Me despertaron los primeros reflejos de sol que se filtraban delicadamente entre las hojas. La mañana presentaba una nueva jornada calurosa. La noche anterior había tardado en dormirme. Acabé decidiendo no esperar y ponerme en marcha para vivir mi aventura soñada. Había llegado el momento, saldría de unos contornos conocidos, unas fronteras que se me antojaban demasiado próximas, un espacio en exceso reducido, familiaridad que había convertido mi vida en una anodina rutina. Lejos quedaban aquellas primeras excursiones, visiones y sonidos nuevos, vuelos en compañía de mi padre o de mi madre hasta la granja cercana, justo tras la linde del bosque. Ir en busca de alimento no resultaba emocionante, mi aburrimiento iba a más, agravado hasta lo insoportable por sus cada vez más largas ausencias. Era el precio de convertirme en independiente. Me hacía mayor, pero añoraba profundamente aquel tiempo maravilloso.
Había escuchado fabulosas historias sobre el humedal que se extendía al sur, una pradera inmensa poblada de exuberante vegetación con grandes charcas de agua clara, un paraíso en que jugar, chapotear y comer verdaderas delicias. Conocer ese lugar se había convertido en mi objetivo prioritario. Lo había compuesto todo para volar hasta él y estar de regreso antes del anochecer.
El cielo lucía despejado y corría una suave brisa, casi imperceptible. El azul sólo se veía salpicado por tres únicas y caprichosas nubes blancas. Pensé que lo mejor era activarme temprano, ya que más tarde aumentarían los rigores estivales. Sin pensarlo más, me eché a volar. Mi instinto me aconsejó poner rumbo al cercano río que discurría nada más dejar atrás los prados a los que acudía a diario, ahora en secano. Su curso me guiaría sin pérdida a la deseada marisma. Aprovechando las corrientes que soplaban con viveza sobre el cauce pude ahorrarme esfuerzo. No tardé en divisarla, algo que me sorprendió, el trayecto se me había hecho más breve de lo esperado. Me impresionó la maravillosa ribera. Allí abajo todo era vida y abundancia. Garzas de largas patas, patos que nadaban señorialmente y dos huidizas tórtolas compusieron la escena inicial. Unas pequeñas crías de conejo retozaban sobre la hierba en una loma. Incluso adiviné el brillo metálico de una familia de truchas en su baile subacuático.
Me extrañó percibir el aroma salado del aire. Nunca antes ningún olor había conseguido maravillarme de tal manera. Alcé la mirada afinando la agudeza, pero mi vista no me permitió distinguir el origen de tal fragancia. Que las partículas se mantuviesen en suspensión me indicaba que la distancia a su fuente no debía ser excesiva. Perseguí su rastro acompañado de una bandada de aves blancas que llevaban mi mismo rumbo, a mayor altura. En seguida quedó atrás la vasta ciénaga, extensión que resultó ser menos majestuosa de lo que había imaginado. Descubrir algo nuevo, inédito para mi comunidad, se convirtió en la motivación que movía mis alas, divirtiéndome dejándome llevar por las bolsas de aire y sus constantes cambios de temperatura. Me animó comenzar a sobrevolar meandros repletos de verdes pastos. Progresivamente iban menudeando las balsas de aguas tranquilas, mi destino debía estar muy próximo.
Espoleado por un viento sensiblemente más fresco y húmedo llegué a un flujo cálido que me impulsó a toda velocidad hacia mi destino. De repente apareció, pude ver su inmenso relucir. Planeé suavemente dejándome arrastrar mientras disfrutaba de las magníficas vistas, una abundancia que llegó casi a paralizarme. No podía haber imaginado semejante grandeza. La laguna se perdía en todos los horizontes. No podía creer lo que estaba viendo, difícilmente iban a creerme a mi regreso.
En estas estaba cuando un enorme alado apareció de improviso en el cielo. Nunca me habían hablado de la existencia de una especie tan grande. Su cuerpo era firme, redondeado, brillante. Me quedé absorto, centrado en su majestuoso descenso. Justo en su confluencia con el sol, quedé cegado por sus rayos, obligándome a mantener los ojos cerrados por un instante que fue suficiente para que el extraño pájaro hubiera desaparecido sin dejar rastro. Fui incapaz de adivinar dónde se había escondido. Lejos de conformarme, quise seguir su estela. Me deslicé en paralelo a la línea de espuma blanca y ruidosa que nacía sobre el agua, rumor que moría sobre la arena blanca. Embargado de emoción y vivos mis sentidos, no cabían en mí hambre ni cansancio. Despejar aquel misterio era suficiente alimento. Perseveré. Volé y volé, pero acabé por resentirme de tanto ahínco que puse. Hacia mi derecha, sobre la infinita llanura de agua, localicé el paso de otro ejemplar. Esta vez lo tuve más cerca, por lo que gané en detalle. Pude apreciar mejor sus patas enanas, negras y circulares, muy desproporcionadas para su descomunal tamaño, pensé. Me llamaron especialmente la atención las impresionantes alas que mantenía constantemente extendidas, rígidas y sin movimiento. Hipnotizado, lo vi pasar veloz ante mí. Inesperadamente, un gigantesco remolino me empujó a estrellarme en la cercana arboleda. Afortunadamente, no sufrí daño alguno. El rugido que siguió me ensordeció, pareció proveniente de otro mundo. Lo vi desaparecer tras unos muros blancos, más nuevos que los que conocía en la propiedad de mis vecinos humanos. Sobre ellos lucían unas tintineantes luces rojas. Necesitaba saber qué se escondía tras ellas. Mientras me aproximaba noté ceder mis fuerzas, justo cobro por el ingente esfuerzo que me había exigido llegar hasta allí. Con suma cautela me posé sobre la superficie fría y lisa. Me reponía sin dejar de mantenerme vigilante. Lo que alcancé a ver en el grandioso terreno llano gris me dejó anonadado. Posadas, en perfecto orden, permanecían inmóviles decenas de aquellas aves. Me deleité sin llegar a comprender muy bien el espectáculo sin igual que me ofrecían. Todas iguales, pero diferentes, se alineaban reposadas y silenciosas. Un zumbido a mi espalda me llevó a girarme para ver cómo volaba sobre mi cabeza otra de aquellas criaturas. Me aferré con firmeza esperando la sacudida, de aire primero, de sonido después. Nada de ello se produjo esta vez. A un sonoro quejido agudo siguió una pequeña humareda justo al tocar el suelo. Mi corazón latía sin control, acababa de descubrir algo asombroso.
Quise ir más allá y, siempre en guardia, fui saltando y ejecutando breves vuelos hasta situarme bajo la gigantesca figura de uno de ellos. Desde debajo el perfil se dibujaba majestuoso. Intranquilo ante el incesante movimiento que había a mi alrededor, localicé a diversas personas. No se parecían demasiado a las que mis padres me habían mostrado cuando acudíamos a los frutales de la granja. Seguí su consejo y no me acerqué lo más mínimo, tratando de no llamar su atención. Me educaron en la creencia que debía protegerme de ellas, ya que sus actos eran impredecibles. Eran innumerables los miembros de la comunidad a quienes habían quitado la vida o que habían sido atrapados con sus extrañas redes. En conjunto, eran la mayor amenaza que existía para nuestra especie.
Miré a mi alrededor y observé unas portezuelas abiertas a banda y banda. Sin peligro aparente, me impulsé hasta introducirme en la honda barriga oscura. Allí dentro todo era silencio y oscuridad. Aún engullido en el enorme tubo oscuro, me sentía bien, de lo más alegre y excitado. Me oculté en un costado para evitar ser descubierto. Extenuado, al borde del agotamiento, sin apenas darme cuenta me quedé dormido.
Me despertó la estridencia de su trino. Su movimiento era pesado y brusco. Manejar aquella proporción debía costarle lo suyo. Sentí mucho frío. Comprobé que estaba solo y salí de mi escondite. No lograba ver casi nada. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad y, tras unos paneles, localicé un pequeño orificio transparente que dejaba pasar algo de luz exterior. Toda dimensión e intensidad eran desmedidas en aquella panza. Me preguntaba cuál sería su dominio, dónde bebería y comería para saciarse. Ello me llevó a pensar en el tiempo que hacía que no comía ni bebía nada. En el lateral opuesto una enorme red sujetaba una montaña de paquetes que llegaba prácticamente hasta el techo. Me acerqué a examinarlas y, para mi sorpresa, resultó que estaban llenas de alimentos. Ser minúsculo me concedió el privilegio de poder traspasarla sin problema. Picoteé con todas mis fuerzas hasta conseguir romper uno de los sacos de hilo. Los pequeños granos de blanco arroz fueron cayendo ante mí, un festín que llenó de inmediato mi vacío buche. La cascada de agua que provoqué al agujerear un recipiente transparente sació también mi sed. Renovadas mis energías y mi ánimo, volví a pensar en aquel insospechado vuelo. Me acomodé esperando su posado, quería intentar salir al exterior. Pero, irremediablemente, el sueño me venció sin resistencia.
Ruidos, rugidos, silbidos y voces humanas. El ajetreo circundante rompió mi encanto. Me sobresalté, temí haber sido descubierto. Alcancé a ver en la distancia unas formas que me decían que estábamos en el punto del que habíamos partido. Busqué el conocido muro, pero, por más que miré, no logré localizarlo. Pasé al lado opuesto del insaciable estómago y tampoco nada me resultó familiar. Me asaltó la inquietud, aunque la prudencia me aconsejó permanecer oculto. En mi quietud, seguía preguntándome qué comería aquel gigante. Supuse que debía alimentarse por las venas blancas que había visto penetrar en su cuerpo. Dadas sus proporciones, me resultó imposible calcular la inimaginable cantidad de gusanos, lombrices, semillas o insectos que debía tomar a diario.
El ruidoso cierre de las compuertas me dijo que el animal iba a volver a levantar el vuelo. Poco a poco iba conociendo mejor el proceso, aunque no mermaban ni lo más mínimo mis temores. Volví a adormecerme y a despertar en otro plano campo grisáceo. Me asomé y seguí sin avistar el parpadeo de las luces rojas. Nuevo vuelo, nuevo posado, una y otra vez. Todo me resultaba parecido, pero finalmente todo era distinto. Me fui convenciendo de que acaso no tendría un lugar fijo donde anidar. Sabía de aves que migraban grandes distancias en busca de mejores lugares donde vivir, alimentarse y criar a su descendencia. Quizás estaba en una de ellas. Su vuelo a gran altura y su extrema velocidad las habían hecho imperceptibles a nuestra comunidad. Perdí mi brújula, como perdí también la noción del día y de la noche.
Vinieron más vuelos y nuevos horizontes. Algo más confiado, fui mimetizándome con aquella gigantesca estructura ósea. Me identificaba con ella, admiraba su poderío, sus arrestos, su capacidad y su aguante, convirtiéndola en mi alter ego. Era mis ojos, mis patas y, sobre todo, mis alas. Más seguro de mis movimientos, cuando permanecía en el suelo iba atreviéndome a salir más lejos a reconocer los pastos y a saludar a sus congéneres. Me sentía único y especial. En medio de ellos comandaba las operaciones y anticipaba sus reacciones.
Era feliz, aunque no del todo consciente de que me iba alejando de mi origen y olvidando un pasado que había creído un todo. Hacía días que había dejado mi nido y en mi memoria se iba borrando el recuerdo de mi hogar, el cómodo y sólido lecho construido con suma habilidad y paciencia gracias a las enseñanzas de mis padres quienes me mostraron los lugares idóneos y me ayudaron en la cuidadosa selección de materiales. Había elegido para mi morada la precisa confluencia de ramas en la copa de un esplendoroso abedul. Algo más abajo de la hilera vi la luz por vez primera, lugar donde crecí, azotea privilegiada desde la que veía mi pequeño mundo en funcionamiento, un perfecto engranaje en el que todo se mantenía en equilibrio. Cuanto más pensaba en ello, la duda iba haciendo certeza. Supe que, por más que me esforzase, no lograría encontrar el camino de vuelta. Sentía cómo me perdía y ello me entristecía. Ahora era de todas partes y no era de ninguna, un pequeño aviador que pilotaba sin destino fijo. Invierno y verano se sucedían en un mismo día. Poco entendía, aunque no dejaba de aprender.
Un trueno explosivo me estremeció. Llovía con fuerza y soplaba un viento regio y frío. Aquella zozobra era el anuncio del cercano final del verano, pensé nada más despertar de la siesta. Me desperecé. Cesaron las gotas y me asaltaron unas ganas enormes de trinar, revolotear, llenar el aire de algarabía, canto que era el suspiro de alegría que vibraba en mi interior. Mi viaje había sido extraordinario, una aventura infinita. No cabía en mí de gozo, no me hallaba perdido. Salté al vacío del aire humedecido y elevé la mirada muy arriba. No vi nada de lo que esperaba. Me alejé y volé más alto, sabía lo que buscaba. Logré verlo, dibujé en mis pupilas su silueta plateada. Volaba alto, muy alto.
Hacia el este, el secarral y, más allá, el caudaloso cauce. Decidí dejar para otro día su exploración.
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