EL TREN
«El cielo es un precipicio…»
E. A. Imbert. El leve Pedro
Convenientemente, el camino más directo entre dos estaciones de tren son las vías (qué gran avance para la ingeniería ferroviaria fue la invención de la línea recta, sin la cual llegaríamos siempre tarde). Por lo general, la separación entre estos puntos es bastante corta y en las zonas urbanas se recorre, tal vez, en diez minutos, en doce, en cinco o, bueno, algo así. Sin embargo y aunque a casi nadie le importa, la duración de un viaje es simplemente una falsedad o por lo menos un problema de percepción en el que suelen caer. Unos pueden leer cuando otros sólo llegan a mirar unos momentos la nada; unos solamente alcanzan a escuchar dos canciones en el mismo tiempo que otros, ahí nomás, a dos asientos, deciden algo importante o tienen alguna conversación que los puede llevar a una discusión o incluso a una decisión que termine siendo virtuosa o trágica.
Algunos, durante un simple viaje, durante un tramo de él, sólo esperan pasivamente el momento de la llegada y hasta se dan el lujo de aburrirse mientras a otros se les desata una tempestad y tienen que liberar, de pronto, auténticas guerras que no se ven. Digamos, para un alma despreocupada como soy yo, que no tengo apuro porque no sé dónde me tocará ir y no me interesa, la distancia entre Berazategui y Quilmes se desanda rápidamente. En cambio, para Emiliano, el mismo viaje, ayer se hizo eterno. Volvía él del negocio y pasó por lo de Gabriel, su psicólogo. Había sido esa una sesión movilizadora, con un reflote de los recuerdos de su padre borracho, con un brote de ira por una injusticia sufrida hace décadas, con un poco de llanto, una repetitiva puteada y alguna confesión más. Ya de regreso, caminó hasta la estación y justo antes de que la titánica maquinaria arrancara, subió.
Por estos tiempos los viajes todavía son complicados; no sé en qué época estarán leyendo esta historia pero, al ritmo al que va la tecnología, seguramente el transporte público ya será rápido, seguro y muy confortable; en otras palabras, perfecto. Sin duda, se sorprenderán y les dará risa al saber que en este tiempo aún no es así. Por la cantidad de gente que había esta vez, Emiliano quedó cerca de la puerta abierta. “Mejor, así voy tomando aire, mirando el paisaje”. Le gustaba ver pasar casitas por la ventana, así que seguramente le gustaría aún más mirarlas con la puerta abierta y recibiendo el viento.
El tren empezó a acelerar y las casitas pasaron cada vez más veloces. Entonces, Emiliano sintió que su garganta se saturó con un aire que no podía escupir. Sus pulmones solamente se inflaron y no sabía cómo exhalar. Como si hubiera olvidado de pronto cómo es que se respira. Un ataque de pánico inesperado había empezado. La velocidad del tren ya no le parecía normal sino que sentía desvanecerse y desintegrarse en el vértigo, como si fuera consumido, como si no estuviera quedando nada de él. Sin poder respirar y siendo atrapado por una aceleración interestelar, también empezó a parecerle que se iba por la puerta abierta del tren. Se agarró, se aferró, apretó los dedos lo más fuerte posible en la poca hendija de que podía sujetarse y trató de no mirar el abismo. Intentaba pensar en otra cosa, pero la angustia lo sacudía con latigazos que no se podían disimular. Una aspiradora sideral lo absorbía y trataba de llevárselo al infinito.
Pronto, también sintió que la puerta, boca abierta de una muerte bestial, era más grande que el mismo tren. Bajo sus pies había más abismo que mundo, más vacío que cosa firme; alrededor ya no quedaba nada que no fuera la misma nada y el terror al no ser. Dicen los psicólogos que para el hombre es imposible representarse a sí mismo muerto; “uno no puede pensarse a sí mismo ausente y eso provoca terror”. Su cara lucía el espanto de una “llorona”, pero nadie lo notaba porque todos iban mirando la nada o escuchando canciones o simplemente esperando llegar. Entonces, un extraño pareció darse cuenta pero sólo miró y no intervino. Hizo bien; que se produjera un vergonzoso escándalo alrededor de Emiliano, en nada lo hubiera ayudado. A esta altura, las falanges de la mano izquierda estaban casi desencajándose por la fuerza brutal con que apretaba el fierro para no irse por el agujero, para no ser chupado por la fuerza irrefrenable de la puerta abierta. Emiliano sentía que si hablaba o si se movía, si pedía ayuda o gritaba, se moría instantáneamente; así de simple, por eso era necesario resolver aquello en la máxima soledad. Tenía que mantenerse parado lo más firme posible porque hasta el más mínimo movimiento, por insoportable e incómoda que fuera su posición, lo hubiera hecho resbalar y caerse del tren. Eso sentía, pero todo era cada vez más difícil porque comenzaba ya a resbalarse con su propia sudoración, mientras el corazón golpeaba muy fuerte, con desatada violencia, como golpea las puertas la mano huesuda de la sorpresiva, de la imparable muerte, así, con sacudidas que se mezclaban con los golpes de la marcha del tren, mientras su brazo ya temblaba por el esfuerzo descomunal. Así transcurrieron cinco minutos, o diez, o doce, o 15 años, o algún lapso extraterrenal suspendido fuera del tiempo. No lo podemos saber. La muerte estaba ahí, delante suyo, ¡estaba ahí, la madre que lo parió! Pero, como quien llega al límite de una pesadilla y despierta, llegó también al momento en que, gradualmente, pudo lentamente volver a exhalar. Era un hecho: la vieja máquina diésel se estaba desacelerando, permitiéndole a Emiliano recuperarse, volver a su cuerpo, reencontrarse consigo mismo. Dolorida, la mano rígida se despegó del fierro y Emiliano vio pasar, ya más calmo, el cartel que anunciaba el arribo a la estación Ezpeleta. Ya faltaba menos; la mitad del viaje. Emiliano había ganado, había resistido esta nueva batalla.
¿Le esperaba otro arranque de pánico antes de Quilmes? No lo sabía. Sólo se reconocía debilitado y fortalecido también, porque acababa de resistir.
Había dado un paso más en esa batalla y en el resbaloso camino hacia, un día, finalmente, poder ganar su guerra secreta. En cuanto a mí, no voy a decirles quién soy porque no les corresponde conocer ni mi nombre, ni nada. Pero sepan que siempre acompaño a Emiliano a cada lugar donde va y, si se hubiera caído del tren, yo también me hubiera lanzado tras él. Y también sepan que, justo en este mismo momento, hay alguien igual a mí al lado suyo.

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El tren forma parte de La Ciudad de las Negras Ovejas y otros relatos (2016)
@sebas.autor
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