SAN IGNACIO (Parte 3) – El Testigo y El Diablo (Primera Parte)

SAN IGNACIO (Parte 3) – El Testigo y El Diablo (Primera Parte)

ACTO I — COMERCIANTE

Cuando se cae un dios, los perros le rezan al Diablo.

Lima ardía sin llamas aquel día. Cada televisor escupía la misma noticia: Fujimori había renunciado por fax desde Japón, como quien abandona una puta después de habérsela cogido diez años. El país se descubría huérfano de dictador y las calles se llenaban de espuma humana: cacerolas, risas histéricas, llanto. Algunos celebraban. Otros temblaban. Todos, absolutamente todos, estaban perdidos.

Excepto yo.

Mientras el poder se desmoronaba como un castillo de naipes, mi negocio entraba en temporada alta. Siempre ha sido así: cuando los dioses caen, los hombres buscan nuevos altares donde arrodillarse. Y ahí estoy yo, vendiendo reclinatorios hacia el infierno.

Me llaman chamán, maestro, brujo. Los más pretenciosos me dicen nigromante, como si esa palabra fuera un título que pudiera colgarse en la pared. No tengo paciencia para esas mierdas. Soy un comerciante. Vendo la ilusión de que el infierno puede escucharte si sangras lo suficiente.

Y sangran. Vaya que sangran.

Mi clientela es predecible: ministros con las manos manchadas de firmas que ahora niegan, empresarios buscando protección ahora que sus padrinos políticos han huido como ratas, militares queriendo enterrar secretos tan profundo como a sus víctimas. Todos vienen por lo mismo: una audiencia con el Maligno, como si el Diablo fuera un puto funcionario público que atiende con número y sonrisa.

Para los huevones de bolsillo hondo y cerebro escaso, monto un teatro que haría llorar a los de Yuyachkani. El ritual siempre es el mismo: ayunos de tres días para que se les afilen los nervios, baños de sal negra que compro en el mercado de Gamarra por tres soles el kilo, velas de sebo que huelen a carnicería vieja. Los cito en lugares que ya tienen la maldición pegada: el cementerio Presbítero Maestro para los tradicionales, la Casa Matusita para los que quieren llevarse un susto que justifique el precio.

Lucho, un actor tan fracasado que ni de extra en comerciales lo contratan, hace de demonio por un pago miserable. Le pinto los ojos con un químico que brilla en la oscuridad, lo emborracho con un pisco barato para que la voz le salga como arrastrada. Yo recito palabras que inventé en alguna borrachera, que suenan a latín antiguo, pero significan tanto como una promesa electoral. Les escupo sangre de pollo, quemo hierbas que apestan a infierno de utilería, y les cobro como si estuviera vendiendo su salvación a plazos, con intereses.

La verdad es simple y asquerosa: la gente paga por tener miedo. Y yo les vendo el miedo envasado, con etiqueta y todo.

A un congresista lo llevé a una casona abandonada de Barranco donde, dicen, se suicidó una familia entera. Cuando las ventanas empezaron a vibrar (gracias a los parlantes que instalé esa mañana), el muy cojudo me ofreció el doble. Cuando las luces parpadearon (por el circuito que Lucho manipulaba desde el sótano), me ofreció el triple. Con ese dinero compré un departamento en Miraflores.

Para los escépticos, tengo mi bala de plata: una pipa de hueso tallado, comprada a un ciego en Cusco que me la vendió como si me estuviera haciendo un favor. La relleno con una mezcla que me traen unos chamanes de Pucallpa, hombres que hablan con la selva sin necesidad de teatro.

Yo nunca fumo de ella. Solo enciendo mi cigarro y observo el espectáculo.

A los pocos minutos, el cuerpo se les deshace como cera. Los ojos se les ponen blancos y empiezan a convulsionar, a arrastrarse como reptiles sin patas. Cada uno ve el infierno que desea. Hay quien se orina, quien babea, quien se golpea contra las paredes. Un tipo, dueño de una mina en Cerro de Pasco, se metió los dedos en la garganta intentando arrancarse la lengua, como si quisiera silenciar una confesión que le quemaba la boca.

Todo termina en locura. En lágrimas. Y yo, mientras tanto, les vacío un poco más la billetera.

Cuando las alucinaciones se disipan, nunca protestan. Me agradecen. El precio de ver al Diablo siempre les parece barato.

Así que sí, soy un estafador. Un aprovechado. Un miserable que lucra con la desesperación ajena. No tengo forma de negarlo ni ganas de hacerlo. En un país donde la moral es un lujo que pocos pueden permitirse, yo al menos soy honesto conmigo mismo.

Pero hay algo más.

Si todo esto fuera solo un engaño, ya estaría como el loco de la esquina, ese que habla solo, pide monedas y mira al vacío como si hubiera un abismo mirándolo de vuelta. Pero sigo aquí, cobrando más que un médico, más que un abogado.

Y es que, aunque no les cuento a mis clientes, aunque lo niego cada noche antes de dormir, hay una verdad que me carcome por dentro como un parásito hambriento.

He visto al Diablo.

No lo invoqué, no lo llamé, no lo busqué. Él vino. Dos veces. Y no por mí.

La primera vez, desperté en un hospital, con las uñas arrancadas y la piel como un pergamino escrito en un idioma de cicatrices. Los médicos dijeron que hablaba como con la lengua atascada entre los dientes. La segunda vez fue peor. No dolió, incluso algunas cicatrices desaparecieron, pero me convertí en algo menos que humano: bruma, eco, sombra. Existía en todo momento y en todo lugar, pero era nada y nadie. Durante semanas caminé por Lima como un fantasma que no sabe que está muerto.

No vino por mí. Nunca por mí. Él vino por otros dos hombres: un danzante de Ayacucho y un sacerdote. Yo fui apenas un testigo, un espectador involuntario, un extra en una obra donde no conocía ni mi papel ni el final.

Por eso sé que pueden rezarle, sacrificar gallos negros, vacas, vírgenes o lo que sea… y no servirá una mierda. Para que el Diablo venga, tienes que interesarle. Y eso, eso no tengo puta idea de cómo se consigue.

O no la tenía hasta ahora.

Escribo esto porque ha llegado el tercero. Ese que tanto el danzante como el sacerdote me anunciaron. Por eso estas líneas son un testamento, una confesión, quizás una advertencia.

Mientras Lima sigue ardiendo por la caída del chino, yo preparo mi viaje a San Ignacio con el tercero. Ese pueblo perdido donde dicen que el Diablo es el único alcalde, juez y verdugo. A ese lugar donde los niños nacen con los ojos demasiado negros y las mujeres embarazadas sueñan el mismo sueño: un hombre con pezuñas que les acaricia el vientre.

Cualquiera con dos dedos de frente huiría en la dirección opuesta. Pero estoy cansado. Cansado de vender espejitos a los idiotas. Cansado de fingir que controlo fuerzas que ni siquiera comprendo. Cansado de ser espectador en la función principal.

Anoche soñé que me arrancaba la piel a tiras y debajo no había carne ni huesos, solo una oscuridad espesa que olía a azufre y a tierra recién abierta. Me desperté con la boca llena de un sabor metálico y las sábanas manchadas de algo que no era sudor.

Esta vez, cuando el telón se levante, no quiero aplaudir desde la sombra. Quiero que el Diablo me mire a los ojos. Quiero entender por qué me dejó vivir aquella primera vez.

El tercero me espera. Sus dedos, demasiado largos, sostienen su bastón de oro. Su piel, tan delgada, que se le transparentan las venas, como mapas azules hacia un destino que no quiero conocer, pero al que debo ir.

Ya es tarde para arrepentirse. El infierno no está abajo, está adentro, y sus puertas llevan años abiertas en mi pecho, esperando que me atreva a cruzarlas.

Mientras cierro esta maleta con poco más que miedo y ropa sucia, mi mente vuelve a aquella primera vez. El recuerdo que me quema la memoria como hierro al rojo vivo. La noche en Ayacucho cuando el danzante lo llamo, cuando vi al Diablo en carne propia y entendí que todo lo que había vendido como mentira era apenas un pálido reflejo de la verdad.

Esa noche que cambió todo y que nunca me atreví a contar completa.

Hasta ahora.

ACTO 2 — DANZANTE

El serrano no muere: se despeña. Esa verdad me mordió la nuca durante el viaje mientras el micro reptaba por precipicios como un borracho en cornisa. El camino a Ayacucho, tallado a cuchillo en la montaña, es una cicatriz mal cosida que amenazaba abrirse con cada curva, con cada frenazo: acá la muerte no es instantánea sino vertical, un largo descenso donde un hombre tiene tiempo para arrepentirse de cada uno de sus pecados antes de estrellarse contra las piedras que lo esperan hambrientas abajo.

Llegué vacío, vaciado. El hombre que me contrató me entregó fotografías, direcciones y un fajo de billetes en soles—moneda recién nacida que reemplazaba a los intis muertos de hiperinflación. La devaluación es una forma sutil de apocalipsis: los ceros se multiplican hasta devorar el valor. Pero él pagaba bien por un simple amarre. Cuestión de orgullo o de desesperación, ese estado donde la pija y el corazón se confunden en un mismo órgano sufriente.

En ese hotel roñoso donde me instalo armé el teatro: yuyos comprados en el mercado, velas de colores y una foto donde se veía a la muchacha sonriente y distante como todo objeto de deseo imposible. Mi cliente me explicó que ella trabajaba en una licorería que también era prostíbulo. Cuando mencionó esto último, sus ojos se humedecieron. Hay hombres que confunden la lujuria con el amor porque nunca conocieron la diferencia.

Ayacucho en el 91 respiraba miedo por cada poro. Los cachacos patrullaban las calles como pisando vidrios, los terrucos habían convertido la ciudad en tablero de ajedrez donde cualquier movimiento podía ser el último. La gente caminaba en susurros, miraba de reojo, apuraba el paso.

Desde mi ventana vi pasar a un niño vendiendo cigarrillos sueltos a soldados que le acariciaban la cabeza como quien acaricia a un perro que podría morder. El mercado central era colmena donde cada vendedor parecía tener doble vida: ofrecían frutas de día con la misma naturalidad con que degollarían traidores al caer la noche. Era imposible saber quién era quién en esta ciudad de máscaras superpuestas.

Le prometí a mi cliente una semana de ritual para asegurar el éxito cuando lo que necesitaba era tiempo para hablarle, convertirme en mensajero creíble, porque la estafa es otra forma de teatro y el teatro exige precisión.

Esa misma noche fui a la licorería, esquina oscura donde la luz de los postes se rendía antes de tocar el suelo. La muchacha era fácil de encontrar: su cuerpo era imán para miradas hambrientas, rodeada de hombres que la manoseaban mientras ella les vaciaba las billeteras con cada trago servido, sonrisas calculadas sincronizadas con cada billete aparecido sobre la mesa.

Me senté en un rincón. Aguardé. Los demás cayeron uno a uno, víctimas de su propia embriaguez o de bolsillos que ya no daban más. No era ella quien se vendía: eran ellos quienes se compraban la ilusión de poseerla.

Cuando por fin vino hacia mí, le mostré los billetes sin rodeos. Su sonrisa cambió de inmediato. No era la misma que ofrecía a los demás. Era una sonrisa profesional, casi médica. La de quien diagnostica una enfermedad conocida.

“Quinientos soles de adelanto,” le dije. “Recibirás más si haces lo que te digo.”

Le expliqué su papel, mostré la foto de mi cliente, detallé el plan, y para cuando terminé de hablar hasta yo mismo casi creía en el ritual que estaba inventando, porque las mentiras que funcionan son las que primero convencen al mentiroso.

Aun sabiendo la desesperación de mi empleador, igual me entregué al deseo de una noche con ella. Me siguió al hotel y su cuerpo no respondía a leyes físicas normales sino a una gravedad propia que distorsionaba el espacio a su alrededor. Entre ese cuerpo y el polvo blanco compartido, el tiempo se volvió barro maleable, las horas contrayéndose y expandiéndose como respiraciones de una bestia invisible.

Mientras se vestía le mencioné lo que había escuchado sobre los terrucos ajusticiando putas y ladrones, y ella simplemente se rió mostrando dientes afilados: “Mientras te los cojas bien, terrucos o cachacos, ninguno te jode”, dijo moviendo el culo como péndulo hipnótico. “Chupála mal o muévete como cojuda y terminarás en una zanja. Por eso no me preocupo, conozco lo que debo hacer”.

Contó nuevamente los billetes y se marchó.

Su figura disolviéndose en la noche me hizo recordar mi primer encuentro con una prostituta que me había revelado: las putas no venden su cuerpo, alquilan su hambre. Y el hambre en Ayacucho era inquilino permanente en cada casa, cada vientre, cada mirada.

Los siguientes días los pasé vagando por la ciudad como un turista nervioso. La plaza principal era un escenario perfecto para observar el miedo colectivo. Los tombos y los cachacos patrullaban bajo una tensión palpable. El aire mismo parecía cargado de pólvora invisible, una atmósfera tan densa que costaba respirar sin tragar terror.

Mi ritual avanzaba según lo planeado. Había decorado la habitación del hotel con toda la utilería necesaria: hierbas cuyo olor dulzón resultaba empalagoso, velas estratégicamente colocadas para crear sombras sugestivas, fotografías dispuestas en un altar improvisado donde la muchacha parecía mirar directamente a quien la observara.

Al séptimo día mi cliente apareció temprano, ojos brillando con esa mezcla patética de esperanza y duda. Le aseguré que esa noche ella lo esperaría únicamente a él, que ya era suya, que había sido conquistada. La mentira es edificio construido piso por piso hasta convertirse en mundo alternativo donde hasta el arquitecto cree poder vivir y mi cliente ya era feliz habitante.

Me asignó un vigilante: un hombre de baja estatura con un rostro marcado por cicatrices de acné, una topografía de cráteres que inspiraba más compasión que miedo. Situación complicada para mis planes de ligar con alguna muchacha local, pero la vigilancia es el tributo que paga el estafador en espera de su éxito.

Nos sentamos en una banca frente a la catedral. El sol descendía por el oeste, tiñendo las fachadas coloniales de un naranja gastado La gente regresaba a sus casas antes del toque de queda, apresurando el paso.

Y entonces lo vi.

Su aparición fue tan abrupta que no pude precisar de dónde había surgido. Simplemente estaba allí donde antes no había nadie.

Un hombre estrambótico, envuelto en un poncho de colores imposibles que parecían cambiar con cada movimiento. Su sombrero se transformaba según el ángulo desde el que se lo mirara, como si estuviera hecho de una materia que desafiaba la luz. Lo más perturbador era su rostro, oculto tras una tela oscura con símbolos tejidos que parecían partituras musicales. Sólo sus ojos y boca quedaban visibles: dos agujeros negros y una línea horizontal que no expresaba emoción alguna.

Comenzó a tocar una tinya, un pequeño tambor andino. El ritmo no seguía ningún patrón reconocible, pero provocaba un efecto hipnótico. Los objetos cercanos —hojas caídas, colillas de cigarros, hasta un perro callejero que se había acercado— parecían responder a la música como si estuvieran poseídos. El sonido se volvió táctil, algo que se sentía sobre la piel en lugar de escucharse, como si cada golpe en el cuero tensado resonara primero en tus huesos antes de llegar a tus oídos.

Inicialmente pensé que alucinaba. Tal vez alguna represalia de polvo blanco que a veces juega estas pasadas. Pero mi vigilante también lo veía, fascinado. La gente se detenía, formando un círculo alrededor del músico. Nadie hablaba. La plaza entera había caído bajo el hechizo de aquella melodía imposible.

Comenzó a bailar. Sus movimientos eran erráticos, como si cada articulación tuviera voluntad propia. No parecía seguir el ritmo de su propio instrumento y, sin embargo, cada gesto provocaba que los espectadores depositaran monedas a sus pies, como si respondieran a una orden inaudible.

Para cuando el baile alcanzó su punto culminante, había una pequeña montaña de monedas en el suelo. Pero entonces ocurrió algo inexplicable: la tinya dejó de sonar y, como si un interruptor se hubiera apagado, todos los presentes parecieron olvidar instantáneamente lo que acaban de presenciar. El hombre recogió algunas—no todas—las monedas y se marchó caminando entre la multitud, que ya ni siquiera lo miraba.

Todos menos yo. Para mí todavía existía. Podía oler algo peculiar en él, un aroma que mi viejo maestro en Lima llamaba “el perfume de lo imposible”, porque según él “lo sobrenatural no es lo que no existe, sino lo que existe demasiado”.

Quise seguirlo, pero desapareció entre la gente con velocidad antinatural. Mi vigilante me preguntó a quién miraba con tanta insistencia. No me creyó cuando le describí al músico. Para él, nada extraordinario había ocurrido en la plaza.

Regresamos al hotelucho y a la hora acordada, mi cliente regresó llorando de felicidad. Me abrazó con la fuerza de un náufrago que encuentra tierra. Entre sollozos me relató cómo todo había ocurrido según mis instrucciones: la muchacha lo había recibido como si lo esperara desde siempre. Su cuerpo y alma le pertenecían por completo.

Mientras hablaba vi oportunidad para extraerle más dinero. De mi maleta saqué una botella de Inca Kola llena de agua con azúcar y menta. Un brebaje sin poder alguno, pero presentado con la solemnidad de un elixir milagroso.

“Dale de beber esto una vez a la semana”, le indiqué. “Una pequeña cantidad bastará. Cuando se acabe, ella jamás se apartará de tu lado”.

Sin que se lo pidiera, extrajo otro fajo de billetes y me lo entregó. No me molesté en contarlo delante de él. Nunca lo haría por algo que me costó tan poco. Me despedí con una vulgaridad que selló nuestro pacto entre hombres: “Que tu verga siempre esté dura y sus piernas siempre abiertas”.

Eufórico por el dinero y la buena fortuna, decidí buscar nuevamente al músico antes de irme.

Recorrí la plaza, cada vez más convencido de que había sido una alucinación provocada por el polvo blanco y la altitud.

Estaba a punto de rendirme cuando lo escuché: un golpe de tinya tan nítido que parecía sonar dentro de mi cabeza, no viniendo de dirección específica sino existiendo en el aire mismo, como si el viento hubiera aprendido a tocar el tambor. La música me llamaba. Me esclavizaba.

Corrí siguiendo aquel sonido imposible, ignorando el toque de queda y los gritos de los militares que comenzaban a cerrar las calles. La noche en Ayacucho pertenecía a los fantasmas, a los terroristas, a los escuadrones de la muerte. Yo perseguía algo peor.

Lo encontré al borde del área iluminada de la ciudad. Era apenas una silueta difusa bajo la luz mortecina de la última farola. Flotaba—no había otra palabra para describirlo—a unos centímetros del suelo, avanzando hacia la oscuridad absoluta donde terminaba la civilización y comenzaba el imperio de la noche andina.

Lo seguí como sonámbulo. A medida que nos alejábamos de toda luz artificial, su indumentaria comenzó a emitir un resplandor propio. No era un brillo eléctrico sino orgánico, como si cada hilo hubiera absorbido luz durante años para liberarla ahora. Las partituras tejidas en su máscara facial comenzaron a moverse como si realmente estuvieran siendo interpretadas por músicos invisibles.

El sonido de la tinya se transformó. Ya no era un instrumento de percusión sino la voz misma de la tierra. Un pulso que emergía de las entrañas de la montaña, un ritmo que no marcaba el tiempo, sino que lo abolía por completo.

Su danza ya no era la exhibición callejera que había presenciado en la plaza. Aquello había sido una invitación; esto era un ritual. Se movía como si careciera de esqueleto, como si su cuerpo fuera vapor condensado en forma humana. No había separación entre sus gestos y el espacio; no ejecutaba la danza: era la danza misma.

Sin darme cuenta, me encontré en la cima de un cerro. No recordaba haber subido, como si el ascenso hubiera sido borrado de mi memoria o como si hubiera sido transportado. La luna iluminaba el valle de Ayacucho a nuestros pies, convirtiendo la ciudad en un archipiélago de luces temblorosas en un mar de oscuridad.

Los colores de su poncho se intensificaron hasta volverse dolorosos a la vista. Cada matiz parecía tener voluntad propia, separándose del tejido para flotar en el aire como una niebla cromática. Las partituras tejidas en su máscara ahora recorrían toda su vestimenta, notas musicales que danzaban sobre la tela como insectos luminosos.

Caí de rodillas. No por decisión propia sino porque mis piernas ya no podían sostener el peso de lo que estaba presenciando. Estaba convencido de hallarme ante un ser sobrenatural, quizás un ángel enviado para juzgar a los hombres. Las lágrimas brotaron sin control mientras mi cuerpo temblaba, no de miedo sino de éxtasis. Me sentí indigno, nada frente al todo.

Y entonces comenzó a cantar

Su voz era cristalina y abismal simultáneamente, como agua de glaciar que fluyera directamente de las entrañas de la tierra. La tinya enmudeció y el silencio que siguió fue tan absoluto que por un instante creí haber quedado sordo. Pero no: simplemente el mundo entero contenía la respiración ante aquella voz que reclamaba soberanía sobre todas las cosas.

La canción era una alabanza a sí mismo, una declaración de guerra contra todo lo divino y lo maldito. Sus palabras revelaban un universo sin dioses ni demonios, donde lo sagrado no era una entidad externa sino la conciencia misma del ser que se reconoce como parte del todo y, en ese reconocimiento, encuentra su propia divinidad.

Mi cuerpo se convirtió en danzante e instrumento. Cada latido de mi corazón se sincronizó con el pulso ancestral del tambor que ya no sonaba, pero cuyo eco permanecía en el aire. Flotaba en un océano de sonido y luz, disuelto y reconstituido a cada instante.

Fue entonces cuando Él apareció.

No necesitó presentación. No hubo trompetas ni azufre. Simplemente ocupó un espacio que antes estaba vacío, como si siempre hubiera estado allí y yo acabara de adquirir la capacidad de verlo.

El Diablo. No el de las estampitas cristianas ni el de los cuentos para asustar niños. Era el que habita en los abismos, en los vientos que vuelven locos a los pastores solitarios. Aquel ser que desprecia al espíritu encarnado porque conoce la fragilidad de la carne y la eternidad de la piedra.

No vi su rostro. No tenía uno, o tenía demasiados. Lo que sí vi fue cómo extendía sus manos—o lo que funcionaba como manos—hacia mí. El contacto fue inmediato y total.

Mi cuerpo fue despedazado. No con violencia sino con la precisión ceremonial de un chamán que prepara una ofrenda. Cada fragmento de mi ser parecía haber sido destinado desde mi nacimiento para este desmembramiento sagrado.

Tomó mis huesos, mi carne, mis nervios. Los convirtió en instrumentos con la meticulosidad de un artesano consumado. Utilizó mi piel para formar otra tinya, estirándola sobre un marco invisible hasta que adquirió la tensión perfecta para producir el sonido deseado. Lo que no servía para la música servía para el espectáculo: el resto de mi anatomía adoptó forma de sombras antropomórficas diminutas, entidades autónomas que danzaban entre dimensiones.

Estas sombras se apropiaron de mis ojos—los únicos órganos que conservaron su función original—para mostrarme con cruel claridad cómo cada fragmento de mi ser sería empleado en aquel acto cósmico. Nada de mí quedaría fuera de esta transfiguración terrible y sublime.

El que había considerado un ángel comenzó a reírse—una carcajada cortante—mientras el Diablo, a su lado, respondía con un eco burlón que retumbaba en mis órganos convertidos en instrumentos.

No cantaban melodías; cantaban desollamientos. Y en sus cantos, desgarraban la memoria de un hombre, víscera por víscera.

Vi a un niño arrodillado bajo crucifijos oxidados que le abrían surcos en la espalda. Un fanático en ciernes, alimentado con dogmas y disciplina. Un padre cuyo amor tenía el filo de un cuchillo bendito que cortaba más profundo con cada bendición.

Las sombras cantaron su muerte—la del padre, no la del niño—, una muerte sin sentido que destruyó la fe del pequeño. Desde entonces, el niño dejó de mirar al cielo y solo vio fango, y en él encontró su verdadero reflejo, deformado y palpitante.

“Padre nuestro, padre nuestro,” canturreaban las sombras, cada palabra escupida como un insulto. Se burlaban de la esperanza infantil de redención, como hienas ante un ciervo moribundo.

“Miren sus manos manchadas,” gritaban entre carcajadas, “tocando un piano desvencijado en un prostíbulo maloliente, mientras putas sin nombre lo contemplan como si fuera una criatura rota intentando cantar entre los escombros de su propia alma descuartizada.”

Las sombras declararon que aquel hombre había escapado de un infierno pequeño—el de la fe ciega—para entregarse voluntariamente a otro mayor: El de sus propias heridas supurantes que cantaban con cada roce del aire.

Nombraron su enfermedad con delectación poética: una sífilis que trepó por su médula, floreció en su corteza cerebral hasta transformarlo en oráculo de delirios magníficos, en profeta de abismos inexistentes.

“Di-na-mi-ta se autodenominó,” entonaron con ritmo creciente, y cada sílaba estallaba en el aire como fuegos artificiales, llenándolo todo de colores y carcajadas.

La canción viró entonces hacia los seguidores, en un crescendo que hacía temblar los cimientos de la tierra:

“Aquellos que veneran la peste sin saberlo, que besan las llagas creyendo besar estigmas sagrados. Aquellos que clavan su alma en palabras ajenas sin entender que toda palabra es un cadáver que se pudre en la boca del que la pronuncia.”

El coro retumbaba, una y otra vez, como martillazos en un ataúd de resonancia perfecta:

“El-que-bus-ca-ver-da-des-en-pa-la-bras-a-je-nas” —golpe a golpe— “ter-mi-na-cre-yen-do-la-men-ti-ra-más-gran-de” —más fuerte— “que-e-xis-te-u-na-ver-dad.” —ensordecedor.

La danza se intensificó. Las sombras comenzaron a condensarse, a coagularse como sangre espesa. Tomaron formas reconocibles: una era la cabeza cercenada de un caballo, todavía palpitante, con ojos que lloraban lágrimas negras. Otra sombra, la más cercana a parecerse a un ser humano—aunque tenía demasiados ángulos donde debería haber curvas—abrazaba aquella cabeza y lloraba, no como quien llora a un animal, sino como quien llora su propia condena.

El llanto era música pura, una melodía esculpida en sufrimiento. Cuanto más desgarradoras eran las lágrimas, más perfecta se volvía la música, más afinados los alaridos.

Vi mis huesos ser fracturados para convertirse en otros instrumentos. Mis nervios siendo afinados hasta el punto de ruptura. Y, sin embargo, no podía resistirme a la hermosura atroz de aquella sinfonía impía.

Las voces evolucionaron gradualmente. Abandonaron las palabras humanas. Primero fueron susurros, luego gritos, después aullidos. Finalmente eran guturales, minerales.

Aparecieron fantasmas convocados desde los pliegues del tiempo: los primeros hombres que pisaron estas tierras con sus ojos desbordados de terror sagrado, chamanes de cavernas olvidadas cuyos ritos fracasaron en el intento, caciques coronados de plumas que invocaron sin respuesta, sacerdotes coloniales que abandonaron la cruz por el abismo. Todos convergían ahora, procesión interminable de rostros fallidos que rodeaban al danzante victorioso, ofreciendo sus fracasos como tributo a quien había logrado lo imposible. Y entre ellos, como un espejo invertido, vi a los que aún no existen: hombres con ojos vacíos, los últimos, aquellos que verán arder este mundo al ser devorados por el sol, ahora regresados en tiempo para presenciar este encuentro que trascendía las fronteras de lo posible.

Todo el tiempo se volvió uno solo: un espiral que devoraba pasado y futuro, de nacimiento y aniquilación simultáneos, un vórtice donde todos los fracasos humanos por alcanzar lo divino y lo profano se fundían en alabanza al danzante que lo había conseguido, mientras la procesión de fantasmas giraba al compás de la música nacida de mi propia descomposición acelerada, cada hueso mío convertido en instrumento para celebrar este encuentro fuera del tiempo.

Cuando el jolgorio alcanzó su clímax—un punto de tensión insoportable—una sola voz se elevó por encima del caos orquestado.

Un idioma anterior a las palabras, cada sílaba incomprensible una aguja que se hundía directamente en el cerebro.

El músico—aquel que había confundido con un ángel—danzaba alrededor del Diablo. Las partituras que antes sólo decoraban la tela en su rostro ahora ardían en el aire mismo.

Mientras la oscuridad comenzaba a disiparse, los colores del mundo se apagaron uno a uno. Hasta que sólo quedó el eco del tambor retumbando en el vacío primordial.

Antes de marcharse, el Diablo intercambió palabras con el músico, un diálogo imposible de escuchar para mis oídos desintegrados. Entonces este último tomó lo que quedaba de mí—una sombra que contenía mi capacidad auditiva—y susurró:

«Tres miradas cargarás, dos aún por descubrir, mas si deseas palabra viva, a San Ignacio deberás ir para morir.»

Aquellas palabras extinguieron el anochecer.

Mi despertar fue un nacimiento invertido. Hospital. Sábanas blancas como sudarios prematuros. Mi piel convertida pergamino donde Diablo escribió con navaja su idioma, marca maldita que Caín cargó mientras caminaba hacia el este del Paraíso.

Un militar mutilado hojeaba una revista junto a mi cama. Sus dedos faltantes eran bocas invisibles. Al notar mis ojos abiertos, abandonó la habitación con la urgencia de quien huye de un mal presagio.

Llegaron otros uniformados, hombres de hierro y preguntas filosas. Terrorismo, explosiones, conspiraciones. Palabras que rebotaban en las paredes como murciélagos desorientados. Consideré la mentira, ese refugio temporal, pero la verdad se derramó de mi boca como sangre:

“Soy brujo. Subí al cerro para un amarre. Bebí pisco y coca. Luego, nada.”

La simplicidad de mi confesión los desarmó. Las cicatrices, innumerables como estrellas sobre mi piel, parecían antiguas. Heridas que el tiempo había besado muchas veces. Nadie preguntó por ellas.

En las noches hospitalarias, la tinya volvió a tocar. Cada golpe encendía fuegos bajo mis cicatrices. Mis órganos danzaban queriendo escapar, añorando aquel ritual donde habían sido ofrecidos.

Cuando el hospital me vomitó de regreso al mundo, corrí hacia la terminal. Necesitaba distancia, velocidad, olvido. Quería poner montañas entre yo y aquella noche que mi memoria rechazaba, pero mi piel recordaba.

Fue entonces cuando apareció él. El vigilante.

Sin palabras, me entregó un sobre. Desapareció entre la multitud como una sombra al mediodía.

Dinero. Demasiado. Una carta disculpándose por lo sucedido durante el amarre. Mi empleador creía entender lo que había pasado.

Había algo más escrito. Palabras que no leí. Las líneas parecían moverse como víboras negras sobre el papel. El bus llegó. Subí jurando nunca volver a Ayacucho, sabiendo que si lo hacía volvería a ser devorado.

Lo que ocurrió permanece atrapado en un rincón ciego de mi memoria, pero vive en cada marca sobre mi piel.

Ahora sé que las cicatrices son un texto. Un mensaje. Un mapa. Cada noche me queman como si quisieran ser leídas.

No regresaré a Ayacucho. Las montañas tienen hambre y yo llevo su mensaje grabado en la carne.

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