I
La luz se esparcía acariciando con suavidad a las pasturas que lindaban la ruta sagrada hacia el santuario de Dídima. Las briznas de pasto guarecían a los invertebrados que ludían las alas de sus lomos, gratificando con sus cantos y croares la calidez que proveía el verano. El cegador resplandor del hijo de Hiperión ya se hallaba próximo a coronar el centro del cielo, permitiendo a la casa sagrada de Apolo brillar solemne sobre su comarca contigua al Egeo. Oprimían la grava de aquél sendero las sandalias del tirano, luciendo el más exquisito cuero eubeo ensartado entre las doradas hebillas, mientras sus súbditos marchaban a su espalda portando el estandarte de Corinto y vistosos oropeles de plata y marfil. Dos de ellos enaltecían la presencia del soberano agitando por el aire amplios flabelos a sus lados, bellamente entretejidos con hojas de acanto y rematados con luengas plumas de avestruz en los extremos del arco superior, mientras dos auletes por delante endulzaban el aire repitiendo largas melodías.
La más alta facción de los sacerdotes del templo ya esperaban su arribo, erguidos de bruces al amparo del pórtico sagrado, a los pies marmóreos de una magnífica estatua del flechador Apolo, que elevaba su arco de oro en dirección al Poniente. Éstos eran los descendientes de Branco, aquél joven amado por el dios, según los antiguos mitos milesios, a quien a través de un beso le otorgó los dones sagrados de la profecía y la adivinación. Llevaban en sus cuerpos las vestimentas índigo de su magisterio y en sus manos sostenían algunos bártulos cultuales y sahumadores purificantes. Sus miradas quemaban. Sabían que acuñarlo en sus tierras suscitaba presagios inciertos, pero que inmiscuían con seguridad a los entramados del poder. Una vez frente a los siervos de Apolo, los auletes cejaron las melodías mientras el tirano mantenía una mueca soberbia y sosegada. Sin mediar palabra sus ojos se escrutaron con los de los sacerdotes durante algún tiempo, consumando el inquietante encuentro. Algunos de ellos comenzaron a rodearlo esparciendo a sus anchas el incienso sagrado. El primero extendió uno de sus brazos con intención de retirarle las armas, pero el tirano interrumpió aquél gesto con su derecha, ladeó su cabeza algunas veces hacia aquél sacerdote y él mismo decidió despojarse de sus propias armas, dejándolas al cuidado de uno de sus súbditos. Una vez purificado, procedieron entonces a despejar su camino. Así se adentraba Periandro, de opulenta capa y dorada diadema de acanto, por una extensa y fúlgida escalinata que ascendía abriéndose paso entre los jardines hasta el recinto sagrado de Apolo.
Diseminadas por múltiples puntos del complejo, cabrilleaban las acuáticas fuentes con erectas estatuas centrales, todas de lustre pulido y de sobradas virtudes escultóricas. Contempló los tesoros allí edificados, templetes erigidos en torno a la colina del gran templo, casi todos del solemne cincel y la proporción helena; no obstante se distinguía entre ellos uno de estilo egipcio, con jeroglíficos esculpidos en el dintel frontal de granito, descansando sobre dos robustas columnas de capiteles lotiformes de múltiples colores. Con certeza, acusaba el nombre del rey Necao, pues tanto era el prestigio del que gozaba el santuario de Apolo Dídimo en estos días. Pasando los tesoros, cada paso dado en dirección al gran templo parecía magnificar su opulenta fachada, pues, a la distancia, el tirano había prejuzgado sus dimensiones. Dos estandartes de tela amarillenta exhibían un arco bordado en oro y tremolaban atados desde los altos pilares centrales. Las obras habían concluido: aquél templo era una gloriosa sinfonía ornamental que secuestraba el aliento de los peregrinos. Al punto que su cuerpo iba ya cubriéndose por la sombra del labrado arquitrabe frontal y de las esbeltas columnas que lo sostenían, adentrándose en la cella, una voz afable y varonil lo llamó por su nombre:
—Periandro, mi huésped. Apolo te recibe. Acércate. Camina conmigo.
En uno de los corredores laterales de la sala hipóstila, por fuera del templo de bellísima proporción, lo esperaba su anfitrión en soledad: el bravo Trasíbulo. Su frente era amplia, como su espalda, y sus ojos avejentados destilaban al sol un tono cetrino. Sobre una de sus hombreras broncíneas se apoyaba su cabellera abundante y cenicienta, ataviada con numerosos anillos de plata, similares a los que prensaban su barba grisácea por debajo de la quijada, que se unía a su largo bigote. Por un costado asomaba la envergadura de un ala de enormes y pardas plumas: un águila con el cráneo envuelto de cuero se posaba solemne y majestuosa sobre el guantelete de su brazo izquierdo. Acercóse entonces el corintio hacia el antiguo aliado de su padre y procedió a dirigirle la palabra:
—¡Trasíbulo! Mucho has avejentado desde nuestro último encuentro —asertó.
—Sólo los dioses permanecen impasibles ante el cruel embate de los años inexorables. Pero me han favorecido con otros dones: salud, vigor, bravura… Sugeriría que no cimientes tus juicios en meras apariencias.
Respondía el soberano de Mileto sin apartar la vista del ave rapaz; se admiraba del poderío del animal mientras rascaba su pecho y la alimentaba con carne cruda. Soslayando sus palabras, Periandro decidió proseguir la plática, pero lo detuvo un instante su par milesio: torsionó su brazo y desenlazó el estuche de cuero que vendaba los ojos del águila para que sus recias alas batan los aires y remonte raudo vuelo por la planicie emitiendo un altitonante y agudo graznido; ambos tiranos se admiraron del espectáculo.
—¿Has recibido mi mensaje? —Periandro quebró el silencio.
—¡Ah, en buena hora! —dijo Trasíbulo, que procedió a caminar algo más adelantado y dando su espalda al corintio.
El milesio detuvo sus paso en el límite del recinto. Por debajo de su izquierda, contemplaba los jardines del santuario y, más allá, las cumbres del monte Latmo, que ocultaban tras sus faldas toda la extensión del continente de Anatolia, los territorios de Lidia. Por la derecha, distando unos diez estadios, se erguía el santuario gemelo de la flechadora Ártemis. Observaron el vuelo rampante del águila morir al posarse sobre aquel lejano frontispicio y ambos soberanos se solazaron algún tiempo con la gloria de esos paisajes.
—¿Para esto me has convocado en Dídima? ¿Para contemplar la belleza de tus vastas tierras?
—Al menos, en esta ocasión, es bueno que no hayas enviado a uno de tus emisarios. ¿Qué hubiese deseado tu ánimo?
—Tal vez algo de vino… mujeres, danzas, canciones… ¡Deberías aprender de los lesbios! ¡Aquellos sí saben cómo agasajar a sus huéspedes!
—A veces los ojos engañan, Periandro. Esta vez, menesteroso será que oigas la canción de mi tierra —respondió, sosegado, Trasíbulo.
—¿Es éste otro de tus acertijos? Escúchame, viejo… mi padre solía estimarte en demasía. Decía que tu guerra es noble. Pero nunca llegó aquél a atestiguar una Corinto tan próspera y consolidada como lo está ahora. Pues no sólo argivos y arcadios ahora responden a mis dominios. ¡Mis colonias pacen sus rebaños desde el Adriático hasta el Mediterráneo y más allá del Bósforo por todo el Ponto Euxino! Es por el manifiesto honor de mi padre hacia tu causa, que jamás he interferido en la tierra de los paflagonios, donde tiene Mileto sus colonias más ricas. Si mi ánimo así lo dictase, ni siquiera tú junto a Teágenes, tu aliado megarense, presentarían un desafío a mis huestes. He zanjado el conflicto que azotaba el cabo Sigeo entre Atenas y Mitilene, por lo que mis naves, ahora, surcarán el Helesponto con plena libertad. ¡Concédeme razón alguna para no seguir ensanchando mis dominios!… O quizás el rico Aliates, el rey mermnada, podría brindarme una alianza más provechosa que ésta.
—¿Una alianza con bárbaros basada en la ostentación de riquezas? ¿Es así como honrarías el nombre de tu padre? —inquirió Trasíbulo.
—¡Insultas mi prudencia! ¿Acaso insinúas que conocías a Cípselo más que su propio hijo? Yo había comenzado a sospechar que tanto mi padre como tú compartían un interés en común, oculto… ¡y tanto bregué en su lecho de muerte por tal revelación!… Mi padre se limitó a incitarme a cimentar mis obras según tus consejos, ¡y así he hecho!… Pero ahora tienes una oportunidad. Pregunta a cualquiera de mis hombres qué destino han encontrado aquellos que se atrevieron a ocultar sus propósitos de mi vista.
El corintio bien rememoraba aquella ocasión, cuando, siendo primerizo en el trono, había enviado emisarios a Mileto a pedir consejo sobre cómo consolidar el poder de su tiranía debido a las tribulaciones suscitadas en Corinto una vez muerto el afamado Cípselo. Pues el deceso de su padre ofrecía a aquellos diezmados opositores una nueva oportunidad para llegar al poder. Retornó aquel emisario confundido y extrañado ante la respuesta otorgada por Trasíbulo, pues no había recibido palabra alguna por consejo, pero sí había respondido con una enigmática acción. Ante la inquietud que le trasladaba Periandro, el tirano milesio se limitó a invitar al mensajero a caminar por sus copiosos campos de trigo, cuando al punto desenvainó su espada y procedió a segar con su filo todas las bellas espigas florecidas que sobresalían en altura sobre las demás. De esa manera, todos los tallos de los trigales habían quedado parejamente alineados. Aquél emisario no dudó en calificar a Trasíbulo como “un hombre loco, destructor de sus propios usufructos’”. Pero Periandro, sagaz y lejos de considerarlo una amenaza, había desentrañado la enigmática naturaleza de su respuesta. Fue así como el de Corinto supo derramar la sangre bien lejos de sus palacios, cortando las cabezas o censurando a todos aquellos que se perfilasen como posibles amenazas a su gobierno; aquellos que se alzaban en virtudes sobre los demás de su condición, sean éstos integrantes de la plebe o de su propia corte. Y lo más importante: ejecutar tales acciones en silencio, ponderando la astucia, evitando que una voz oprimida pueda convertirse en muchas. Por esa vía, y culminando la gesta que inició su padre, allanó el terreno que lo condujo a ser enaltecido como único soberano probo de su tierra. Pero ahora el aprendiz volvía para plantar cara a su mentor, buscando equilibrar la balanza o, tal vez, una señal de los dioses que lo elevase por sobre aquél.
Al oír sus amenazas enmascaradas de palabras, Trasíbulo permaneció sin demostrar perturbación y, seguido de un gesto sonriente, sentenció:
—Sabía que llegaría este día: el día de la cosecha. —Dio largos pasos hacia el otro extremo del recinto y señaló hacia el río Meandro y sus labrantíos—. Asumo que en un puñado de días veremos el resultado de los cultivos. Hasta entonces sugiero que te quedes en Mileto. Mientras tanto, con los tuyos podrás disfrutar de nuestros convites y cortesías.
—¿Qué te hace pensar que dispongo los días que me plazcan alejado de mi tierra patria y mis palacios? —replicó Periandro, en cuyo rostro asomaba cierto enfado.
—Dudo que suscite mayores problemas para tí. Pues, si has seguido mis consejos, no deberías tener algo de qué preocuparte. —Tal dijo el milesio, manso y risueño, palmando el hombro de su invitado. Luego frunció su viejo ceño, miró hacia el éter inmenso y sentenció—: Es el séptimo día despúes de la luna nueva. ¡Ven, Periandro! Si deseas aclarar tus mientes, acudamos a nuestro encuentro con el dios.
Los hados los habían concitado justo en los días fértiles para las profecías de Apolo.
Trasíbulo continuó su camino bajo el peristilo y Periandro le siguió. Dirigieron sus pasos hasta una estatua de mármol que representaba al mismísimo Branco, el muy venerado hijo de Mileto. Portaba el bastón otorgado por Apolo y una corona de flores vivas, y su estridente y pétrea mirada hostigaba al peregrino que acudía al santuario. A sus pies se extendía una peana, también de mármol, que esparcía las vísceras del animal sacrificado entre el humo difuso del incienso. Ahí se hallaba el más alto representante de la casta sacerdotal, un anciano bránquida que interpretaba los augurios de los humores. Éste manchó sus manos con la intestina sangre del sacrificio, y con ésta pintó la frente, los pómulos y las manos de los soberanos, que así descendieron por una pequeña escalinata hasta el ádyton, la cámara sagrada que se hallaba en las entrañas del templo.
Dos braseros iluminaban ese antro sombrío y subterráneo. Los tiranos se detuvieron ante una verja de madera que los separaba del circular espacio sagrado, situado un nivel más abajo. Allí, sobre las alfombras, podían contemplar a una joven desnuda, pura y virginal, estremecida en la carne por un trance místico. Un círculo de diez sacerdotes de largas túnicas la rodeaba, prosternando los cuerpos ante el blanquesino candor de la joven. Entre el humo que desprendían las hierbas consumidas por el fuego, inducida a una danza amorfa y salvaje, ella se retorcía invocando la voz y la presencia del dios. Una vez el dios ingresó en su cuerpo, con sus extremidades convulsas y las pupilas ocultas bajo sus párpados, emitió cavernosos estertores y barboteos involuntarios provenientes de su pecho y garganta, mientras el sacerdocio iba apuntando los crípticos sonidos que regurgitaba la pitia: el sagrado lógos de Apolo Dídimo.
Consumado el rito oracular, los soberanos emergieron del ádyton hasta el naos del templo. Allí, una gran tinaja contenía el agua lustral, y con ella purificaron sus rostros y manos. No pasó mucho tiempo hasta que los sacerdotes llegaron al consenso unánime y el anciano bránquida se presentó ante ellos con la precisa sentencia tripartita del dios:
«No perturbes el sueño del sabio.
Las cosechas florecerán en el Este.
Y la unión prevalecerá.»
II
Momentos después, ambos séquitos y tiranos dejaban atrás la sagrada morada del hijo de Leto. Les fueron otorgados una formación de vigorosos caballos tesalios con ornados carros y monturas; y al punto ya enfilaban rumbo hacia el corazón de Mileto, la pólis más rica y próspera de toda la Jonia. El sendero sagrado desde Dídima era estrecho y directo. Por tramos, algunas esculturas de caliza, de bronce, de mármol o marfil se erigían en magnificencia a sus lados. Cada una de éstas, a sus bases presentaban peanas pulidas a modo de altares sacrificiales, donde los ciudadanos se acercaban a diario a hacer sus votos y ofrendas a los distintos héroes, dioses o figuras allí inmortalizadas; por lo que podía percibirse un abigarrado cúmulo de aromas al transitar aquellos parajes.
En su mayoría, el sendero se presentaba llano y veloz, sólo algunos altozanos presentaban cierto desafío a los raudos corceles. La última ladera permitió a los hombres elevarse sobre el nivel del Egeo y sobre las anchas murallas de Mileto. Por debajo de sus largas miradas ya observaban el fervoroso tráfago milesio aconteciendo por las plazas, calles y costas que abrazaban toda la ciudad. Un puerto comercial se emplazaba pasando un pórtico en la muralla que miraba al poniente; otro de orden militar se ubicaba en la muralla que daba al levante. ¡Tanto relucía esa península a los ojos! ¡Mileto, la brillante y lanceolada! Que desde la sólida tierra se internaba hiriendo por ambos lados al ponto rugiente.
Elevando las miradas, por sobre las incontables techumbres de las residencias, un golfo esplendente espejaba el brillo de Helios. Se adentraba desde el límite del Egeo, donde moría su furia, como un gigantesco estuario que cruzaba hasta el frente de la tierra, descansando en la base de las crestas del monte Micale. Allá, toda la extensión de la pólis de Priene cabía en un solo ojo; la exuberante Samos parecía fundirse en la tierra, que ocultaba el paso marítimo que la separaba del continente; y hacia el Oeste, más lejana, podían avistar también toda la aglomerada Miunte, que sólo era la sombra de Mileto. Incesantes eran los viajes de los múltiples navíos surcando aquel golfo, intercambiando bienes y mercancías provenientes de todo el mundo conocido con las póleis vecinas. Sus coloridos velámenes, henchidos por los suaves soplos del Noto y el Bóreas, a un tiempo decoraban el paisaje marítimo… ¡Tal era el corazón palpitante de la Jonia griega!
Así fueron recibidos nuevamente los corintios en tierras ajenas. Les fueron otorgados decorados salones en el Palacio de Huéspedes, emplazado sobre una colina con vistas al ajetreado puerto comercial de Mileto, lo suficientemente elevado como para sortear el singular hedor que los puertos más prolíficos suelen expeler. Para agasajarlos, con el primer lucero de esa misma noche iniciaría el ciclo de cantos épicos de Arctino, el gloriado poeta milesio que sus compatriotas inmortalizaron con un espléndido oro de doce codos de altura en el centro de la plaza pública. Este antiguo aedo habría sido el primero de los homéridas, una escuela de poetas itinerantes cuya tarea consistía en vivificar los cantos homéricos, llevándolos por todo el mundo egeo y más allá. Tenían sede en la isla de Quíos, pues eran los quiotas quienes se arrogaban para ellos la patria de Homero; pero, según las lenguas populares, era Arctino, orgullo de Mileto, el único en haber sido instruído por el egregio aedo de los tiempos, que en la gloria canta portando los laureles de las nueve Musas.
Siete días con sus noches pasarían los corintios en aquella rica pólis, pues mucho tenían por ver. Los súbditos de Trasíbulo, la corte entera junto a los miembros de su familia, se encomendaron en servir a sus huéspedes durante cada hora de su estadía. La ciudad de Mileto no destacaba precisamente por su tamaño, pues la mar abrazaba el cinturón de robustas murallas de granito y delimitaba su extensión, sino por sus historias, la erudición de sus ciudadanos, el orden y la pulcritud de sus edificios, y las riquezas prodigiosas que condensaba en su suelo. Bajo el férreo mando de Trasíbulo, que también presidía la Asamblea de la Liga, Mileto se afianzaba como el centro de las naciones jónicas y se erguía como el último bastión griego que los separaba de los bárbaros de Oriente, conformando una opulenta puerta de entrada a la civilización helena. Todos los saberes que los griegos traían consigo desde los confines del mundo solían pasar antes por Mileto, alcázar inexpugnable y centro del intelecto de los hombres. Además de ser una ciudad rebosante de colores, pues cada muro público exhibía vívidos mosaicos y frescos artísticos y cada estatua iba revestida por muchas manos de pintura, era una ciudad estruendosa. No obstante, al transitar Trasíbulo por sus calles todos los residentes parecían llamarse a silencio y se encomendaban únicamente en proseguir afanados y audaces con sus labores. Tal era el respeto, o acaso era el temor, que manifestaba el pueblo ante la presencia de su implacable soberano.
Con la primera tarde, Trasíbulo guió a Periandro y a sus súbditos por un camino ascendente hasta arribar a lo que parecía ser un santuario. Pues, detrás de una fila de abetos y cipreses, eran recibidos por una gloriosa representación de Ártemis bellamente tallada sobre un pedestal de mármol, elevándose por la altura de siete hombres y portando su letal saeta. Por detrás de la diosa discurría un canal artificial de agua, estrecho pero de veinte codos de longitud, contenido por lozas y escalones marmolados. Algunos coloridos pétalos y lotos flotaban austeros sobre esas aguas. A su alrededor, separado por el verdor de la hierba, se desplegaba un remanso de afable tranquilidad. Éste estaba delimitado por columnatas y stoas: una a cada lado de la extensa fuente y otra hacia el fondo, cerrando el recinto. Aquella era una maravillosa proeza de arquitectos, tanto por la armonía que manifestaban las proporciones como por la disposición funcional que otorgaba al espacio. Detrás de las hileras de esbeltas columnas podían advertirse a varios milesios con sus clámides transitando por los umbrosos pasillos de lajas rutilantes. Por detrás de ellos, las paredes se revelaban atiborradas de rollos de papiro dispuestos en robustos anaqueles de cedro. La misma noble madera que materializaba las amplias mesas, como si fueran las de fastuosas residencias, y que se distribuían por distintos puntos del espacio, tanto al exterior como a la sombra de las columnatas. Apoyándose sobre éstas, numerosos eran los objetos y papiros desplegados bajo la minuciosa mirada de aquellos eruditos y escribas congregados en cenáculos, que los estudiaban y manipulaban con gran pericia.
—¡Periandro, alegra tus ojos contemplando el Artemision! ¡El sueño de Mileto! —habló Trasíbulo extendiendo sus brazos. Sus invitados entonces lo siguieron, y él retomó su discurso—. Desde antaño, como sabes, Mileto debe su esplendor y fundación a la Doncella Cazadora. Antiguamente, este espacio fue consagrado a la casta diosa. Aquí mismo solían celebrar asambleas todos aquellos integrantes de las partidas de caza con las que alimentarían a sus gentes. Los fundadores milesios eran excelsos en su arte, razón por la cual nuestros ciudadanos persiguen el perpetuo refinamiento de sus oficios. En este archivo solían registrarse los resultados de las partidas de caza, las raciones que pertenecían a cada familia, la contabilidad del tesoro… Con el tiempo, los asuntos militares también fueron acuñados en este recinto y desde aquí se planificaban las campañas de expansión. —Señaló hacia un sector—. Aquellos anaqueles custodian numerosos originales y copias de antiguos tratados de guerra, tratados de paz, estrategias de avanzada, como así también poemas fundantes de todo pueblo que haya guerreado alguna vez sobre la tierra. Ahora, en este espacio convergen en íntimo diálogo las ciencias y las artes. Pues aquí, bien puedes verlo, acuden por igual las mentes más fértiles. Astrónomos y geómetras, matemáticos y navarcas, físicos y arquitectos, gramáticos y rétores, logógrafos y geógrafos, botánicos y apotecarios, escultores y poetas, y, por supuesto… estrategas y hombres de guerra. Generales que estudiamos el arte de las gestas militares y los fundamentos que impulsan a un hombre a matar y a morir por la sombra de un sueño.
Así concluía el tirano sus palabras, cruzando graves y firmes miradas con Periandro. Quizás buscaba amedrentarlo con semejante blasonería. Pero el corintio, aunque maravillado por aquel espacio, intentaba contenerse en sus ánimos, pues no deseaba incurrir en meras adulaciones; y así le dijo:
—Ciertamente, has hecho de Mileto un bastión caro a los dioses, viejo amigo. Pero los reinos y los estados no surgen sólo a partir de la mente, sino que se alzan sobre el músculo y la carne de los cuerpos que lo habitan. Los nutren las riquezas tangibles y mensurables que provee la tierra fecunda. La mente es sólo un medio, Trasíbulo, no un fin.
—La mente es una idea, Periandro. Apenas un atisbo de representaciones ficticias. No es una realidad material, sino ilusoria. No tiene forma: se adapta. Su esencia está hecha de la misma cosa de la que están hechos los sueños, los miedos y las pasiones mortales. Por lo tanto, digo yo, conquista la mente de los hombres y te aseguro que les habrás conquistado la tierra —replicó el de Mileto.
—¡Ah, qué gran premio habrá sido para tí que tamaña revelación te alcanzara a los años que llevas! —Respondióle Periandro con cierta irreverencia, dejando en claro que no era de su agrado ser replicado.
El milesio no sólo le toleró la osadía, sino que esbozó sonrisas junto a él; y sentenció:
—Tal vez no sea más tierra lo que precisa Mileto, sino continuadores… Un legatario.
Así prosiguieron otro tanto discurriendo en sus asuntos, intercambiando galantes galardones, y al avanzar las sombras que anunciaban la venida de la noche, ambas cortes se congregaron en la colina de la acrópolis. Después de saciarse de hambre y bebida en el gran banquete, oficiaron una ceremonia de apertura al ciclo de cantos de Arctino. Periandro insistió en que sea el viejo Arión quien haga los honores de iniciación, y Trasíbulo cedió a su capricho. Narrarían los acontecimientos de la Etiópida en lo que durasen cinco noches, una por cada uno de sus cantos, y concluirían versando los hechos del Saqueo de Troya, añadiendo dos últimas veladas al ciclo épico.
Periandro decretó que Licofrón lo acompañara sentado a su derecha, mientras que su bella consorte, Melisa, lo haría a su izquierda. Jamás había tenido su mozo hijo la oportunidad de ser impartido con los fieles originales de los incorruptos versos de Arctino, custodiados con celo y puestos por escrito por sus propios congéneres luego de extraerlos de un espacioso cofre enchapado en rutilantes láminas de oro. Desde tierna edad, Licofrón había manifestado un interés apasionado por las aristías de las belicosas amazonas y de Memnón, el rey etíope, y cómo encontraron sus muertes por la mano del audaz Aquiles. Además, famosa era esta región por el fervoroso culto que rendían al hijo de Peleo. Entre otras cosas, afirmaban que no era otra que Mileto aquella ciudad que describía Homero al cantar sobre el escudo que Hefesto forjó al poderoso héroe. Periandro no podía esperar menos, pues en Mitilene su hijo se había gloriado en gestas atléticas, y en Mileto gozaría de una poesía refinada, lo que complementaría con creces a su educación ilustre.
Los milesios, vanagloriados de sus ingenios sin par, incursionaron en una atractiva moda de ofrecer representaciones poéticas. El rapsoda se encaramaba a un estrado; al coro lo conformaban liras, crótalos, sistros y panderetas; mientras por debajo, en una espaciosa tarima, un grupo de jóvenes bailarines danzarían sin pausa. Todos portaban máscaras heroicas, refinadas y de múltiples estilos, y representaban con sus atléticos cuerpos las hazañas que los versos iban narrando.
Con aladas palabras se iniciaba entonces el ceremonioso ciclo arctínico.
«¡Sean las Musas invocadas!
Desciendan desde sus moradas sagradas,
háganse carne en mi lengua y se asienten sobre mis palabras,
y canten con gracia los infortunios acaecidos
una vez que, a manos del Pelión, fue abatido
el preclaro Héctor, semejante a un dios,
y la pira lo devoró, y la tierra cubrió sus huesos,
permaneciendo los troyanos en la ciudad de Príamo,
temerosos de la furia del Eácida de audaz espíritu…
Como las vacas en la espesura no se arriesgan
a encontrarse con un terrible león, sino que huyen
en tropel escondiéndose entre espesos ramajes,
así en la ciudad temblaban ante ese poderoso guerrero,
al recordar a cuantos antaño los privó de la vida
cuando se lanzó furioso por las bocas del Escamandro
y a cuantos aniquiló mientras escapaban al pie de la muralla,
y cómo abatió a Héctor y alrededor de la ciudad arrastró su cuerpo,
y a los otros que masacró a lo largo del infatigable mar
cuando por primera vez llevaba la perdición a los troyanos…»
El espectáculo que brindaban los mancebos milesios era cautivante, pues estimulaban con creces a todos los sentidos. No bastó mucho tiempo de más para que sus huéspedes corintios se muestren conmovidos por aquella pintura, pues era un fresco de vivos movimientos obedeciendo a la métrica lírica; y tan inspirador que parecía penetrar los umbrales sagrados. En adición, detrás de la escena, otros hombres orquestaban efectos lumínicos sobre los braseros, avivando y amainando el fuego según requerían los versos, conformando un espectáculo ritual de luces y sombras y corales y melodías, sin parangón en cualquier otra pólis de toda la Hélade.
«Y entonces, desde la muy boscosa Tracia
llegó Pentesilea, revestida de la belleza de las diosas,
por dos motivos: por arder en deseos de una guerra luctuosa
y, ante todo, por evitar una odiosa y vergonzosa reputación,
no fuera que alguien en su propio pueblo la injuriara
con reproches debido a su hermana Hipólita,
por la cual se acrecentaba su pena: pues le había dado
muerte ella con su robusta lanza, no de forma intencionada,
sino al tratar de alcanzar a una cierva…
Por ello llegó entonces a la tierra de la muy gloriosa Troya
y además, su corazón belicoso la empujaba a purificarse
de la funesta mancha del asesinato y a aplacar con sacrificios
a las espantosas Erinias que, irritadas a causa de su hermana,
desde aquel mismo instante la acosaban invisibles,
pues ellas siempre dan vueltas alrededor de los pies de los culpables,
y no hay quien, tras haber cometido una falta, escape a sus miradas […]»
III
Con aquél recuerdo de Pentesilea encarnizado en su mente habíase quedado la discreta Melisa, cuyos ojos grisáceos guardaban hondos pesares y secretos, cuando, una vez culminada la primera velada, se dispuso a entregarse al sueño en ostentoso lecho ajeno. Era una mujer ingeniosa, de carácter y espíritu fuertes, cualidades que aderezaban su belleza, pero en aquellos días se sentía vulnerada por extraños sentires.
No pasó mucho tiempo para que un pernicioso óniro de medianoche la privara de su sueño, sacudiéndose desde el interior de su cuerpo, acosada por una espantosa y confusa visión: a través de una oscura masa de agua, había sentido el llamado del mar. En la álgida serenidad de la noche salió la excelsa corintia en soledad por uno de los balcones del palacio, pues sintió la necesidad de orear su pecho con el plácido aire nocturno. Pero no había dulce brisa ni quietud que devolviera la calma a su cuerpo. Parecía haber perdido el habla. Los miedos que ahora se revolvían y ahogaban en su garganta le impedían pronunciar nombre alguno de sus sirvientes para que acudan a otorgarle consuelo.
Harto de vino, su esposo dormía profundamente a sus espaldas, mientras Melisa contemplaba la noche que conducía Selene en su carro de plata. Detrás de la balaustrada de mármol, posó sus manos delicadas sobre el balcón. A lo lejos, sobre el invisible horizonte marino, Zeus se regodeaba con el relámpago: iluminaba figuras nubosas con el fúlgido rayo. Ella dirigió sus ojos grises al puerto centelleante. Justo por debajo de su posición se había amarrado el opulento trirreme corintio. Allí estaba aconteciendo una escena que con horror colmó su mirada, pues parecía haber despertado sólo para atestiguar un funesto hado.
Una facción de la guardia pernoctaba en custodia del lujoso bajel, en donde pasaban el sueño los esclavos, privados de dormir en los altos palacios. Vislumbró entonces la silueta de una mujer asomándose por la borda de la embarcación, de frente a la negra mar, mientras vertía caudales de sangre viscosa que goteaba desde sus antebrazos. No tardó mucho en precipitarse al punto una masa atestada de grandes escualos atraídos por el aroma sanguinoliente; pues no era extraño que estas criaturas de Poseidón merodeasen los alrededores de los puertos al final de cada jornada, cuando los pescadores arrojaban el excedente diario de las pútridas y apestosas entrañas a la mar, agitando las aguas infestadas con sus aletas. Fue entonces cuando aquella mujer paróse sobre la borda y brincó a las olas. Sucumbió entre aquél remolino de bestias feroces, que cual festín salvaje se dan devorando sin discriminar parte alguna; y le dieron abominable muerte, desgarrando y separándole los miembros, mientras sumergían el botín entre los dentados puñales que colman sus fauces de espanto, y así se adentraron en las profundidades de los ignotos y oscuros abismos insondables.
Ante tal atrocidad vióse Melisa consternada y quebró sus rodillas, que, incapaces de sostenerla, cayeron bajo su propio peso. Con su frente tocó las lajas del piso y, habiendo atestiguado tal espanto, un sórdido llanto se le atoró en la garganta. Lo que más la atormentaba era que ella, tal vez, había sido evocadora de tal horroroso destino. Escuchó después algunos hombres vociferando sobre la cubierta del trirreme, sofocando los ánimos agitados de los esclavos. La curiosidad invadía sus mientes, por lo que suplicó a los dioses por amparo; y así los inmortales le infundieron coraje en su corazón, y emprendió sus pasos hasta la playa.
Como la áurea mensajera Iris, atravesó los somníferos pasillos y salones del palacio de bellas techumbres, a la vez que Zeus amontonó oscuras nubes y envió la lluvia sobre Mileto. Envuelta en su manto, Melisa logró esquivar a la triada de guardias milesias que deambulaban y llegó hasta el lugar del suceso: no había tempestad ni fuerza mortal que retrase su osadía. Con tal ímpetu se mezcló por el tumulto de trasnochados que nadie la reconoció, pues una reina jamás andaría sola y cubierta en mantos de la intemperie.
Sólo uno de los hombres allí congregados distinguió su presencia. En situaciones corrientes se hubiese dado a la juerga junto a sus hombres, pero ahí se hallaba Hárpalo, él mismo privado de conciliar el apacible sueño y guardando el perímetro del trirreme. ¿Cómo podía el robusto general corintio pasar por alto su fatal belleza, si tan sólo uno de sus delicados tobillos, el perfil de sus labios, o el agraciado quiebre de su cintura hubiesen bastado para dilucidar su primorosa figura? Como la tardía flor primaveral guarda el bulbo en su seno, recelosa de las abejas que fecundarán el preciado néctar, así atesoraba Hárpalo el recuerdo de cada rincón de su cuerpo arraigado en sus mientes. Sólo unos pasos bastaron para que logre sujetarla por uno de sus brazos lábiles y, antes que Melisa se disponga abordar el agitado bajel, consiguió alejarla consigo. El general advirtió el gran desasosiego que le brotaba y hería sus ojos.
—Oh Melisa, mi reina… ¡No es éste lugar para vos!… —Susurró por lo bajo el general, evitando tocarla con su mirada.
—¡Oh, por los dioses, valeroso Hárpalo! ¡Cuéntame puntualmente qué misterioso hado tejieron las Moiras en este bajel en mitad de la noche!
—Ha ocurrido un suicidio.
—¡Ay, entonces mis ojos no me han engañado! Dime, Hárpalo, ¿qué identidad tenía aquella que ha sufrido semejante destino atroz, tanto que los dioses nunca deberían decretar para un mortal? Pues, ¡a una mujer he visto arrojarse a estas aguas feroces y atestadas de bestias!…
—¿Qué asuntos buscas desentrañar aquí, mi Señora? No hay ningún hecho que requiera tu presencia. Estos sucesos son faena corriente para hombres como yo… Muchos son los esclavos que he visto decidir sobre su propia vida, instigados por los luctuosos padecimientos que toleran de sus amos crueles e imprudentes. ¡Muy oprobioso puede resultar para éstos ser mandados y azotados, como si sus carnes fuesen meras mercancías!
—No busques evadir mis intrigas, ¡oh Hárpalo!, que bien enterada estoy de tus astucias… Dime sin más tapujo qué alma supo habitar ese cuerpo desdichado que ahora emprende tan infame y penoso viaje al Hades…
—¡Nada de eso es lo que pretendo, mi noble Dama!… —Hárpalo inclinó su cuerpo en señal de reverencia—. Pero si con tanta intriga me lo estás exigiendo, te diré sin más ambages… Era una esclava tracia vendida por tres dracmas algún tiempo atrás en el diólkos, cuando su precio en un principio valía tres veces esa cantidad. Sirvió como criada en tres opulentas residencias corintias, siendo la de Eudoro El Soberbio, la última en que postró sus rodillas; pero jamás siquiera fue diestra para esos labores. Es todo cuanto he podido saber… Y además puedo decirte que he visto sus ojos yermos y estériles, pues carecían de soles o anhelos. Tal es el aciago destino que los dioses decretan para esos miles que vagan esta tierra despojados de nombre, de arraigo y de familia, condenados a arrastrar las cadenas de la servidumbre… ¡Pues lo mismo les vale la parca que soportar mil tormentos esperando por un digno vivir!… En cambio tú, Melisa… —La miró—. ¡Los dioses han colmado tus ojos con venturas y bendiciones que se elevan sobre toda riqueza palpable! ¡Y cuántas más esperan por ser puestas en palabras!… Siendo primera entre las mujeres de la pólis más rica de la Hélade, y legítima esposa del soberano más opulento, quien tanto goza de tu presencia y a quien has dado notables hijos amados, no deberías involucrarte en estos asuntos… ¡Estima sin igual es de la que tú gozas, mi noble reina! ¡Prestigio que he sido honrado con el deber de proteger! ¿Qué pensarían los hombres aquí presentes si te vieran hurgando entre los bajos improperios de simples esclavos?… Regresa, pues, con tu esposo y tu amado hijo, el valiente Licofrón, que hasta éstas tierras ha navegado junto a tí, con ánimos de que lo veas forjar un brillante y próspero futuro. ¡Por él te consolidas fuerte y, en estos días, necesita los consejos y el sostén en los brazos amorosos de su madre, excelsa entre todas las demás! ¡Cuántos hijos e hijas de Corinto sólo pueden soñar con gozar tales privilegios! El trono y el lecho que otras tantas madres y concubinas desean ostentar, tú lo ocupas bien por méritos propios… Mi reina… —Melisa elevó su rostro hacia él y, en esa pausa, sus miradas perdidas parecieron encontrarse por primera vez. Hárpalo pestañeó, como herido por la belleza de ella, y se esforzó en completar su discurso—: …como primer protector de tu familia, yo mismo me encomendaré a llevarte en prisa hasta el palacio.
Mientras el tumulto lograba ser mitigado por los celadores corintios, Melisa había escarmentado en aquellas palabras, que le habían otorgado un inusitado soplo de sosiego y serenidad. Ciertamente seguía perpleja en los fueros internos de su alma, pero decidió no persistir en sus indagaciones. Al punto se hizo Hárpalo con su solípedo corcel y, cautelosos de levantar sospecha alguna, ambos ascendieron hasta el Palacio de Huéspedes.
Así cabalgaron furtivos sobre la misma montura; siguieron los caminos de las penumbras hasta arribar a la residencia. Una vez penetraron el atrio, el general otorgó a la reina un sudario seco y un quitón dórico, confeccionado en lino y con bellos orlados de lana que había extraído de las tiendas de campaña. Bajo una pérgola y a la lumbre tenue de un brasero, Melisa procedió a escurrir sus cabellos de cobrizas hebras y se despojó del manto humedecido que la vestía. Hárpalo le daba la espalda otorgándole la austera privacidad que podían permitirse, censurando el fervoroso deseo de voltear para admirarse una vez más en la inefable belleza que dimanaba su cuerpo desnudo, cincelado por los dioses.
—Hárpalo… —susurró ella.
Él escuchó su dulce tono de voz y no se sorprendió al sentir un regocijo de igual dulzura embargándolo entero… ¡Ay, cuánto más bello sonaba su nombre puesto en esos labios!… El general vaciló un instante antes de voltear. Con el rabillo del ojo atisbó la silueta de su entera y desnuda beldad: entre el fuego manso y una nube blanquecina se delineaban las curvas virtuosas de una figura divinal. Combatiendo los impulsos pasionales, Hárpalo recibió de sus manos aquel sudario humedecido. Así Melisa se arropaba en telas brillosas y volvió a investirse de su radiante y habitual belleza. Antes de adentrarse por el pórtico se aproximó a él y a través de la chispa reverberando en sus ojos glaucos, le manifestó con cordiales palabras su gratitud.
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