadrito. Era una muchachita de cabello rizado, realmente una foto muy seria, casi como si hubiera sido planeada en un vasto espacio floreado bajo un cielo de color anaranjado. La foto ya había sido mojada varias veces, se notaba por la carcomida apariencia de los bordes. Tenía la edad del joven a simple vista, y estuve francamente muy decepcionado. Mi curiosidad tenía unas ansias de ver algún rostro más longevo, quizás el de un padre o su propia madre. Los extraño tanto en cada día y esto es lo único que me queda de ellos, solo estampas.

Iván, al notar mi desconcierto, dejó escapar un suspiro profundo y comenzó a hablar con una voz tan quebrada como alcohólica, revelando el contexto detrás de aquella joven del cuadrito desgastado que tantas veces traía consigo.

Me contó que la muchachita de la foto era su hermana menor, quien había fallecido trágicamente unos años atrás. La tristeza en sus ojos era palpable, y comprendí que ese cuadro no era solo una foto; era un símbolo de la culpa que cargaba por no haber podido protegerla. Siendo éste quien no estuvo presente el día del incendio en Tomas Valle. Incluso ese día tuve miedo y pavor de que pueda llegar a mi cantina pero extrañamente se iba reduciendo a pesar de la tardía intervención del cuerpo de bomberos. Sólo el recordar que una familia entera perdió la vida en estas circunstancias me hacía la piel de gallina y vagamente empecé a oír lo que temía, era su familia.

Mientras me relataba su historia, mi mente divagaba entre fragmentos de mis conversaciones pasadas, con mis padres, el viejito Jesús, conmigo mismo y el sonido tenue de la música de fondo me despejó del lugar. Sentí una mezcla de empatía y pena por él, cuya vida parecía haber sido marcada por la tragedia desde una edad muy temprana. Yo lo sabía, puesto que claramente siempre pude ver el año de la foto en el espaldar. Me quedé pensando aquella madrugada en cómo, muchas veces, la vida nos golpea y deja una cicatriz perpetua. No existen plaquetas en el alma todavía y no pensé en ningún momento dejar pasar esta ocasión.

Volví a fijar mi atención en él, tratando de ofrecerle algún consuelo a través de mis palabras. “La vida puede ser increíblemente injusta,” le dije sin tanto ánimo, “pero el hecho de que sigas adelante, a pesar de todo, habla de tu fuerza y de tu capacidad para enfrentar el dolor, mírate Iván.” Él asintió lentamente, agradecido ingenuamente por mis palabras, aunque sabía que no podían aliviar completamente ese sufrimiento. Necesitaba hacer algo, necesitaba sentirme vivo haciendo algo por este chico. No sabía, quizás aún no sé que pude haber hecho.

Esta mañana el cielo está pálido, se enmudece siempre pasadas las doce. El cartero pasó nuevamente dejando los paquetes del dia. Al parecer ya se habian acabado las marchas en contra del nuevo candidato presidencial. Los clientes: Mario, Miguel y tantos nombres que siempre olvido, ya iban entrando a la cabaña. Me saludaron sin hacer tanto ruido y se fueron sentando al rededor agarrando con seguridad las botellas del frigorífico, finalmente había llegado la hora del almuerzo y aún estaban quejándose de los fuertes ruidos que se logran percibir en el bar. Llegué al octavo vaso, iba limpiando mi bigote para quitar los restos de la pasta del almuerzo. El parlante de la taberna ya seguía el mismo bolero de las tardes, se había acabado mi turno de descanso, este bar no era más mío. Y así cesó el ruido de las aves y sobre todo, cesó el ruido del avión que se llevó a Iván.

No recuerdo que pasó ayer, no sé por qué volví a retomar el viejo vicio heredado, me siento en una cama y no puedo abrir los ojos para poder verlo. No hay nadie aquí, quizás es así como debería ser. Mi vista se fue por completo y siento unas ligeras heridas en los brazos, heridas punzantes. Me van colocando algo por las fosas nasales. No debí interferir una vez más, desearía que alguien pudiera verme ahora, al menos para reírse de mi. Quizás pronto llegue aquí, aquel muchacho de quien nunca supe el apellido pero sí su herida, quizás me quedé con su fascinación por admirar el cielo y ahora sé que veré el cielo de los colores más hermosos sobre la faz de la tierra.

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