Libro I: Kairós: (III) «Óniros»

Libro I: Kairós: (III) «Óniros»

Alkaios Gaelli

16/03/2025

I

El velo de Nýx se retiraba del cielo de Mitilene y hacia el Levante relucía el iridiscente rojo nacarado. La aurora Eos, de dedos rosados, se esparcía sobre la tierra anunciando la llegada de su hermano Helios. El día amanecía algo nublado. Uno de los hombres de Pítaco, por nombre Tersites, se presentó en su pórtico y lo puso al corriente de la noticia. El estado de alerta que había agitado a Pítaco la noche anterior se había manifestado nuevamente. Tiempo después, desmontó de su caballo en el pritaneo y allí los magistrados exhibían semblantes confusos. Por un lado, el cadáver de Melankros mostraba la palidez y el rigor de una muerte repentina a raíz de su calamitosa borrachera, habiendo provocado una falla en sus órganos vitales. Por otro lado, las sospechas de un complot abundaban. Una tercer conjetura apuntaba hacia un crimen pasional, algo no muy distinto de lo acontecido. Pítaco se informó sobre el desenlace de los sucesos. Le comentaron que uno de los siervos que lo había acompañado hasta su alcoba certificó su deceso a las altas horas de la madrugada. La investigación estaba en ciernes y el testigo estaba siendo sometido a un incisivo interrogatorio, aunque defendía su versión a ultranza. No había cabos sueltos. A su vez, los magistrados no ignoraban que los últimos años del perjuro soberano estaban marcados por una escandalosa decadencia, y nadie parecía decidido a sondear el magnicidio en mayor profundidad. La decisión final fue la pira. El simposio sería demorado nuevamente. Se despedirían del mandatario en un funeral digno de la nobleza mitilenia, que extendería su duelo durante siete días y revestido de ostentación, algo que Pítaco comenzaba a mirar con recelo y desdén.

Melankros había partido antes de su tiempo, dejando sólo bastardos como descendientes y parecía que los únicos lamentos, en esos días luctuosos, serían aquellos ensayados por las plañideras. Esa misma tarde, al caer la noche, se daría inicio a la procesión ritual. Se dispuso un gran desfile militar que acompañaría el cuerpo desde el templo de Zeus hasta su morada final, al pie de la muralla Oeste de la ciudad. Luego del cortejo, los trenos, las exequias y los ritos fúnebres, encaramaron el cadáver aceitado hasta la cima de la pira y el alto sacerdote colocó una moneda de plata bajo su lengua, pues serviría para pagar los servicios de Caronte, laborioso barquero del inframundo: en su barca cruzarían el turbulento Río Estigia. El propio Mírsilo, exonerado de sospechas, portaba la antorcha con la que encendió la pira. El fuego comenzó a arder tiñendo el aire de un humo espeso, oscuro. Pítaco era uno de quienes encabezaban el despliegue militar y a unos diez hombres de distancia acompañaban Alceo y, más allá, sus hermanos, quienes evitaban cruzar sus miradas. Mientras Pítaco observaba la disposición de la pira funeraria, ésta le recordó, de alguna manera, a la píxida de bronce que le había obsequiado la familia de Safo, por lo que se dejaría llevar por ese pálpito, aunque intuía que no sería sencillo dar con ella. Entre todas las mujeres allí reunidas, tras el velo del luto, Pítaco intentó identificar sin éxito el rostro de la joven Irana, pues la noche era negra. Necesitaba armarse de compostura. Decidió volver a presentar sus condolencias al tercer día y con ansias de poder hacer sus propias averiguaciones, en las cuales la joven podría, tal vez, proporcionarle información valiosa.

Pasó los próximos días intentando zurcir los sucesos en su mente. Por un lado,

pensaba en las intrigantes palabras que rodeaban el discurso de Alceo y, por otro lado, en el sospechoso comportamiento de Láriko en el banquete y en el hostigador esfuerzo de su esfera aristócrata por interrumpir su vínculo con la pupila de Safo. Además, pudo atestiguar en la plaza pública del mercado cómo un rico comerciante, asiduo de la oligarquía, azotaba violentamente a un plebeyo acusándole de robar una de sus cabras. Pítaco, revestido del respeto y la autoridad que se había ganado, pudo arbitrar en la disputa, habiendo hallado inocencia en los ojos del acusado, dejándolo libre y remunerando al mercader con una de sus cabras, en un intento por aplacar la tensión desatada en el clima social. Las tribulaciones civiles, latentes hasta entonces, habían comenzado a fraguarse. En su retorno al funeral, pudo averiguar que en su ausencia habían asistido a presentar sus honores las familias de Alceo y de Safo, acompañada de algunas de sus alumnas, ¿tal vez la misma Irana?… Esperó durante un tiempo pero no hallaba indicios de que la joven por allí aparecería. El desencuentro colmaba sus ansias, entonces pensó que tal vez podría encontrarla en otro sitio. Tomó su montura y se dirigió, decidido, hacia la escuela de Safo.

Pocos hombres tenían permitido el ingreso y Pítaco no era precisamente uno de ellos. Por otro lado, sus actividades habían sido suspendidas en virtud de respetar las jornadas de luto. Sus porteras le informaron que su maestra no se encontraba allí y que reservarían dicha información, pero Pítaco no tenía intenciones de hablar con Safo. Esperó algún tiempo cerca de allí hasta que pudo ver en su interior a Irana, de la mano de otras pupilas, quien también se percató de su presencia. La joven se acercó al pórtico de rojas columnas de madera y se dirigió hacia él:

—Oh Pítaco, no puedes estar aquí.

—Necesito saber dónde encontrar a tu maestra —le susurró por lo bajo, procurando que nadie más le oiga.

La joven había reconocido la noble actitud de Pítaco aquella noche, por lo que prestó sus oídos y su presencia en señal de gratitud. Ambos sabían que el tiempo apremiaba. Las demás discípulas estaban encomendadas a interrumpir esta visita, por lo que iban a su encuentro coreando su nombre con acentos musicales: «¡Iraaana!…»

—La verdad es que no lo sé.

—Irana, el destino cívico de Mitilene puede que dependa de tu respuesta —dijo algo nervioso, lanzando una penetrante mirada.

—Como ya te he dicho, aún mi enseñanza no ha concluido. Pero hemos escuchado rumores sobre oráculos… Las rosas de Pieria… El cenotafio o el santuario del Héroe… —respondió la joven, algo extrañada.

En ese momento, las novicias tomaron del brazo a Irana y la alejaron de Pítaco. Antes de retirarse, éste llegó a expresarle gratitud con sus ojos. Las inocuas palabras de la joven le habían resultado intrigantes, provocando que la misma intuición de alerta vuelva a anidar en su pecho. Sus palabras, tal vez, podían aludir a un mítico santuario de adoración consagrado a Orfeo, suelo sagrado que se encontraba en Lesbos, entre las faldas de los montes y cerca del golfo interior de la isla. Pítaco conocía estos relatos y estaba decidido a indagar sobre el asunto. Tomó un puñado de pétalos del suelo marmóreo de la escuela y así se marchó, ante las confusas miradas de las porteras; tal vez pensaran que los usaría para satisfacción y consuelo personal.

Tiempo después, enfiló rumbo hacia las afueras de la ciudad sobre Mélas, su solípedo corcel y acompañado por sus nobles perros: Kýnos y Diógos, un lebrel y un moloso. Éstos habían sido su fiel compañía de años en sus horas lerdas, enseñados por su propia mano desde que eran pequeñas crías. Sin embargo, en rigor de verdad, el aprendizaje había sido recíproco. Le habían enseñado algo invaluable: transformar la austeridad en virtud. Lo inspiraron a moler su propio grano, sin depender de esclavos para elaborar su propio pan. Cuando se trataba de sus perros, sus almas vibraban en consonancia.

II

No sabía exactamente cuánto tiempo había pasado desde que abandonó las murallas de la pólis, pero, según la posición del sol, estimaba transcurridas cerca de dos horas. Pítaco y sus bestias se alejaron de la seguridad de los senderos hasta hallarse rodeados del copioso verdor del prado, bajo la claridad apolínea de la tarde. Cuando se hallaba cerca del pacífico santuario de Pyrra, cuna del antiguo poeta Lesques, se detuvo y aminoró su marcha obedeciendo a sus instintos. Tiempo después alcanzó el golfo de Kallonis en el corazón de la isla, y decidió hacer descansar a sus animales mientras escudriñaba minuciosamente su entorno. Los trinos entonados por las aves cantoras de aquella región se habían tornado súbitamente tan hermosos como coloridos. Sobre su peto rudimentario llevaba un compartimento de cuero. De su interior extrajo los pétalos y, con sus manos, se dirigió hacia sus leales canes e impregnó su hocico con la fragancia de añís y eléboro. Ellos podrían, tal vez, guiarlo hacia la morada sagrada. En efecto, siguió sus pasos colina arriba. Llegó a una ladera que se extendía hasta llegar a un risco. Sobre éste, una cortina de vegetación cubría lo que parecía ser una grieta hacia el interior de la montaña, pues una brisa mecía los brotes de sus hojas colgantes. Recompensó la nobleza del animal. Le colocó alrededor de su cuello un melium que portaba en su muñeca, a base de cuero tachonado de clavos punzantes, para protegerlos de posibles ataques de lobos, jabalíes, linces o demás alimañas, y les ordenó marcharse. Se acercó con pasos sigilosos y, a través de la estrecha entrada oculta por la hiedra, finalmente se adentró en la roca.

La luz iba quedando atrás. El aire se tornó espeso. Parecía sellado por los siglos, pues humedecía sus ojos y estaba impregnado de un misterioso aroma que no era capaz de reconocer. Un oscuro y escabroso pasillo natural reflejaba a la lejanía los caprichosos resplandores y sombras de lo que parecía ser un foco de fuego. Podía sentir el peso de la tierra sobre él, como si se tratase de Atlas o del asfixiante abrazo de Gea. Como guirnaldas, colgaban desde el techo de la bóveda rocosa lo que alguna vez habían sido serpientes reptantes y ahora no eran más que los roídos huesos de sus esqueletos. La ausencia de luz presentaba una dificultad en su avance, siendo incapaz de vislumbrar cualquier obstáculo que pudiera entorpecer sus pasos. Una de sus sandalias pisó lo que parecía ser un costillar de huesos y provocó un leve crujido amplificado por la acústica, aunque, tal vez, su presencia ya había sido advertida instantes atrás. Una voz corpulenta, que parecía emerger desde todas las direcciones, quebró el silencio pronunciando sus palabras con inusitada parsimonia:

—Siglos atrás… Hasta aquí derivó… desde el Hebro… su sagrada cabeza. Su cuerpo desmembrado por la ignorancia… Sus palabras, luz de Apolo… Hijo de Calíope… Su cabeza siguió cantando separada del cuerpo… Promulgó sabios oráculos durante muchos años… Las ninfas oyeron su pena y con gran tristeza obedecieron los divinos mandatos… El Padre Zeus tomó su lira y la hizo brillar para siempre como una constelación… Cualquier alma que anhele trascender sus misterios… Debe probarse digna.

—Soy buen conocedor de ese mito —habló Pítaco blandiendo valentía, y preguntó después—: ¿Quién eres?

—Soy sólo la Voz… Si te refieres meramente a la carne, poseo varios nombres… El adivino… El purificador… El depositario… El medicante… El portador de la criba sagrada… El de la piel del Oso… El Epòptes… El Thelèstas… El mistagogo…

El dialecto y la pronunciación de su lengua ciertamente no era eólico ni correspondía con alguien nativo del seno de la Hélade. Una gota de sudor comenzaba a recorrer la sien de Pítaco, que seguía avanzando incólume a través de la penumbra hacia la fuente de luz, como lo hace el pez contra el envite de la corriente infructuosa. Aquella voz sonaba antigua y el ambiente desconocido le resultaba hostil. Una vieja enseñanza reflotó en su mente. Aquella versaba que de entre todos los innúmeros temores que aquejan las almas de los míseros mortales, el miedo hacia lo ignoto se alza muy por encima de todos los demás. Por seguridad llevó una mano hacia el tahalí de cuero, donde portaba su daga, y decidió responder con una pregunta ingeniosa:

—¿Qué pueden decir tus augurios sobre mí?

—¡Ah! Que eres un hombre favorecido por los dioses… Si fuese de otra forma… Ni siquiera te encontrarías en este lugar… «El hombre que pertenece al kairós»…

Pítaco se guiaba por el hipnotizante siseo de la fogata, y avanzó hasta llegar al umbral donde la cueva se abría hacia la luz. Sigiloso, traspasó hacia el otro lado de la cámara y, a un costado, lo primero que pudo vislumbrar era la desparramada piel de un oso. A su lado, el perfil de una figura iluminada por el fuego. Era un calvo anciano de piel grisácea, oscura, que se hallaba sentado y con los percudidos harapos de un mendigo. Comprobó que se trataba de alguien foráneo, tal vez… ¿de Nubia? ¿Egipto? ¿Asiria? ¿Persia? Pítaco no podía deducirlo. La mirada del anciano estaba fijada inmutable sobre el muro de roca que tenía en frente y ni siquiera había intentado voltear hacia el intruso. Presentaba una frondosa barba grisácea, sucia y desaliñada, que poseía viejos restos de comida incrustados entre sus toscos vellos. Entre los pliegues de su rugosa y antigua piel podían vislumbrarse viejos pigmentos corroídos adheridos al cuero, pero no eran de aquellos que se usaban en ocasiones para marcar la pertenencia de los esclavos, sino que se asemejaban a los glifos de algún alfabeto indescifrable. Uno de sus famélicos brazos sostenía un báculo de algún tipo de madera pulida. El extremo superior exhibía un intrincado tallado: una serpiente ensortijada alrededor de una esfera ovoide. Varios cuencos, vasijas, ánforas y morteros a su alrededor poseían ungüentos y preparaciones de flora silvestre. Pudo distinguir entre ellos asfódelo y malva. Resultaba imposible no percibir en su torno un aura de magia ancestral. El anciano volvió a abrir su boca para hablar y, aunque Pítaco no se había expresado, parecía que se introdujo en sus pensamientos.

—Aunque no pertenezco a patria alguna… La tierra de Dacia vio nacer y morir este cuerpo… Soy tan tracio como tú lo eres en ascendencia…

Un repentino escalofrío descendió por la espina de Pítaco. De adolescente, recordó que sus tutores le habían enseñado sobre las extrañas creencias de los pueblos de Tracia del norte y sus iniciaciones para trascender su esencia eterna hacia el más allá. De la tierra de su padre, sólo un nombre era secretamente pronunciado y venerado —como rey y como dios— con tales atributos, pero ese hombre, en aquellos tiempos, triplicaba inclusive la edad de su difunto padre. En su mente nada hacía sentido pero, sin embargo, Pítaco era sagaz. Se armó de valor y preguntó:

—Eres aquel que llamaban… ¿Zalmoxis?

El anciano giró su cabeza hacia él y pudo notar, pasmoso, cómo sus ojos brillaban perlados y extraviados, pues los años le habían arrebatado el don de la vista. Aunque el fuego debía tener alguna explicación… Una familiar carcajada irrumpió en el silencio y desde uno de los corredores emergió Alceo, seguido por Safo.

—¡Oh Pítaco, mi hombre! ¡Tu aguda perspicacia siempre te ha caracterizado! De hecho, ese es uno de sus tantos nombres —dijo Alceo, sonriente y dirigiendo su mirada al viejo.

—¡Nuestro valeroso campeón! —añadió Safo, rodeando a Pítaco con inusitada seducción—. Espero que la presencia del sabio anciano no te haya incomodado…

—Debo admitir que me ha sorprendido aún más que la presencia de ustedes aquí —contestó Pítaco.

El anciano azotó con fuerza el extremo de su bastón contra el lecho de la roca, provocando un estruendo, y sentenció mediante tono imperativo:

—¡Discurrirán en sus diplomacias fuera de recinto sagrado!

Por algún motivo que eludía a la razón, no dudaron en obedecer aquel altitonante decreto. Después de cruzar sospechosas miradas, Pítaco, Alceo y Safo se retiraron, sin pocas complicaciones, de la profunda caverna. Cuando la luz del día los bañaba nuevamente, Pítaco se dirigió a Alceo:

—Antes de que empieces a hablar, sólo imploro a los dioses que me doten de comprensión para hallar razón en tus palabras.

—Es un hombre viejo —dijo el poeta—. Un sabio de otras regiones. Como sabes, nuestra patria está abierta a la libertad de cultos. Su sabiduría enciende el afán de conocimiento que persigue nuestro oficio. Sólo venimos a presentarle nuestros honores. Además, alguien tiene que alimentarlo, ¿verdad?

—El anciano puede esperar. Pregonas «honor», pero ¿qué clase de honor posees tú que urdes durante la noche el crimen perfecto? ¿Acaso no «sólo necesitábamos exponerlo»? ¿Acaso el «sabio anciano» les proveyó del veneno?

—¡Veneno escupes tú con tu lengua al lanzar tales falsas acusaciones! No reúnes evidencias suficientes que sean capaces de sostener tus sospechas… ¡Hablas de «honor»! ¿Qué clase de honor posee aquél que arrebata la gloria de su adversario? «¡Atrapar un gran pez!» Tú sabes bien a qué acciones aluden mis palabras…

Los ánimos se tensaron. Alceo levantó su mano e hizo un ademán. De la cueva emergieron Antiménidas y Ciquis rodeados de otras sacerdotisas, y también Errafiotas, Dinómenes y Menón, otros militares nobles al mando de Alceo. Amedrentado por aquellos, Pítaco se puso a la defensiva. Sobre el hombro de Antiménidas colgaba la red que había sujetado con tanta fuerza para salvar su vida ante Frinón en aquel fatídico duelo.

—Lo único que sé es que a través de mi honor y mi sangre he evitado la caída de Mitilene. Y con ella, que mis compatriotas derramen más de la suya —respondió Pítaco, sintiéndose injuriado.

—¡Por las Musas! —intervino Safo interponiéndose entre los hombres—. Han sido días difíciles para todos… Dejemos las aguas apaciguarse. Mañana nuevamente el sol saldrá, seremos seducidos por el canto de las alondras y ruiseñores, que a la razón alumbrarán, brillante en nuestros corazones…

En este acto Pítaco intuyó que era menester llamarse a la prudencia. Aunque la mentira brillaba tras sus ojos, Alceo tenía razón: no había maneras de exponer sus maquinaciones. Ciertamente podía lidiar con esos hombres, aunque Antiménidas era un guerrero temible, quizás a la altura de Frinón. Era feroz en el combate y en el centro de su pecho latía un corazón de metal. Se sabía de su prestación de servicios como mercenario en ejércitos extranjeros, entre éstos el babilonio, al mando de aquél opulento rey que llamaban Nabucodonosor, hijo de Nabopolasar; que colgando su escudo en la espalda y empuñando un mazo con ambas manos podía diezmar un batallón entero de enemigos. De allí que recibía cuantiosas pagas y honores, mientras dejaba los asuntos diplomáticos y políticos en manos de sus dos hermanos. El menor de ellos, Alceo, tomó nuevamente la palabra:

—¡Oh Pítaco, hemos pasado muchas cosas!… Hemos celebrado victorias y llorado derrotas. Hemos compartido, pletóricos de mocedad, alegrías y lamentos de nuestra copa, escanciando el vino rutilante. Hemos jurado, mediante rito sagrado, jamás traicionar a la patria. ¡Y jamás pienses que lo haré! Jamás hemos tenido desaveniencias. Hoy Mitilene añora mejores tiempos. Tú también lo sabes. Siempre tuve grandes planes para tí. Si te marchas rehusando a tu sagacidad, la fortuna te sonríe. ¿Acaso no habías ya jurado tu apoyo y tu lealtad? ¿Acaso no estás ya cansado de moler tu propio grano? ¡Escoge tu destino, amigo!

Las palabras del poeta constantemente despreciaban el origen tracio de Pítaco, a la vez que enaltecían su vanidad, su porte de lesbio aristócrata. Por lo que tales arrogancias y displicencias, revestidas de sobornos y deslizando amenazas, no eran bien recibidas por el corazón de Pítaco. Pero, censurando sus instintos asesinos, éste decidió templarse, pues, bien lo había dicho, aún había eventos que debían desarrollarse. Alejó entonces las manos de sus armas, llevó su mirada hacia los allí presentes y después se dirigió a Alceo:

—Hablas y hablas, poeta… Dices muchas palabras, pero yo sólo veo escorpiones caer de tus labios. Pero en una cosa no te equivocas, amigo —dejó relucir su sarcasmo—: hoy no traigo sentencias hacia nadie… Dejemos eso, por ahora, al laudo de los dioses. Algunos eventos aún deben tomar su cauce natural. Pero cuando el momento llegue —agravó su voz—, no habrás de maldecir al destino por temor a su venganza.

Pítaco ensayó una fría reverencia hacia Safo, llamó a su montura con sus labios y de allí se retiró, dejando entre aquellos conspiradores un agridulce y ambiguo sentir. Fue Antiménidas quien rompió el silencio, que así se dirigió a Alceo:

—Espero que sepas lo que haces, mi mentado hermanito menor.

—¡Por supuesto, mi feroz hermano! —le respondió, rebosante de confianza—. Tú limítate a ser el músculo de esta empresa. Deja la mente y la labia en nuestras manos.

Pítaco ya galopaba de regreso a su hogar, y algunas circunstancias en su mente se iban esclareciendo. Por un lado, sabía que debía resguardarse de las intrigas de la hetería de Alceo, aunque no era capaz de saber hasta dónde podían llegar sus conjuras ni qué forma podían tomar sus injerencias. No se mantendría indolente, por lo que tenía decidido dejar constancia cautelosamente ante el propio Mírsilo. Por otro lado, un peliagudo asunto perturbaba su agitado corazón… Aquel misterioso anciano, cual si fuera el propio Tiresias revelado, y cualesquiera sean sus propósitos, evocaban en su alma un terror sagrado, un abismo, un sentimiento que jamás había experimentado. ¿Podría realmente ser el mismísimo Zalmoxis? ¿Aquel que hacía unos cien años había gobernado la lejana Tracia y de quien nada más se sabía? ¿Esa misma tierra que había visto florecer a aquel prodigioso aedo y viajante que pronunció con sabiduría el nombre de Apolo? ¿Aquél que con su lira enseñó los misterios divinos de Démeter, y que descendió a las profundidades del Tártaro? ¿Aquel que logró seducir a los propios jueces de la muerte y que llevó de vuelta a su amada Eurídice? ¿Qué vínculo podría unirlo al heroico Orfeo? ¿Qué clase de orden de las cosas sagradas yacía latente y se ocultaba esquiva a los ojos ciegos de los míseros mortales? Estaba también decidido a obtener respuestas sobre estas inquietudes.

III

Sigiloso a cada paso, retornó Pítaco a su humilde morada. Fue recibido con vigor por sus canes una vez más, lo cual alivianó un tanto sus pesares. Habiendo ya anochecido, un halo de misteriosa quietud reinaba en la pólis. Parecía no haber evidentes represalias ante sus insinuaciones, y cualesquiera fueran los planes de Alceo y su séquito, parecían confiados en ellos; o tal vez pensaban lidiar con él más tarde. Aunque le parecía una tarea ardua, sabía que necesitaba conciliar un largo y apacible sueño para otorgar orden y sosiego a sus mientes. La noche se elevó hasta su culmen y mientras se sumía en los ensortijados brazos de Morfeo, los divinos Óniros fueron enviados a manifestarse sobre su lecho.

Vióse a sí mismo errando sobre una tierra yerma, desolada, impiadosa. No avistaba horizonte alguno. A lo lejos, podía vislumbrar un monumental caldero, como si hubiese sido forjado por titanes. Sus llamas ardían con voracidad. Sólo podía tomar rumbo hacia allí cuando de repente una grieta se abrió frente a sus ojos. De las entrañas de la tierra emergió una amorfa masa negra que tomó la forma de mil cuervos que revoloteaban sobre su cabeza y acechaban su andar, entorpeciendo sus pasos. Mientras intentaba deshacerse de las molestas aves semejantes a demonios que con empeño lo acosaban y laceraban sus andrajos, observaba impávido como sus vuelos rasantes culminaban sacrificándose en aquel ciclópeo caldero, tornando las llamas en una espesa humareda que se elevaba hacia los cielos. Desprendió serpientes de sus tobillos, que trepaban como raíces por sus piernas. Rezagado, el último plumífero se disolvió en aquellas luminosas fauces, mientras la claridad se iba atenuando. En lo alto, desde las oscuras nubes hacinadas por el humo, un feroz aguacero comenzó a caer sobre aquel atroz desierto, golpeando su cuerpo con violentos huracanes. A pesar de la tormenta, aquel caldero místico seguía encendido. Brillaba aún con más intensidad a merced del monzón que, como un fuelle, alimentaba los brazos de sus llamas implacables. Pudo advertir que no era un fuego ordinario, pues sus colores eran extraordinarios, los tonos de sus resplandores oscilaban desde purpúreos a esmeraldas. Cuando se acercaba a una de sus argénteas patas, la tormenta se apaciguó y una extraña nieve grisácea comenzó a caer, bañando los jirones de sus ropajes. Una figura encapuchada se hallaba sentada de espaldas, rodeada de luengas siluetas, bajo el corazón de aquella majestuosa fragua. Parecía estar presagiando eventos y lanzando conjuros mientras elevaba su báculo, pero la ventisca aumentaba en ferocidad impidiendo ver con claridad de quien, o qué entidad, se trataba. Observó entonces sus propias manos, ajadas y ateridas por el frío, pero ese elemento ya no parecía nieve, sino cenizas que se escurrían entre sus dedos. Cayó rendido y desnudo, sin poder acercarse más, aunque lo intentase, hacia aquel caldero ornamentado por los olímpicos. Aulló entonces, desesperado, cuando el cielo ennegrecido comenzó a enviar una rabiosa lluvia de sangre que empapaba su rostro. Entretanto, desde aquella grieta podía oír los llantos de una doncella que llamaba su nombre…

Despertó súbitamente Pítaco de aquel ensueño que los dioses inclementes habían lanzado sobre su lecho. Volvió entonces la calma a su cuerpo mientras rayaba el alba. Sin poder reconocer con certeza qué significaban tales presagios, sólo podía intuir una cosa: era imperativo permanecer alerta. Ocupó las siguientes horas en componerse, entrenarse y alimentarse.

Esa misma tarde tomó algunas de sus armas, atavió las sandalias hasta por debajo de sus rodillas, vistió su capa junto a su brillante panoplia y sobre el lomo de Mélas ascendió hasta la acrópolis. A su paso fue profiriendo silenciosas plegarias a los dioses a efecto que lo amparasen. Rodeó el fuego de Hestia y se dirigió al Palacio del Regente. Penetró el pórtico del megarón. En el pronaos lavó sus manos en una fuente de alabastro y se adentró por el vestíbulo. Ya lo alumbraban numerosos braseros y caminaba bajo la vista de solemnes estatuas de antiguos soberanos adosadas a los muros. En torno al trono se reunían un puñado de magistrados y consejeros, Lirceo y Escamandrónimo entre ellos, en compañía de Mírsilo, mientras remojaban sus tobillos en una fuente bañados por la luz que penetraba por las verjas de la altísima bóveda.

—¡Oh, Pítaco, laureado mitilenio! ¿Dónde has estado en estos aciagos días? ¿Vienes por tu paga? —retumbó la voz del arconte.

—¡Mi respetado amigo! —Exclamó el legislador Lirceo y, sin dar oportunidad a Pítaco de responder, se acercó hasta él, pues algo parecía sacudir sus ansias—. Has causado una buena impresión en mi adorada Irana. Me ha interrogado exhaustivamente sobre tí y ha mostrado interés en tus grandes proezas. Pero hoy… ¡lo único que hizo fue llorar amargamente! ¡Alguien la ha reprendido con saña y vehemencia por acercarse a tí, y se niega a hablar con nadie sobre tal angustiante asunto!

—¿Se encuentra ella bien? —preguntó Pítaco, mientras podía sentir la mirada de Escamandrónimo sobre él.

—Sólo… no haya consuelo —contestó el legislador.

—Comprendo, Lirceo. Avisaré a mis mejores hombres para que custodien tu hogar lo que resta del día y durante la noche.

Acto seguido, Pítaco se dirigió al arconte:

—Mírsilo, con gran humildad requiero una audiencia.

El anciano concedió lugar y mediante un gesto hizo que los demás allí presentes se retirasen, a excepción de una docena de guardias y lanceros de la corte que oficiaban como centinelas. Se hallaban alejados y habían jurado lealtad mediante votos de silencio a su arconte, y sólo ejercerían sus fuerzas en caso de amenazas.

—Puedes hablar…

—Mi paga no es algo que me perturbe ahora mismo —dijo Pítaco. Hizo una pausa para tomar aliento y continuó—: He sido negligente. Me he expuesto de forma irresponsable ante ojos equivocados y, en este preciso instante, una noble hija de Mitilene ha de padecer injustas amenazas. Según mi código ético de conducta, es algo que no puedo permitir.

—¿Te refieres a la joven hija de Lirceo? He visto a innumerables mitilenios, mujeres y varones, exponerse en situaciones mucho más indecorosas y que no han ameritado más que algunas disputas y litigios personales. ¿Es este un asunto personal?

—Temo que es mucho más que eso. De alguna manera, este hecho confirma mis sospechas sobre una conjura. Una ignominiosa conspiración que involucra la muerte de Melankros como un hecho orquestado. Perpetrado a través de un infiltrado.

—¿Hablas de alta traición? Como lo recuerdo, siete años atrás, tu partido votó con oposición hacia la tiranía de Melankros. ¿Qué es, entonces, lo que buscas con tan graves acusaciones?

—No busco riquezas. No busco fama ni gloria. No busco posición ni el reconocimiento de las cosas laudables —hablaba Pítaco mientras deponía sus armas y buena parte de su panoplia (hombreras, grebas y brazales) sobre la superficie de un negro altar marmóreo, resonando a su paso—. Vengo con gran humildad, Mírsilo. Mitilene es mi patria y mi hogar. Expuse mi vida y derramé mi sangre por defender a la pólis. Pero soy consciente de la naturaleza de los hombres. ¡Y que Zeus Crónida nos guarde de los corazones seducidos por la vil avaricia!… Considero que ese fue el error de Melankros. Pero existe una nueva facción que adolece de la misma enfermedad del alma. Y estimo que un fuego no puede apagar a otro. Con estas palabras sólo busco que la verdad, la justicia y el honor brillen sobre nuestro suelo. Y que sean esas virtudes las que se alcen prósperas sobre mis compatriotas, y se instauren como excelencia. [areté] Por Mitilene, por mi seguridad y la seguridad de Irana, mi corazón siente el deber de informarlo a nuestro arconte.

—Admirable es tu nobleza y tu obsecuencia, Pítaco. Pero antes de que continúes, también debo informarte sobre un asunto que te involucra. —Mírsilo tomó aliento y continuó—: Esta misma mañana nuestros emisarios regresaron de Corinto. El propio Periandro y su corte acompañado por altos magistrados, junto a estadistas y legisladores atenienses, estarán arribando a nuestras costas al amanecer. El piélago los está acercando, mientras hablamos, sobre el aliento de Poseidón. Por lo que mañana celebraremos la Asamblea y debemos confiar en nuestra lucidez. En tu lucidez. He oído que impartiste justicia sobre un litigio en la plaza pública del mercado… ¡Tus acciones hablan!… Tu padre Hyrras, con sus taras y glotonerías, ya me había advertido sobre tu pujante sentido de justicia, incluso a muy tierna edad. Encontró una repentina y buena muerte, pero tuvo tiempo suficiente para expresar su deseo de que seas instruido por los tutores más aptos de mi unidad. Y así ha sido. Como debes saber, mis frágiles años amenazan mis potestades, hay desunión en mi familia y la guerra civil acecha nuestras puertas. Elevaré entonces una moción. Deseo nombrarte aisymnetes y otorgarte el mando militar y de la asamblea legislativa. Serás supremo entre mis consejeros. ¡Mi primer hombre! No puedo pensar, en estos tiempos, en un mejor mitilenio.

—Bien sabes que no pertenezco a la alta nobleza ni a la antigua prole mitilenia. Jamás lo aprobarán los altos hierofantes. Y difícilmente lo haría el Concejo de los Basileus…

—¡Invocaría entonces el llamado a la óstraca!

—Incluso si la ley y el voto lo amparasen ¿cuánto tardaría Mitilene en estallar en luchas civiles impulsadas por las heterías? Pero si aquél fuera tu deseo, bien has de saber que ejerceré tales asuntos con suma honradez. Pero de momento, mi naturaleza clama impetuosa el deseo de tratar el asunto que nos urge… ¡y que perturba mis sueños con tormentos!

—Entonces debo preguntar… ¿qué manos y qué mentes estimas que urdieron esta ruin conjura?

—No es mi intención delatar a mis compatriotas. Ni deseo aventurarme a dar tal testimonio. Pero pronto podrás juzgar por tí mismo la coherencia de mi juicio. Pues mañana alguien lanzará calumnias sobre mi nombre. Y con éstas intentará mancillar mi honor. Y si mis sospechas no son erradas, el traidor se revelará a sí mismo ante los ojos de todos.

Ante tal diatriba, Mírsilo se limitó a exhibir una torva mirada. Pítaco tomó sus armas, las vistió, se encaminó hacia el pórtico del palacio y, antes de atravesarlo, observó a sus guardias y lanzó esta última sentencia:

—Considera tener en vilo a tu cuerpo de lanceros.

Habiendo dicho esto, ambos culminaron su audiencia y regresaron a sus asuntos. Al punto que se retiraba Pítaco de allí, mandó llamar a diez de sus hombres más probos, quienes consideraba incapaces de corromper sus lealtades y que carezcan de escrúpulos, pero que fuesen lo suficientemente disciplinados en caso de un ataque. Les mandó entonces custodiar la fastuosa hacienda de Lirceo para evitar posibles reprimendas hacia Irana y les ordenó que no la dejasen salir de allí bajo ninguna circunstancia, pues tanto su inocencia, su dulzura y su pasión desinteresada suscitaban encomio en el corazón de Pítaco. Sabía que si sus tutoras se enteraban de que ella había proporcionado tan secreta información podrían vilipendiar, aún más, su acrisolado corazón, y no deseaba Pítaco cargar con esos pesares, pues algo dentro suyo lo impulsaba irrefrenablemente a protegerla.

Ya en el óikos, pasó las anchas horas del ocaso en compañía de sus fieles canes observando a lo lejos los brazos del mar intempestivo. Mientras pulía y afilaba sus armas, también manufacturaba sus propias flechas, oficio que había legado de su difunto padre. Podía sentir en sus huesos cómo las crestas del piélago acercaban a aquellos hombres que poseían el destino en sus manos, pendiendo de sus labios, y cómo las pesadas horas que tenía por delante traerían nuevamente el kairós hacia él. El manto de Nýx ya cubría toda Mitilene y observaba absorto la belleza que desplegaba la bóveda celeste, como si se tratase de un río, custodio de secretos siderales. Entre la lumbre de las innúmeras estrellas, aquella noche refulgía sobria la constelación de Lira.

IV

Se dispuso entonces a descansar sobre su pajoso lecho cuando un lejano sonido sacudió su quietud. Todos sus sentidos, alertados, despertaron nuevamente y se asentaron a flor de piel. Oyó el relinchar de un potro junto con los pasos de sus pezuñas oprimiendo la sólida tierra y, después, el chasquido de algún metal que no fue capaz de distinguir. Afuera sus perros gruñieron; prestaban atención al entorno. Estaba ocurriendo… unos hombres habían desmontado de sus caballos cerca de su puerta. Pítaco, espabilado, tomó las afiladas armas que yacían a su diestra y, procurando actuar con sigilo, se ocultó en las sombras permaneciendo atento a los cantares de la noche.

Desde su escondrijo atisbó a duras penas cómo los brillos de la luna resplandecían sobre la coraza de un hombre que caminaba con empeño hacia su pórtico. Salió entonces por detrás de su casa de piedra y adobe, rodeó su morada: utilizaría esa ventaja. Con sus músculos crispados y ansias tensas, esperó a un costado al intruso, paciente, hasta que se encuentre a tiro de su daga. En medio de la oscuridad, acercóse aquel hombre hasta su puerta y a través de una súbita reacción logró Pítaco reducirlo, tomando al hombre desprevenido por una de sus muñecas y llevando la daga veloz hacia su pescuezo, amenazándole de muerte. Al mismo tiempo, una quebradiza voz brotó de aquel hombre, que exclamó suplicante:

—¡Pítaco! ¡Soy yo: Tersites!

Se trataba de uno de sus hombres que había mandado a custodiar la casa de Lirceo. Relajó entonces sus tensiones, mas no su enfurecida y recia voz:

—¡Por todos los dioses! —espetó, exasperado—. ¡Podría haberte desollado aquí mismo! ¿Qué infortunio los conduce hasta aquí?

—Tenemos una encomienda para ti… ¡Es tu protegida!

Pítaco soltó al hombre. Las siluetas de tres jinetes aparecieron por el sendero. De uno de los caballos descendió una figura encapuchada que se acercó con pasos ligeros hasta el sitio del altercado. Con un delicado gesto retiró su capucha y reveló su identidad. Era la misma Irana, de pálidas mejillas, que reflejaba en sus pupilas chispeantes la titilante luz de las estrellas. Por algún misterioso motivo que eludía a la razón, Pítaco la notó más bella de lo que podía recordarla.

—¡Por las Musas, varonil Pítaco, no desates las furias hacia tus leales hombres! —suplicó ella—. ¡No los reproches por su accionar ni los reprendas con castigos por su insubordinación! ¡He sido yo quien les ha ordenado me traigan hasta aquí!

—¡No seas insensata, inocente Irana! —replicó Pítaco—. ¡Has sido amenazada! Nuestras vidas peligran de muerte si vuelven a verte conmigo…

—¡Por la gracia de Hera, domínate! Vuelve sobre tus cabales y prometo explicarte lo sucedido —sentenció la joven aristócrata.

Aunque seguía enfurecido en su fuero interno, Pítaco atemperó sus nervios. Ordenó a sus hombres alejarse manteniéndose en guardia y, en un acto protector, tomó a Irana por uno de sus brazos, sintiendo la delicada carne que cubría sus huesos, y así ambos se introdujeron en la calidez del óikos.

Tomó entonces la brasa de un leño y encendió un pequeño candil de aceite, brindando una tenue luz al hogar, y ocupó ese momento en observar con mayor detenimiento a la joven. Una holgada túnica, similar a un rupestre himatión, cubría la tersura de su piel, como si no hubiese sido confeccionada para sus andares. «¿Por qué una bella y joven aristócrata querría pasar por una ordinaria y agreste campesina?», se preguntó. Notó el rubor de sus lozanas mejillas detrás de los rojizos bucles naturales de sus cabellos, uno de los cuales se había recortado por el costado a la altura del cuello: señal de que había realizado un exvoto antes de comparecer allí… ¿a Afrodita tal vez? Sus ojos de tonos almendrados escudriñaron a su alrededor, y finalmente movió los labios para hablar:

—¿No tienes esclavos? —preguntó extrañada y curiosa, abrumada por tal austeridad.

—No necesito esclavos ni deseo tenerlos. Tengo a Kýnos y a Diógos, mis perros que son mis maestros. Quizás es algo que no puedas comprender ahora mismo, pero tengo aún más de lo que necesito.

—¿Concubinas? —insistía Irana.

—Tampoco hijos aún. —Le contestó adelantándose a sus intenciones—. Como estratego y hombre de guerra en Mitilene aún mis servicios no han concluido. Quizás los dioses no me han dotado con la facultad de ejercer más de una tarea a la vez.

—Ah, puedo reconocer que eres hombre de guerra… Contemplativo y arrojado, pues eso gritan tus cicatrices. Exhibes la belleza de tus músculos sin miramientos, pero corta es la palabra que escapa de tus labios…

—Debemos aprender a callar lo que se debe, para saber hablar según los dictámenes del corazón —sentenció Pítaco y fue directo al punto de su interés—. Se me da mejor oyendo. ¿A qué hado responde tu presencia aquí, Irana?

La mirada que lanzó Pítaco devoró en la joven hija de Lirceo toda intención de proseguir con inquisidoras preguntas naturales de su temprana juventud. Ella entonces resopló y se dispuso a caminar por el óikos, ensayando su respuesta:

—He visto a tus hombres custodiar mi hogar durante toda la tarde y la noche. Y he de sentirme agasajada por tal gentileza. Pero el aburrimiento y el hastío cayó apesadumbrado sobre mis horas. Harta del tedio, entonces, los exhorté a que me acerquen hasta tí. Sus voluntades no fueron muy difíciles de doblegar, pues les he hablado de mis compañeras de escuela y les describí su hermosura. Les recité dulces poemas sobre sus virtudes, y exalté uno por uno sus rasgos y perfiles más bellos. […]

A la vez que respondía, Pítaco prestaba sus oídos, pero sus ojos no podían esconder la dicha que le provocaba verla a salvo, tan suspicaz y, ¡ah!, tan radiante… Como si la áurea diosa Cipris había descendido en carne y se presentaba allí para él. Su actitud rebelde, un destello de su personalidad que no había revelado hasta entonces, era, cuanto menos, cautivante…

—[…] Luego les ofrecí promesas de conocerse. A cambio debía yo despojarme de adornos, vestirme como una ordinaria plebeya y, en la soporífera quietud de la negra noche, escapar intrépida de mi hogar para que me escolten hacia el tuyo… Por el mismo sendero oculto que con mis hermanas solíamos recorrer en las travesuras de nuestra tierna niñez. Puedes juzgarme quizá como una joven aristócrata indefensa. Pero no olvides que en Mitilene las mujeres gozamos de mayor poder e influencia que en las otras ciudades helenas…

«¡Insensatos! Doblegados por añagazas de la inocente belleza…» Hablaba Pítaco hacia sus adentros, pero decidió responder fiel y en correspondencia a los dictámenes del corazón:

—Oh Irana, doncella núbil… No puedo negar la imprudencia de tus actos… ni el regocijo que me provoca verte aquí esta noche.

Entonces, ella culminó su exculpación con una pregunta en verso:

—Vino entonces a mis mientes pensar:

«¿Qué mejor protección para Irana puede haber,

que yacer en los mismos brazos que la amparan?…»

Desprovistos de más palabras sus miradas se encontraron en un breve y dulce silencio que habitó el instante. Él notó la chispa jovial que ardía tras sus ojos y le miró la boca, por donde parecía salir el son de su palpitante corazón. Ella descubrió uno de sus hombros tersos, que asomó por la holgada túnica, y sus ropajes silenciosos terminaron por deslizarse suavemente al suelo en su totalidad. Así, como los pétalos del loto en la ribera se abren entregados a los primeros rayos del alba, quitóse Irana el velo que cubría todas sus vergüenzas. La tenue y vacilante luz del candil fue eclipsada por el brillo que irradiaba la blanquecina beldad de su cuerpo, que iluminó aún más aquella cálida morada. Se hizo un lugar en su lecho, y por el hado que los había reunido yacieron juntos esa noche. Sus corazones se encendieron, y durante aquellas horas apasionadas las cavilaciones que los días pasados habían hostigado a Pítaco se habían disipado en el éter. Así, como el sabio curandero afanado en las artes secretas de su ciencia aplica sobre la herida abierta las buenas hierbas que aletargan el dolor, esa noche se convirtió Irana en la dulce medicina de sus pesares; llenó su corazón, colmándolo con gratitud. Algo más que un candil se había encendido entre ellos dos aquella noche, algo que pertenecía a otro orden natural en los asuntos de los mortales.

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