La humanidad estaba al borde de un salto que desafiaba la historia. En los laboratorios orbitales de Nanterra, suspendidos en la órbita baja de la Tierra, un grupo de científicos había dado con una tecnología capaz de manipular la materia a nivel molecular. Con ello se podía obtener proteínas de calidad sin matar un animal o cultivarlo en la tierra, lo cual significaba un descanso a la agotada tierra, órganos para trasplantes impresos al instante sin posibilidad de rechazo por parte del huésped, atmósferas autorregenerativas. Por primera vez, parecía que las grandes heridas de la humanidad podían cicatrizarse.

Pero con todo gran descubrimiento, surge una sombra.

La primera señal fue una anomalía lumínica cerca de la luna de Titán. Luego, un mensaje cifrado en todos los idiomas conocidos —y algunos dejaron de hablarse en siglos o milenios— apareció en las redes globales. Decía simplemente: “El ciclo se repite. Nos veremos pronto”.

En las instalaciones de Nanterra, Helen Rúrik, líder del Proyecto Vértice, revisaba simulaciones cuando el cielo cambió. Una figura descendió desde una nave silenciosa como un suspiro. Tenía la forma de un ser humano, aunque sus ojos reflejaban las estrellas.

Su nombre era Klaat.

—“Hemos visto esto antes” —dijo Klaat—. “Civilizaciones llegan a este umbral. Algunas prosperan. Muchas desaparecen”.

Klaat pertenecía a la Federación de los 48, una coalición de razas avanzadas que velaban por el equilibrio en el cosmos. Su misión no era interferir, sino advertir. Era una especie de heraldo o evangelista de algo superior. Mostraba registros de mundos borrados, civilizaciones donde la materia se había rebelado contra sus creadores, donde los átomos se negaban a sostener la forma que se les imponía.

—“La manipulación molecular sin control” —explicó— “es como ofrecer fuego a un niño que nunca sintió frío”.

Helen no era ingenua. Pero tampoco era una tonta temerosa. Había dedicado su vida a este tipo de tecnología porque, desde pequeña, había visto morir a su hermana por una enfermedad que ahora, con una sola programación de moléculas y ADN, podía curarse.

Mientras Klaat hablaba, las noticias hervían en la Tierra. Algunos gobiernos llamaban a la calma. Otros acusaban al visitante de amenazar con la guerra. Las calles se llenaban de manifestantes: unos con pancartas de bienvenida, otros pidiendo que se declarara la guerra y algunos más religiosos anunciando el fin de los tiempos.

En una conversación privada, Klaat le preguntó a Helen:

—“¿Qué harías tú si supieras que puedes salvar a millones, pero tal vez condenar a miles de millones más en otro lugar del cosmos?”.

Helen no respondió.

Klaat explicó que cada planeta con potencial para alterar la materia a voluntad era observado por la Federación. Aquellos que lograban integrar esa capacidad de forma armónica, entraban en una red diplomática y científica: el Club 48.

—“No es un club elitista o de baile” —sonrió Klaat por primera vez—. “Pero me gusta llamarlo así. Un símbolo de que se puede avanzar sin romper”.

Esa noche, Helen escribió en su diario: “Siempre quise entrar en el exclusivo Club 48”.

No por prestigio. Sino por lo que significaba: una validación de que la humanidad, por una vez, había hecho lo correcto.

Pero no todos estaban de acuerdo. En las profundidades de los satélites solares, un grupo radical autodenominado “El Límite”
consideraba a Klaat como una amenaza alienígena y a la tecnología molecular como el fin de la libertad humana. Su líder, Mikhail Arenas, había sido uno de los primeros colaboradores de Helen, antes de ser expulsado por sabotaje ético. Arenas creía que la humanidad debía encontrar su camino sin atajos cósmicos. Reunió un pequeño ejército de técnicos, hackers y desertores, y planeó un ataque al Núcleo de Distribución de Nanterra: si lo destruían, la humanidad volvería al punto de inicio. Helen fue advertida por un mensaje anónimo. Pero era demasiado tarde para evitar la infiltración, pero quizás no para impedir el desastre.

Klaat, Helen y su equipo intentaron cerrar los canales de energía. Pero Arenas ya estaba dentro. Frente a los estabilizadores del núcleo, se encontró con Helen por última vez.

—“Esto no es miedo, Helen. Es supervivencia”, dijo, activando el protocolo de sobrecarga.

—“¿Y qué pasa con la gente que ya se cura gracias a esto? ¿Qué pasa con los niños nacidos con dificultades respiratorias?”.

—¡Sabes que no es natural, Helen!.

Había riesgo de que, si el núcleo estallaba, podía desintegrar la tierra y sus habitantes en un solo estallido de luz. En ese momento, Klaat intervino. Usó un pulso de energía para detener el colapso, pero algo salió mal. El sistema reaccionó de forma impredecible. El núcleo comenzó a emitir patrones desconocidos. Helen, con lágrimas y concentración, se conectó la interfaz manual.

—“No vas a destruirnos a todos” —le dijo a Arenas.

En ese momento, y sin mucha explicación racional, ella reescribió el código a ciegas, guiada por pura intuición.

El colapso se evitó. Pero no sin consecuencia.

Durante 32 minutos, el sistema estuvo parcialmente abierto. Lo suficiente para que cientos de entidades sintientes de otros planos detectaran la Tierra. Klaat explicó que esto podía atraer la atención no deseada de especies menos diplomáticas. La Federación, reunida en consejo, ofreció a la humanidad dos caminos: detener todo uso de la tecnología durante un siglo y prepararse, o aceptar la responsabilidad inmediata de protegerse y proteger el tejido cósmico desde ya. Klaat presentó este ofrecimiento a las Naciones Unidas; después se retiró tranquilamente. La decisión quedaba en manos de los representantes de los países de la tierra.

Durante la deliberación, Helen convocó a un foro mundial. Miles asistieron. Otros millones observaron. Con voz temblorosa, habló de su hermana, del primer órgano creado, del rostro de un niño respirando aire limpio por primera vez. Y habló también del miedo.

—“Temer no es retroceder” —dijo—. “Temer es saber que el fuego puede quemar”.

La humanidad votó. No por unanimidad, pero sí con mayoría: continuarían. Pero con un nuevo código: todo avance sería compartido, auditado por un consejo ético global. Se renunciaría a la posesión exclusiva. La ciencia sería puente, no espada.

Klaat partió. Pero no sin dejar algo.

“Un pequeño cristal, apenas del tamaño de un guijarro, flotaba ahora sobre Nanterra. Emitía una frecuencia que solo los miembros del Club 48 sabían interpretar como: “Bienvenidos. Sean sabios”.

Helen siguió liderando el proyecto. No sin temor. Pero con más esperanza.

Cada año, en el aniversario de esta decisión, se transmite la misma frase por todas las redes:

“Siempre quise entrar en el exclusivo Club 48”.

Ahora todos pueden.

El cielo de Nanterra parecía más claro que nunca. Las señales del cristal flotante seguían emitiendo su mensaje: Las redes globales, ahora reguladas por el Comité Ético Unificado, celebraban el aniversario con música, discursos, desfiles, momentos en familia y simulaciones educativas sobre los logros alcanzados. Helen miraba el cielo desde la pasarela externa del módulo 12. Sus ojos brillaban, pero no por la celebración. La intuición que había guiado su mano en aquel momento crítico —cuando reescribió el código a ciegas— una apuesta arriesgada en su momento, no la había abandonado. Al contrario. Había empezado a manifestarse en sueños.

Esa noche, mientras revisaba protocolos de estabilización, el cristal cambió de frecuencia.

Nadie más lo notó.

La vibración era más profunda. No emitía mensaje alguno. No, al menos en idioma conocido. Pero Helen lo sintió como un susurro en el oído. Una noche, se levantó, sin saber por qué, y se dirigió sola al observatorio como una sonámbula.

Allí, flotando fuera del alcance de cualquier dron, apareció otra figura. No era Klaat. Tampoco era de la Federación. Su forma era inestable, ondulante, como si no tuviera una sola dimensión fija.

El cristal vibró con una sola palabra. Helen la escuchó sin oírla:

“Demasiado tarde”.

La figura dio un paso… y atravesó el umbral del cristal.

Helen retrocedió, helada. El sistema de defensa no se activó, no lo percibió, ni siquiera se percató de que era una forma de vida extraña a la humana. Las cámaras no grabaron. Nadie, salvo ella, vio lo que entró.

—“¿Quién eres…?” —susurró asustada.

Y la respuesta llegó, sin boca y sin voz, solo como una certeza en su mente:

“El fuego que ustedes encendieron… también sabe arder por sí solo”.

Oscuridad. Alarma silenciosa. Una nueva cuenta regresiva que nadie había iniciado.

En esa noche, Helen investiga en secreto la aparición de la entidad que atravesó el cristal. Pronto descubre que no fue la única. En distintas partes del mundo, individuos con cierta sensibilidad comienzan a tener visiones, sufrir alteraciones en sus cuerpos o desarrollar habilidades imposibles. Al parecer, el cristal no era solo una llave de bienvenida: era una grieta. Al saber esto, el Consejo Ético lo ignora; los gobiernos comienzan a practicar una negativa política de negativa oficial. Helen y un pequeño grupo de investigadores deben decidir si sellar la brecha… destruyendo el cristal, dejando a la humanidad aislada del Club 48, o seguir explorando, arriesgando la estabilidad de la humanidad en el proceso…

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