I
Como arrojados los leños a las llamas voraces, los días y las noches se fueron consumiendo en Mileto. Algunas mañanas Licofrón practicaba el arte del xifós portando armas de madera siendo instruído por Hárpalo y Periandro. Por las tardes ascendía al odeón a ensayar junto a Íbico y sus amigos los motivos de las danzas. Melisa, por su parte, se aferró a la compañía de su criada Mirtis y mucho tiempo pasaban juntas en aquel umbroso jardín botánico, buscando talismanes naturales y nepentes que las protejan de las fuerzas oscuras que sentían hostigándolas por las noches. En ocasiones se pavoneaba Periandro paseando sus bestias por las calles de Mileto. Los tiranos ponían en práctica sus lenguas diletando sobre los asuntos convocantes de Estado: la política y la guerra. Platicaban sobre las constantes incursiones del rico y belicoso reino de Lidia, que había expandido sus territorios hacia Licia, Frigia y Caria, regiones que lindaban con las pólis jonias y amenazaban su prosperidad; pues, si bien reconocían la posición infranqueable de la que gozaba Mileto, tanto Esmirna, Éfeso y Colofón ya habían sufrido saqueos esporádicos y fugaces emboscadas, acciones perpetradas por fuerzas lidias, y grandes tributos enviaban a Aliates. Luego, al caer la noche, las cortes saciaban sus cuerpos de hambre y bebida en el banquete, y regocijaban sus espíritus con las danzas y los versos del rapsoda.
Rayando la séptima jornada, habiendo apagado Fósforo su brillo tardío, Helios disipaba el rocío nocturno que aún pregnaba los brotes de las cosechas; y las sombras tempranas ya se proyectaban sobre los pulcros edificios de Mileto. En el puerto militar de la pólis, pasando la magnífica Puerta de los Leones, los hombres del tirano preparaban una veloz barcaza, pronta a hacerse a la mar. Aquella mañana, Trasíbulo notificó a su aliado corintio sobre el viaje que los convocaba: el día de la cosecha, profetizado por Apolo, al fin, había llegado.
Entonces Periandro preparó su escolta de pentecónteros, ubicó en ellos al grueso de su guardia personal, que constaba de una centena de fieros doríforos corintios, y junto a sus más altos generales, Hárpalo el primero, se embarcó en la nave de Trasíbulo. Allí ya se encontraba el soberano milesio junto a su séquito de esbirros y sus magistrados más íntimos. Los marineros soltaron amarras, a la vez que los remeros ya herían las aguas purpúreas, y así se adentraban en la esplendente bahía común a las tres pólis jonias, de aguas poco profundas, allende al delta del río Meandro y sus sotos frondosos. En el trayecto, los tiranos avistaron los puertos de Priene y, después, el de Miunte, siempre en vísperas de sus incesantes viajes comerciales.
—Apolo bendice nuestra mañana —habló el de Mileto apoyado sobre las jarcias, iluminada una mitad de su rostro, junto a Periandro.
—Como decía mi padre: “Los dioses siempre favorecen a los fuertes”, Trasíbulo.
—A veces los fuertes suelen incurrir en obstinación, Periandro —le replicó.
—La obstinación es el vicio anochecido del pertinaz. Pero la pertinacia es una virtud cuando el hombre paciente comprende su entorno. Y créeme, viejo, que conozco mis recursos. ¡Soy un hombre pragmático! Entonces ten cuidado —le advirtió el corintio—. Estos días me has honrado con tus cortesías, pero ya he demostrado suficiente paciencia con tus enigmas. Hoy tienes la última oportunidad de revelar cuáles son tus propósitos, y si éstos condecían a los de mi difunto padre.
—¡Oh, sabias palabras, Periandro! Te lo aseguro: no olvidarás este día.
Por detrás de su posición, al Oeste, un gran trirreme emergió desde el horizonte. Tan parecido era aquél a los prototipos que en sus días Cípselo había vendido a los samios. Mucho se sorprendió Periandro al verlo, pues no estaba anoticiado que se dirigiesen hacia una incursión naval o militar.
—¿Qué significa esto? ¡Explícate! —gruñó el de Corinto.
—Es nuestra escolta, Periandro. Es uno de los trirremes del viejo Ameinocles que he intercambiado con Samos. Pero no te preocupes: no escatimo que hoy se derrame mucha sangre. Y no nos alzaremos en armas. Pero siempre es bueno contar con protección. Además, bien sabes que tales navíos no han sido confeccionados para navegar los ríos: cubrirá nuestra retaguardia esperando en el golfo.
Poco tiempo después, rumbo crucero al Este, ya se avistaban las costas de Anatolia. La barcaza de los tiranos se internó por una de las desembocaduras del serpenteante Meandro. Navegaron río arriba, como si tomaran dirección a Magnesia, pero ya transitados y dejados atrás las marismas y cenagales del delta, los marineros se dispusieron atracar en un modesto puerto interior. Allí esperaban a los tiranos una formación de peltastas y honderos que, lo que dista un estadio, flanqueaban su camino hasta arribar al atrio de una opulenta hacienda. Tal residencia pertenecía al propio Trasíbulo y se hallaba fortificada, circundada por robustas murallas de granito erigidas a diez pies de una profunda fosa que abrazaba todo el perímetro. La blanquecina casa principal se alzaba en el centro de la hacienda y estaba construída sobre firmes cimientos de piedra caliza. Se elevaba por un total de tres niveles sobre la tierra y, hacia lo alto, la coronaba una amplia terraza abierta, protegida del sol por una pérgola de hiedras colgantes que sombreaba el recinto y brindaba una aromática frescura al espacio. Ascendieron entonces los tiranos hasta esa terraza, donde sólo habían dos tronos de mullidos cojines a su espera, una pequeña mesa de madera con jarras de licor y una bandeja de frutos secos. Desde allí, una vez tomaron asiento, ostentaban una vista privilegiada de los extensísimos labrantíos y las fértiles glebas que se confundían en la lejanía hacia los escarpados montes verdosos de Anatolia. Dispersos entre los maizales, los trigales y algunos silos y graneros, al menos tres pequeños santuarios se divisaban a la distancia. Con seguridad albergaban pingües ofrendas a Démeter Ctónica, dadora de los bienes de la tierra.
—Todos estos campos que llenan tus ojos pertenecen también a Mileto. De aquí proviene gran parte de nuestros granos y cereales —dijo Trasíbulo.
—Nada que sea extraño a mis ojos —contestó Periandro, aunque sabía que no se hallaban allí para contemplar el paisaje y comprendía que más allá de los montes se hallaban los hostiles territorios conquistados por Lidia.
La tensión acreció cuando Trasíbulo ubicó tres cordones de hoplitas delante del foso de la mansión, de frente a los fértiles campos. Separados por parejas filas de caballería, los centenares de peltastas se posicionaron en el frente de aquella formación. Por su parte, Periandro tenía tras él a sus diez mejores comandantes. El resto de su guardia personal se sumó a la retaguardia de los hoplitas milesios. A la vez, los labradores y los pedestres campesinos que solían trabajar aquella hacienda se mostraban harto temerosos de la situación y ya se iban preparando para recolectar las cosechas. Algunos uncían los yugos para las muchas yuntas de bueyes, otros arriaban tropeles de mulas y asnos hacia los carros de ruedas circulares, y otros tantos cargaban consigo las trillas y mayales que muelen los granos y separan las espigas de la siega. Mientras tanto, cientos de esclavos, que allí también ejercían tareas de maja y labranza, seguían órdenes estrictas de traer tierra y arena de los terrenos aledaños para formar una docena de montículos, repartidos de forma espontánea por los campos más próximos a la hacienda. Todo aquello parecía formar parte de la enhebrada estrategia de Trasíbulo. Junto a él, Periandro, por su parte, observaba desde la seguridad de la torre aquellos movimientos con grave atención.
Sólo el repicar de las aves de rapiña ahora descendía desde las alturas perforando el velo del silencio, mientras las primeras caravanas de granjeros, protegidas por una tropa de infantes, ya retornaban de los labrantíos más distantes con los carros colmados de mies, granos, cebada, maíz y gavillas de paja. Ni bien llegados al punto, los esclavos tomaban una buena parte de las cosechas y las destinaban a recubrir los altos túmulos de tierra y arena. De tal modo, aquellos inertes montículos ahora parecían ser rebosantes montañas que abundaban en ricas y cuantiosas cosechas.
Cada una de las caravanas integraba diez pares de gordos bueyes y una quincena de asnos cargando sólidas alforjas de mimbre. Cuando el tercer contingente habíase cargado a su máxima capacidad y se disponía a retornar a la hacienda, desde los montes colindantes del Sureste surgieron algunas filas de caballería enemiga, cuyo galope se asemejaba a la velocidad del relámpago, emprendiendo una súbita emboscada y dejando a su paso una cortina de polvareda.
Aquellos jinetes de aspecto amenazante portaban yelmos frigios de alto penacho y rutilantes grebas y hoplones. Al ras del galope, una feroz jauría de perros adiestrados en la guerra avanzaban a la par de sus largos trancos. La formación se separó en dos grupos, cada uno comandado por un caudillo, que se distinguían del resto por sus vistosas panoplias. Los que marchaban con punzantes armas en alto los rodearon por detrás; mientras otros que elevaban antorchas ardientes galopaban hacia la delantera. Los granjeros que encabezaban el grupo, despavoridos, aceleraron sus pasos con ansias de llegar al perímetro asegurado de la villa. Pero sus animales de carga, lerdos en pasos y fatigados por el trabajo, no rivalizaban en velocidad con semejantes monturas, tan hábiles para la guerra. Los jinetes no tardaron mucho en adelantarse a las primeras yuntas de bueyes y con las chispas de las antorchas iban encendiendo un anillo de fuego, impidiéndoles el seguro regreso. Mientras tanto los recolectores más rezagados eran alcanzados por los jadeantes canes de erizado pelaje o por las picas del feroz enemigo, que interceptaban sus carros y expoliaban el botín de las cosechas. En un intento de oponer resistencia a tal depredación, los honderos milesios entablaron combate con aquellos, pero la mayoría de los infantes caían, pocos contra muchos, muy superados por las fuerzas enemigas.
Periandro esgrimió algunos gestos patidifusos y observó a Trasíbulo, quien, como lo había acostumbrado, se mostraba inalterable, aunque sus ojos expresaban cierta rigurosidad. Así le dijo entonces el de Corinto:
—¡Mueve tu caballería de una vez! ¡Tus hombres serán masacrados!
—No es necesario —le respondió—. Ningún hombre de valía dispongo en esas filas. Además, no se atreverán a atacarnos —y concluyó—: observa con atención, Periandro.
Los jinetes siguieron avanzando por el flanco izquierdo y lograron alcanzar a una cuarta caravana que regresaba de los campos de cebada, más cercanos a la hacienda, y arrebataron por las armas todas las cosechas de sus carros y animales. A su vez, el resto de los granjeros se negaba a seguir avanzando desde la granja, viendo venir sobre ellos, como una tormenta, aquellas fuerzas hostiles. Mientras tanto, muchos infantes y peltastas milesios caían en la retaguardia: algunos incinerados por el fuego, otros atravesados por las armas, otros quedando lisiados para la posteridad, y otros simplemente se rendían prisioneros ante ellos. Así ganaban tiempo para saquear toda abundancia de cosechas y concluir con éxito la emboscada. Ya se habían hecho con más del total de dos caravanas completas. Pero no emprendieron retirada, sino que esperaron por el resto de la formación para reagruparse detrás del humo que desprendían las espigas. Ya podían contarse más de un centenar de hombres comandados por aquellos dos caudillos. Ni bien Trasíbulo advirtió sus intenciones de continuar con el asedio, se paró del trono y posó un brazo sobre el balcón. Elevó un grito desde la torre e hizo un ademán para que sus hombres se pongan en guardia, que así lo hicieron, y los arqueros tensaron sus arcos en dirección al cielo.
Reagrupadas las fuerzas enemigas, continuaron su avance sobre los sembradíos y ya habían alcanzado la zona de los montículos recubiertos de maíz. Cuando pasaron el tercer túmulo ya se encontraban en el rango de los arqueros milesios, que lanzaron una lluvia de saetas. Aunque ninguna alcanzó su objetivo, fueron suficientes para dispersar a las fuerzas hostiles, que se replegaron y detuvieron su marcha. Los dos caudillos miraron desde lejos hacia la residencia de Trasíbulo, lanzaron un grito de guerra que sus batallones completaron al unísono, y con el botín se marcharon velocípedos, tal como habían surgido, rumbo a las montañas del Sureste.
—¡Por los testículos fulgurantes de Zeus! ¡Esto es inaudito! —exclamó Periandro gesticulando con sus brazos—. ¡Los lidios rapaces, como una plaga de langostas, roban bajo tus narices derramando a los vientos el llamado a la guerra, y eres incapaz de plantarles resistencia!
—Te equivocas —respondió el milesio—. Aquellos hombres no son lidios, por lo menos no en su totalidad. Si has observado con atención habrás advertido a sus dos comandantes. Ambos son naturales de Mileto o, al menos, alguna vez lo fueron. Toante y Damásenor llevan por nombre. Ahora viven en Sardes y prestan servicio a Aliates, el rey de Lidia. Eso no es un llamado a la guerra, Periandro. Eso es un mensaje.
—Bastante claro para mí. ¡Qué otro mensaje pudo haber sido, sino una oda a la expoliación, al pillaje y al saqueo!
—Se negaron a avanzar una vez llegados a los túmulos de cosechas. Pensaron dejar suficiente grano asegurado para nuestros ciudadanos. Así logré reducir más bajas en mis líneas y se retiraron. ¿Qué enemigo otorga tales cortesías, Periandro? ¿Por qué crees que Mileto siempre ha permanecido excluida de todas sus incursiones armadas en Jonia? Esos bárbaros jamás percibieron tributo alguno de mis arcas. Y bien saben que sus armas jamás se acercarán siquiera a una legua de mis murallas; ni por mar, ni por tierra.
—¡Suficiente, por los dioses! ¿Qué tiene que ver mi padre con este conflicto?
—Digamos que desean algo que tiene Mileto, un tesoro. Uno por el que tu padre y yo luchamos. Un botín mucho más tentador que algunos acres de tierra. Algo más arduo de conquistar. —Trasíbulo esbozó una sugestiva sonrisa, lo palmó en el hombro y sentenció—: El día aún no ha concluido. Cuando lo dispongas, continuaremos nuestro viaje. Pronto tendrás algo para ver. ¡Libera a tus hombres!
Y así se retiró con su sonrisa, dejando a Periandro cavilar en sus mientes.
II
Después de un tiempo de esparcimiento, los tiranos y sus séquitos retornaron a las naves. Algunas horas ocuparon los esclavos en trasladar todos los cultivos hasta el puerto del Meandro. Ahí llenaban enormes tinajas y sacos con granos, mies y maíz. Cada uno de estos no superaba los cinco talentos de peso y se necesitaron cinco embarcaciones para albergarlos en su totalidad. Así todas iban atiborradas de cuantiosas cosechas, destinadas a proveer los comercios de la pulcra Mileto. Una vez concluidas las pesadas labores, las naves zarparon. Los dos soberanos ahora se hallaban en popa de la barcaza, rumbo al Oeste, y Trasíbulo tomó la palabra:
—Lo que acabas de atestiguar acontece dos o tres veces al año. Se goza de paz durante los tiempos de siembra, paz que es quebrantada durante el tiempo de cosecha. Al principio supe plantarles combate. Muchos son los lidios que cayeron bajo mis armas, pero… ¿a qué costo? También perdí a algunos de mis mejores hombres en batalla, entre ellos a mi último heredero: Damasias. Comprendí entonces que de aferrarme a las armas incurriría en ser cómplice de una ciega obstinación. Los números de las fuerzas lidias no hacen más que aumentar. No obstante, Mileto sigue ostentando el privilegio de ser luz para el mundo heleno. Difícil es sostener esta situación año tras año, pero, como ya debes saber, mantener la solidez de una tiranía no es tarea sencilla en estos días. En mi juventud, el pueblo de Mileto reconoció su fuerza en mis ojos y, tal como sucedió con Cípselo, me elevaron sobre sus hombros: yo era el único milesio capaz de brindarles prosperidad y seguridad, y el grueso de las heterías así lo determinó en unánime consenso. De la facción de los Quirómacas provengo, valerosos guerreros terrestres que dimos el golpe ante los Plutis, los perennes navegantes, que tenían por propósito hacer de Mileto una potencia naval, restaurar la talasocracia. Fieros contendientes, pero carentes de visión. En aquellos días ellos sobornaban a los altos cargos del poder con su influencia y su riqueza. Pero al tiempo de hacerme con la tiranía y de privar a muchos detractores de su aliento, algunos siguieron conspirando a mis espaldas. Al final fui traicionado por mis propios compatriotas. Condené al exilio a esas dos serpientes, los hermanos Toante y Damásenor, que no tardaron en integrar las filas lidias y volverse contra su patria nativa. Y lo que fue peor: revelaron a los lidios nuestros secretos.
—Las presas más lentas escapan aún de las garras de los feroces depredadores… ¡Pero no hubiera esperado tal cosa de Trasíbulo El Implacable!
—Mi intención era ejecutarlos, tal como hice con su miserable padre años atrás. Pero el Consejo de Dídima, liderado por mis aliados Bránquidas, decidió diferente: mostrarme piadoso y conciliador a ojos del pueblo. Las gentes no soportaban más vertimiento de sangre. Naturalmente me opuse, pero… ¡ni siquiera Trasíbulo puede contrariar los designios del Oráculo!… Y éste, amigo mío, es el resultado de la magnanimidad.
—¿Cómo encaja mi padre Cípselo en todo esto?
—En mis tiempos como general, siendo más joven que tú, Cípselo llegó a Mileto con intenciones de forjar una simaquía y una alianza comercial. Fue rechazado por los Plutis, pero yo, de inmediato, reconocí su valía: una gran ambición y un honor distintivo brillaban en sus ojos. Él necesitaba hombres fuertes en sus campañas de expansión en Argos y Córcira; y yo, un joven y ambicioso general quirómaca, necesitaba de los suyos en la guerra que librábamos contra Cos. Tú bien sabes la animosidad que a ambos nos unía por esos dorios malakas… Aquellos de la misma raza que, instigados por un oráculo, intentaron asesinar a tu padre al nacer. Pero esa guerra, que en principio suponíamos insignificante, terminó por marcar nuestros destinos para siempre.
—No podría yo imaginar de qué manera —rebuznó el corintio—. ¡Muchas veces mi padre me ha ennumerado todas sus gestas militares! ¡Me he criado entre aedos que las ponían en versos en nuestros palacios! Pero la guerra de Cos sólo estribaba en ser otro castigo hacia los dorios.
—Porque tu padre, amigo mío, sabía perfectamente cómo resguardar un carísimo secreto. Éso, Periandro, es lo que estás a punto de atestiguar. Recuerda: las verdades siempre son a medias —concluyó Trasíbulo, exhibiendo la misma sonrisa sugestiva.
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