ACTO I — COMERCIANTE
Cuando se cae un dios, los perros le rezan al Diablo.
Lima ardía sin llamas aquel día. Cada televisor escupía la misma noticia: Fujimori había renunciado por fax desde Japón, como quien abandona una puta después de habérsela cogido diez años. El país se descubría huérfano de dictador y las calles se llenaban de espuma humana: cacerolas, risas histéricas, llanto. Algunos celebraban. Otros temblaban. Todos, absolutamente todos, estaban perdidos.
Excepto yo.
Mientras el poder se desmoronaba como un castillo de naipes, mi negocio entraba en temporada alta. Siempre ha sido así: cuando los dioses caen, los hombres buscan nuevos altares donde arrodillarse. Y ahí estoy yo, vendiendo reclinatorios hacia el infierno.
Me llaman chamán, maestro, brujo. Los más pretenciosos me dicen nigromante, como si esa palabra fuera un título que pudiera colgarse en la pared. No tengo paciencia para esas mierdas. Soy un comerciante. Vendo la ilusión de que el infierno puede escucharte si sangras lo suficiente.
Y sangran. Vaya que sangran.
Mi clientela es predecible: ministros con las manos manchadas de firmas que ahora niegan, empresarios buscando protección ahora que sus padrinos políticos han huido como ratas, militares queriendo enterrar secretos tan profundo como a sus víctimas. Todos vienen por lo mismo: una audiencia con el Maligno, como si el Diablo fuera un puto funcionario público que atiende con número y sonrisa.
Para los huevones de bolsillo hondo y cerebro escaso, monto un teatro que haría llorar a los de Yuyachkani. El ritual siempre es el mismo: ayunos de tres días para que se les afilen los nervios, baños de sal negra que compro en el mercado de Gamarra por tres soles el kilo, velas de sebo que huelen a carnicería vieja. Los cito en lugares que ya tienen la maldición pegada: el cementerio Presbítero Maestro para los tradicionales, la Casa Matusita para los que quieren llevarse un susto que justifique el precio.
Lucho, un actor tan fracasado que ni de extra en comerciales lo contratan, hace de demonio por un pago miserable. Le pinto los ojos con un químico que brilla en la oscuridad, lo emborracho con un pisco barato para que la voz le salga como arrastrada. Yo recito palabras que inventé en alguna borrachera, que suenan a latín antiguo, pero significan tanto como una promesa electoral. Les escupo sangre de pollo, quemo hierbas que apestan a infierno de utilería, y les cobro como si estuviera vendiendo su salvación a plazos, con intereses.
La verdad es simple y asquerosa: la gente paga por tener miedo. Y yo les vendo el miedo envasado, con etiqueta y todo.
A un congresista lo llevé a una casona abandonada de Barranco donde, dicen, se suicidó una familia entera. Cuando las ventanas empezaron a vibrar (gracias a los parlantes que instalé esa mañana), el muy cojudo me ofreció el doble. Cuando las luces parpadearon (por el circuito que Lucho manipulaba desde el sótano), me ofreció el triple. Con ese dinero compré un departamento en Miraflores.
Para los escépticos, tengo mi bala de plata: una pipa de hueso tallado, comprada a un ciego en Cusco que me la vendió como si me estuviera haciendo un favor. La relleno con una mezcla que me traen unos chamanes de Pucallpa, hombres que hablan con la selva sin necesidad de teatro.
Yo nunca fumo de ella. Solo enciendo mi cigarro y observo el espectáculo.
A los pocos minutos, el cuerpo se les deshace como cera. Los ojos se les ponen blancos y empiezan a convulsionar, a arrastrarse como reptiles sin patas. Cada uno ve el infierno que desea. Hay quien se orina, quien babea, quien se golpea contra las paredes. Un tipo, dueño de una mina en Cerro de Pasco, se metió los dedos en la garganta intentando arrancarse la lengua, como si quisiera silenciar una confesión que le quemaba la boca.
Todo termina en locura. En lágrimas. Y yo, mientras tanto, les vacío un poco más la billetera.
Cuando las alucinaciones se disipan, nunca protestan. Me agradecen. El precio de ver al Diablo siempre les parece barato.
Así que sí, soy un estafador. Un aprovechado. Un miserable que lucra con la desesperación ajena. No tengo forma de negarlo ni ganas de hacerlo. En un país donde la moral es un lujo que pocos pueden permitirse, yo al menos soy honesto conmigo mismo.
Pero hay algo más.
Si todo esto fuera solo un engaño, ya estaría como el loco de la esquina, ese que habla solo, pide monedas y mira al vacío como si hubiera un abismo mirándolo de vuelta. Pero sigo aquí, cobrando más que un médico, más que un abogado.
Y es que, aunque no les cuento a mis clientes, aunque lo niego cada noche antes de dormir, hay una verdad que me carcome por dentro como un parásito hambriento.
He visto al Diablo.
No lo invoqué, no lo llamé, no lo busqué. Él vino. Dos veces. Y no por mí.
La primera vez, desperté en un hospital, con las uñas arrancadas y la piel como un pergamino escrito en un idioma de cicatrices. Los médicos dijeron que hablaba como con la lengua atascada entre los dientes. La segunda vez fue peor. No dolió, incluso algunas cicatrices desaparecieron, pero me convertí en algo menos que humano: bruma, eco, sombra. Existía en todo momento y en todo lugar, pero era nada y nadie. Durante semanas caminé por Lima como un fantasma que no sabe que está muerto.
No vino por mí. Nunca por mí. Él vino por otros dos hombres: un danzante de Ayacucho y un sacerdote. Yo fui apenas un testigo, un espectador involuntario, un extra en una obra donde no conocía ni mi papel ni el final.
Por eso sé que pueden rezarle, sacrificar gallos negros, vacas, vírgenes o lo que sea… y no servirá una mierda. Para que el Diablo venga, tienes que interesarle. Y eso, eso no tengo puta idea de cómo se consigue.
O no la tenía hasta ahora.
Escribo esto porque ha llegado el tercero. Ese que tanto el danzante como el sacerdote me anunciaron. Por eso estas líneas son un testamento, una confesión, quizás una advertencia.
Mientras Lima sigue ardiendo por la caída del chino, yo preparo mi viaje a San Ignacio con el tercero. Ese pueblo perdido donde dicen que el Diablo es el único alcalde, juez y verdugo. A ese lugar donde los niños nacen con los ojos demasiado negros y las mujeres embarazadas sueñan el mismo sueño: un hombre con pezuñas que les acaricia el vientre.
Cualquiera con dos dedos de frente huiría en la dirección opuesta. Pero estoy cansado. Cansado de vender espejitos a los idiotas. Cansado de fingir que controlo fuerzas que ni siquiera comprendo. Cansado de ser espectador en la función principal.
Anoche soñé que me arrancaba la piel a tiras y debajo no había carne ni huesos, solo una oscuridad espesa que olía a azufre y a tierra recién abierta. Me desperté con la boca llena de un sabor metálico y las sábanas manchadas de algo que no era sudor.
Esta vez, cuando el telón se levante, no quiero aplaudir desde la sombra. Quiero que el Diablo me mire a los ojos. Quiero entender por qué me dejó vivir aquella primera vez.
El tercero me espera. Sus dedos, demasiado largos, sostienen su bastón de oro. Su piel, tan delgada, que se le transparentan las venas, como mapas azules hacia un destino que no quiero conocer, pero al que debo ir.
Ya es tarde para arrepentirse. El infierno no está abajo, está adentro, y sus puertas llevan años abiertas en mi pecho, esperando que me atreva a cruzarlas.
Mientras cierro esta maleta con poco más que miedo y ropa sucia, mi mente vuelve a aquella primera vez. El recuerdo que me quema la memoria como hierro al rojo vivo. La noche en Ayacucho cuando el danzante lo llamo, cuando vi al Diablo en carne propia y entendí que todo lo que había vendido como mentira era apenas un pálido reflejo de la verdad.
Esa noche que cambió todo y que nunca me atreví a contar completa.
Hasta ahora.
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