Libro I: «Kairós»: (VI) “Epifanía; el Espanto Sagrado”

Libro I: «Kairós»: (VI) “Epifanía; el Espanto Sagrado”

Alkaios Gaelli

16/03/2025

Mientras tanto, en las orillas de aquel mar azafranado se hallaba Irana, sentada en tormentosa soledad, llorando las cuitas que desgarraban su alma. Despojada de consuelo, su pecho se cerraba dificultando su respiración. Como una llaga, la sombra de su maestra hurgaba en sus mientes socavando las entrañas de su crudo dolor. Podía sentir cómo se desmoronaba el templo en el que había creído durante mucho tiempo, y todas sus ilusiones, sus anhelos, volvíanse añicos.

La marea creciente mojaba sus vestidos trayendo consigo fragmentos de caracolas y conchas. Entre sus manos tomó una ostra reluciente. La observó por un momento y vio que exhibía un contorno filoso. Vaciló sobre qué hacer con ella. La llevó a la altura de su cuello y con su filo recortó un largo mechón de sus rizados cabellos y hacia la mar lo encomendó en exvoto. Después realizó dos incisiones sobre las blancas palmas de sus delicadas manos y comenzó a vertir su sangre sobre las olas, mientras aladas palabras salían de sus labios:

«Oh, altísimo Poseidón que sacudes la tierra,

permite a las hijas de Nereo acudir a mi llanto,

que el desconsuelo y la desilusión me desbordan

y pronto mis lágrimas rebalsarán tu gloria.

Que no permitan que mi juicio ceda a la locura,

pues yo jamás he desafiado los divinos mandatos

La herida abierta que ahora quema mi carne,

supura de penosas vergüenzas y vejaciones,

en nada comparables al dulce dolor sentido

al unirme en Amor con aquel varón esa noche,

a quien mi tesoro entregué en devota adoración

a la áurea chipriota, la diosa del Amor

No imputo a Ella los males que ahora me aquejan,

porque a su cálido llamado decidí acudir

cuando su fuego sagrado encendió mi corazón

instigada por el desdén que de ésta mortal sufrí,

que construye templos con palabras

y destruye la inocencia más pura con cizaña

¿Qué otra naturaleza se esconde en aquélla

que doblega voluntades a su antojo,

que hace de las jóvenes arcilla de su pella,

que a mi familia ha lanzado maldiciones,

cuando mi inocencia me ha traicionado?

y a Tí me dirijo ahora, Afrodita trenzadora

¿Es el amor tan doloroso como dicen?

¿Qué de malo hay en obedecer el dictámen del corazón,

si llevaría felicidad y honor a mi padre con mi decisión?

Ser amada es lo único que anhelo

Y mi ánimo me dicta que es ese varón,

quien puede brindarme tal bendición

Oh Poseidón, este rojizo resplandor es el espejo

que refleja el encrudecido dolor de mi alma

Con tu sal sutura mi herida y séllala para siempre,

y que las Nereidas me cobijen en su gracia

Acepten con apremio este exvoto de sangre

que la Noche se cierne y mejor será respetarla…»

___

Concluyendo aquel soliloquio Irana sumergió sus manos en la mar; se entregó al dolor que acarreaba el embate de las olas salobres. Luego, portando la concha entre sus dedos, desgarró las telas de sus vestidos y ató los harapos resultantes alrededor de sus manos a efecto que cese su sangrado. Se dispuso a retornar antes de ser abrazada por los peligros de la noche.

Un largo trecho y agobiantes horas la separaban de la seguridad de la pólis. Pensó en rodear las costas y los acantilados hasta llegar a la ciudad, pero era un camino largo, infestado de bandidos y piratas, por lo que decidió volver sobre sus pasos, siguiendo aquel arroyo a contracorriente.

Había llegado a la mitad del camino cuando su visión comenzó a tornarse borrosa. Perdía mucha sangre, sangre que ya teñía y empapaba las vendas andrajosas que oprimían sus manos. El curso del agua y la vegetación boscosa se volvieron bultos informes y sus débiles pasos se desvanecían bajo la inmensidad de la noche temprana. No podía observar su rostro, pero sus brazos se habían tornado de un alarmante rigor pálido. A duras penas pudo vislumbrar, descendiendo desde lo alto, una flor de asfódelo blanco, antesala del nafasto perecer, y una repentina niebla que se elevaba bajo sus tobillos. Sin poder sostenerse, así desfalleció a la vera de aquel arroyo y se sumió en la más omnímoda negrura…

En estado incierto volvió a abrir los ojos. No sentía el peso de su cuerpo. Lo único que podía atisbar —o al menos lo que parecía ser— eran las siluetas de las ramas de un árbol seco, que contrastaban con la bóveda oscura y se movían de un lado a otro. Ordenó a sus manos aferrarse a una de esas intrincadas sombras, y un empujón divino la precipitó nuevamente hacia la oscuridad.

Su consciencia perduraba suspendida, etérea, y ahora podía percibir un hedor fétido, como si se tratase de un aliento pestilente. Se sentía en territorios ajenos al reino mortal, un espacio liminar, como si la presencia divina gravitase en su torno. Como de lejos llegaban a su escucha alaridos producidos por gargantas inhumanas, que de pronto se convirtieron en roncos gemidos y bramidos. ¿Podría hallarse en las profundidades del Érebo? ¿Estaba siendo abrazada por el funesto hálito de Hades? ¿Qué clase de limbo era aquél en el que se hallaba suspendida? Un lánguido y húmedo trozo de carne frotaba la piel de sus lozanas mejillas, la ungía en un miasma espeso, repugnante. Una nueva visión volvió a apoderarse de ella. Vislumbró dos esferas negras que flotaban suspendidas, reverberando destellos de luz blanca, como si se tratase de una lustrosa superficie de obsidiana bruñida. La consciencia volvió en ciernes sobre Irana, que parpadeaba repetidas veces al intentar comprender qué era lo que atestiguaban sus ojos. Una superficie áspera rozaba sus mejillas cuando pudo comprobar la naturaleza divina de su visión. Se trataba de la gloriosísima Potnia Theron, que adoptó la forma de un gigantesco venado de dorada y majestuosa cornamenta… ¡Tan perfecto en su especie!

Irana despertó abrupta ante la abrumadora magnificencia de la criatura que tenía encima. ¿Podría ser cierto? ¿Habían sido aquellas ramas a las que se sujetó, las astas de su opulenta cornamenta? Advirtió el amplio cuello melenudo de la bestia, donde con seguridad cabían tres hombres erguidos, y quebróse la voz de su garganta. Un pavoroso asombro la invadía toda. Su pecho palpitaba con rapidez, obstruía su vital respiración. El fulgor de la Luna resplandecía sobre las dos esferas negras que aquella bestia portaba como ojos, y la noche entera, junto a todas las estrellas, con certeza podían caber dentro de ellos. Sus miradas se escrutaban a tres amenazantes palmos de distancia espejando dos reinos antagónicos. Los párpados y las pestañas del animal se cerraban y abrían como si intentara comunicar con ella, pero en ese alado instante las palabras eran vanas, pues no había idioma articulado que conecte a dioses con mortales.

Irana se halló paralizada por completo y su cuerpo no convalecía. En un salvaje movimiento la bestia sacudió su cabeza. Resopló un bufido con tal estrépito que tronó la quietud de la noche y salpicó sus mucosidades sobre el rostro de la joven: Irana experimentó El Espanto Sagrado. Sus ojos aterrados miraron a un lado, hacia la niebla, donde yacía su mano vencida y ensangrentada. Ahí, otra cierva sin cornamenta husmeaba la herida con su hocico. La hembra meneó su rabo y, observándola, lanzó un balido ensordecedor que sacudió su parálisis. Como por respuesta a ese alarido, un rugido salvaje se oyó a lo lejos. Vadeando el arroyo más abajo, Irana reconoció la silueta de una enorme osa con dos oseznos. Mediante una flecha divina, la sagitaria Ártemis restauró el excedente de sangre que había derramado e infundió comprensión en su joven corazón. La dorada pareja de venados huyó de repente. Los ojos de Irana volvieron a inundarse de lágrimas, pero esta vez brotaban en divino regocijo. Su cuerpo entero se había vuelto un río de bendiciones que depuraba sus pesares. Fue a partir de este Encuentro Sagrado, el cual estremeció con reverencia a su corazón, que encomendó su vida a dar testimonio de su sacra presencia y a rendir honores a su fuerza misteriosa.

Besada por la Luna rielando sobre el arroyo, Irana, de renovados bríos, se irguió y prosiguió corriendo rumbo a la seguridad de la pólis. La grandiosidad de la Eterna Doncella de los Bosques velaría por sus pasos.

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