Los pasos de 56 resonaban en el angosto pasillo, sus pasos iban marcados por el eco metálico de las botas gastadas que le habían entregado cuando llegó al orfanato. Cada golpe contra el piso reforzaba la sensación de que él, similar a todos los demás niños, no era más que una pieza en un engranaje frío e impersonal. Las luces parpadeaban sobre su cabeza, iluminando los detalles corroídos de las paredes de acero, cubiertas de manchas que ya nadie intentaba limpiar. Sabía que muchas de esas marcas eran de uñas, carne y sangre todo restos de niños, que en algún momento fueron como él intentando aferrarse a algo, antes de ser arrastrados hacia su indiferente destino.
El aire estaba cargado de humedad, con una inusual densidad que hacía difícil respirar. Hacía meses que no sentía el sol en su piel. No recordaba cuándo fue la última vez que había visto el cielo.
Frente a él, otros niños marchaban en fila, cada uno reducido a su número. el Sujeto 87 caminaba justo por delante de él. Podía ver las quemaduras en su brazo derecho, un recordatorio visible de algún experimento fallido. el niño apenas hablaba, pero en las pocas palabras que compartían en sus celdas, su voz siempre temblaba. No de miedo, sino de resignación, ya que para él la esperanza ya no existía.
El Científico estaba esperando al final del pasillo, su figura imponente recortada por la luz blanca que emanaba de una pantalla enorme. No necesitaba mirarlos para saber qué pensar. Eran variables en su ecuación. No importaba si sus cuerpos se rompían en el proceso; lo único que le interesaba era ajustar los parámetros, perfeccionar los números, todo para lograr la sincronización perfecta entre humano y máquina.
“Avancen”, dijo con una voz monótona y sin sentimiento, no despegó ni por un momento sus ojos la tablet que llevaba consigo, su voz era tan fría como el aire que los rodeaba. el 56 sintió un nudo en el estómago. Sabía lo que venía.
Uno a uno, los niños fueron sometidos a una revisión rápida pero minuciosa. Las manos enguantadas de los asistentes pasaban por sus cuerpos con precisión quirúrgica, comprobando que cada conector estuviera en su lugar, que no hubiera fallas físicas visibles. Las cicatrices en sus espaldas, donde los cables se conectan a sus nervios, eran palpadas como si fueran solo piezas de una máquina.
Cuando fue el turno del 56, sintió un pinchazo en la nuca cuando el asistente ajustó su conector principal. Era el lugar más sensible de su cuerpo, una herida que nunca sanaba del todo. Cerró los ojos y aguantó el dolor, sabiendo que cualquier muestra de debilidad sería registrada. Sabía que El Comandante estaba observando desde su habitual lugar en las sombras, evaluando quién soportaba mejor el sufrimiento.
Finalmente, entraron a la sala de simulación. El lugar estaba lleno de cables que colgaban del techo, y el aire tenía un olor rancio, mezcla de metal y carne quemada. Los Gundams, o al menos las versiones de entrenamiento, se alineaban en la sala, esperando que los niños fueran conectados a ellos.
El Científico habló otra vez, sin mirarlos. “Esta es la prueba de sincronización. Si fallan, no regresarán.”
Esa era la única advertencia que recibieron. No había discursos motivacionales, ni promesas de gloria. Solo la certeza de que el fallo equivalía a la muerte o algo peor.
Cuando los cables se conectaron a su espalda, 56 sintió el dolor atravesar cada nervio de su cuerpo. El proceso de fusión con la máquina no era natural, y nunca lo sería. Su mente luchaba por encontrar equilibrio, por controlar el torrente de señales eléctricas que recorrían su columna, pero siempre había una desconexión, un espacio donde la humanidad y la máquina no podían encontrarse.
El dolor era insoportable, una quemazón constante que le quemaba desde dentro. Intentó no gritar, pero podía sentir la tensión en su mandíbula. Podía ver a otros niños temblar a su alrededor, los más débiles ya jadeaban, sus cuerpos sacudidos por espasmos. el 87 estaba a su izquierda, sus manos temblaban mientras intentaba sostener los mandos de la cabina del Gundam. La simulación aún no había comenzado, y ya había sudor cayendo violentamente por su rostro.
La simulación empezó abruptamente. El objetivo: controlar el Gundam y completar una serie de maniobras complejas en un campo virtual. Pero las máquinas eran implacables, y la conexión entre sus mentes y los robots no era perfecta. Cualquier error resultaba en un castigo físico inmediato, un choque de señales eléctricas que ocasionaba que sus cuerpos convulsionaran. Para algunos, el dolor era demasiado.
Uno de los niños, el Sujeto 43, perdió el control a mitad de la prueba. Su Gundam se detuvo bruscamente, y el cuerpo de 43 se tensó violentamente, sus manos aferradas a los controles como si tratara de arrancarse de la máquina. Los cables que lo conectaban crepitaban, enviando descargas por su cuerpo. Sus ojos se abrieron de par en par, pero no había nada detrás de ellos.
El grito que soltó fue desgarrador, pero breve. Su cuerpo soltó espasmos por una última vez antes de desplomarse, la conexión se cortó de golpe. Los cables soltaron el cuerpo inerte de 43, que cayó pesadamente al suelo de la sala. Nadie se movió,nadie intentó ayudarlo, nadie lamentó su pérdida.
Un asistente entró y, sin decir una palabra, arrastró el cuerpo fuera de la sala. La vida de 43 se había evaporado en segundos, y su muerte no tuvo más valor que el de una pieza defectuosa.
56 se mantuvo centrado evitando todos los obstáculos pese a que su conexión con el cuerpo de hierro era imperfecta logró completar la simulación, aunque sentía que su cuerpo estaba próximo a romperse. Cuando los cables se desconectaron de su espalda, el dolor disminuyó paulatinamente, pero sin desaparecer del todo. Sus músculos seguían tensos, sus nervios temblaban, su vista flaqueaba. Miró hacia donde 43 había estado, pero la única señal de su existencia era una pequeña mancha de sangre en el suelo.
El resto de los niños también fueron desconectados, y la mayoría se tambaleaba, apenas capaces de mantenerse en pie. El silencio en la sala era ensordecedor. No había gritos de celebración ni suspiros de alivio. Solo un vacío que se apoderaba de todos.
El Científico revisó los datos en su tablet, su rostro impasible. “Lleven a los experimentos a sus celdas”, ordenó, sin ni siquiera levantar la vista.
Mientras los asistentes los guiaban de regreso a sus celdas, 56 se permitió una última mirada hacia 87. El otro niño aún respiraba con dificultad, sus ojos vacíos, sin enfocarse en nada. La conexión que antes compartían, esa pequeña chispa de humanidad, parecía haberse apagado un poco más.
Cuando las puertas metálicas se cerraron tras él, 56 se dejó caer en la cama rígida de su celda. El dolor seguía ahí, persistente, un constante recordatorio de que mañana sería igual o peor. Sabía que eventualmente, todos terminarían como aquel niño.
En el orfanato, la muerte no era un final. Era solo una estadística.
El suelo frío y metálico de la celda se siente más duro de lo habitual cuando el tenaz joven abre los ojos comienza a sentir el dolor en su espalda, un recordatorio cruel de las pruebas del día anterior. Cada músculo de su cuerpo parece gritar, pero es un grito que no puede ni debe expresar. En este lugar, el dolor es parte de la rutina, una constante que ha aprendido a soportar en silencio.
Su espalda está cubierta de cicatrices nuevas, líneas irregulares que se cruzan con las marcas más antiguas. Algunas son profundas, otras son apenas visibles, pero todas cuentan la misma historia: una vida de sufrimiento que no ha hecho más que comenzar. La piel rota aún sangra un poco, pegándose a la ropa áspera que viste. No hay vendas, ni analgésicos, solo el frío y el acero. Intenta mover su brazo derecho, pero el dolor punzante que surge lo obliga a detenerse. Respira hondo, tratando de controlar el temblor que amenaza con recorrer todo su cuerpo.
«No deberías moverte mucho» dice una voz familiar desde la celda contigua. Es 87, su único amigo en ese lugar de pesadilla. La voz del chico es apagada, casi un susurro, y cada palabra parece un esfuerzo monumental.
«No es como si tuviera muchas opciones» responde la persona pelirroja con un leve tono irónico, intentando ocultar el dolor que se filtra en cada respiración. Pero ambos saben que esa ironía es un escudo frágil ante la brutal realidad que enfrentan todos los días.
El aire en el orfanato siempre está cargado de humedad y un olor metálico que nunca desaparece, una mezcla de sangre, sudor y productos químicos. Las paredes de las celdas son de un gris monótono que parece absorber cualquier destello de luz. Apenas hay espacio para moverse; es un cubículo diseñado para mantenerlos controlados. Y en ese control, hay un silencio asfixiante. Los gritos y el llanto son castigados con dureza, así que los niños han aprendido a guardar sus dolores en el fondo de sus mentes.
La Enfermera aparece en el corredor, avanzando con pasos calculados. Su bata blanca parece impecable, completamente desprovista de manchas, como si el sufrimiento que pasa por sus manos nunca le tocara. los niños observan en silencio mientras entra en una de las celdas más adelante. No se oye ningún saludo, ninguna palabra amable. Solo el sonido de los instrumentos que lleva consigo.
«Otro más que no sobrevivirá a esta semana» murmura 87, resignado. Hay una tristeza contenida en sus palabras, pero también una especie de aceptación fría. En este lugar, las vidas son descartables. Solo los más fuertes, los que pueden soportar el dolor, tienen una mínima posibilidad de seguir adelante.
Después de unos minutos, La Enfermera sale de la celda. Su expresión sigue siendo la misma: neutra, casi ausente. Se detiene frente a la celda de 56 y observa sus heridas con una mirada clínica, desprovista de cualquier empatía.
«El daño es severo, pero no letal» dice mientras revisa sus cicatrices. Su voz es suave, pero completamente despersonalizada. se sabe que para ella no son más que un número, un cuerpo que debe mantenerse funcional para las pruebas.
Sin embargo, cuando toca una de las heridas abiertas, un espasmo de dolor recorre su espalda. 56 se tensa, pero no hace ningún sonido. No le dará el gusto. Ella lo mira un segundo más antes de inyectarle un sedante que apenas alivia el malestar.
«Necesitas estar preparado para la próxima ronda» dice simplemente, como si estuviera hablando de ajustar una máquina. Luego, sigue su camino sin mirar atrás.y
Las horas pasan, aunque el concepto de tiempo en el orfanato es difuso. Las luces de los pasillos parpadean constantemente, manteniendo a todos en un estado de alerta permanente. Sin saber cuánto tiempo ha transcurrido, las puertas de las celdas se abren con un chirrido mecánico, y los niños son escoltados por los guardias hacia el comedor.
El Guardián observa a los niños mientras avanzan en fila. Sus ojos son fríos, calculadores, pero hay algo en su mirada que indica que disfruta, aunque sea ligeramente, del control que tiene sobre ellos. Es una sombra imponente, siempre presente, un recordatorio de que cualquier intento de resistencia será aplastado sin misericordia.
El comedor es tan estéril como el resto del orfanato: largas mesas de metal sin sillas, donde los niños deben comer de pie en completo silencio. La comida es una pasta insípida, diseñada únicamente para mantenerlos con vida. 56 toma su bandeja y se acerca a 87, quien ya está apoyado contra la pared, mirando al suelo.
«¿Sabes algo sobre la próxima prueba?« pregunta en un susurro, tratando de mantener la conversación fuera del alcance del Guardián.
«No mucho. Solo que será peor que las anteriores» responde sin levantar la vista. Hay una desesperanza palpable en su tono.
Ambos comen en silencio. A su alrededor, los otros niños están en un estado similar. Algunos tienen vendajes improvisados, otros apenas pueden mantenerse en pie. Todos han sido marcados por las pruebas anteriores. La atmósfera es densa, llena de miedo reprimido y resignación.
De regreso en las celdas, los pensamientos de 56 se desvanecen en la oscuridad de su mente. Apenas puede mantener sus ojos abiertos, pero cuando lo hace, ve destellos de recuerdos vagos, imágenes de su vida antes del orfanato. Recuerda una voz… una mujer, probablemente su madre, pero los detalles son borrosos, como si esos recuerdos estuvieran siendo arrancados de su memoria, difuminados por el dolor y la manipulación mental a la que han sido sometidos todos estos años.
Los recuerdos le duelen tanto como sus heridas. ¿Qué ha perdido realmente en este lugar? ¿Es su identidad lo que está siendo destruida, además de su cuerpo?
La noche pasa en un ciclo de duermevela, hasta que finalmente los altavoces del orfanato emiten el anuncio que todos temían. «Prueba de selección mañana al amanecer. Prepárense.»
El terror se apodera de su estómago. 56 sabe lo que significa: otra prueba de supervivencia, otra oportunidad para morir o ser desechado. ¿Cuántos caerán esta vez?
Las luces se apagan, y solo queda el eco de la respiración de los otros niños en sus celdas, mezclado con el sonido tenue de las gotas de sangre que aún caen de las heridas abiertas.
El día siguiente traerá más muerte, más cicatrices, y menos esperanza.
La sirena resuena en todo el orfanato, su eco metálico rebotando en los pasillos estrechos y en las paredes de acero. Su sonido es inconfundible: el llamado a una nueva prueba. se despierta sobresaltado, el corazón acelerado aún antes de que sus pies toquen el suelo frío de la celda. No hay tiempo para pensar, ni para sentir miedo. Solo puede reaccionar, como una máquina. Todos los niños saben lo que viene.
Los guardias llegan rápidamente, sus pasos resonando como martillazos en el silencio tenso del orfanato. Las puertas de las celdas se abren con un chirrido metálico, y los niños son arrastrados fuera, alineados en el corredor bajo la supervisión del Guardián. Su mirada fría, imperturbable, examina a cada niño mientras avanzan. Los cuerpos pequeños y frágiles tiemblan bajo su peso, pero no se les permite caer. No ahora.
El Comandante los espera en la sala de pruebas, una habitación cavernosa con techos altos, donde las paredes de metal desnudo parecen extenderse hasta el infinito. El suelo es una vasta extensión de concreto áspero, rota solo por las plataformas de los simuladores. Cada niño tiene su lugar asignado, una silla equipada con cables y tubos que conectan sus cuerpos a los sistemas de simulación. Es una jaula disfrazada de tecnología avanzada.
El Comandante está en el centro de la sala, su presencia es imponente. Lleva el uniforme gris que nunca cambia, sus manos cruzadas a la espalda. Su rostro, tan inexpresivo como siempre, no refleja ni una pizca de emoción mientras observa a los niños formarse frente a él.
«Hoy se lleva a cabo la prueba de selección» anuncia con su voz monocorde, resonando en la sala vacía. «Sólo los más aptos continuarán con el entrenamiento. Los débiles serán eliminados.» No hay lugar para la esperanza en sus palabras, solo una fría afirmación de hechos.
Los niños se miran entre sí, sin atreverse a hablar, pero el miedo se siente en el aire, como una nube densa. cuando mira a su alrededor. Hay más o menos veinte niños, todos en diferentes estados de deterioro. Algunos apenas pueden mantenerse en pie. Otros tienen los ojos perdidos, ya desconectados de la realidad que los rodea. Todos saben lo que significa «eliminados». Todos han visto desaparecer a compañeros, pero ninguno pregunta adónde van, ni qué les ocurre. Lo único seguro es que aquellos que son eliminados nunca vuelven.
La Enfermera aparece entonces, moviéndose entre los niños con su andar lento y calculado. Su bata blanca contrasta de manera perturbadora con el escenario de miseria en el que se encuentran. En sus manos lleva las tabletas que muestran las estadísticas vitales de cada niño, un recordatorio de que son poco más que datos en un sistema.
Cada niño es colocado en su simulador, y los cables fríos y pegajosos son conectados a sus cuerpos. A 56 se le insertan los tubos en la base del cuello y en las muñecas, mientras siente el hormigueo eléctrico recorrer su espina dorsal. Al instante, su visión comienza a oscurecerse mientras los sistemas se activan, preparándolo para la prueba.
La oscuridad da paso a la simulación: un campo de batalla vasto, con paisajes que se extienden hasta donde alcanza la vista. Los Gundams, máquinas gigantescas con las que están sincronizados, están allí esperando, sus ojos apagados como bestias dormidas. Pero sabe que no lo están. No puede evitar sentir la familiar combinación de miedo y adrenalina que inunda su cuerpo cada vez que enfrenta esta realidad alternativa. El entorno parece irreal, pero el peligro es más real que nunca.
El Comandante habla nuevamente, esta vez a través de los sistemas de simulación, su voz resonando en el interior de la mente de cada niño. «Esta prueba será sencilla: sobrevivir. El último en pie será el más fuerte. Los demás… bueno, sus destinos están sellados.»
En ese momento, los ojos de los Gundams se encienden con un brillo rojo intenso, y la simulación comienza. logrando sentir cómo la conexión entre su mente y la máquina se solidifica, cada movimiento suyo ahora replicado por el titán metálico en el que se encuentra atrapado. La familiaridad de la máquina es fría y distante, pero él sabe cómo controlarla, lo ha hecho cientos de veces.
Los primeros minutos son un caos. Las montañas que rodean el campo de batalla retumban bajo los pasos de los gigantes metálicos. Los niños, todos ellos en diferentes niveles de habilidad, luchan por sobrevivir. Algunos, como 87, son rápidos y precisos, acostumbrados a moverse en la simulación con fluidez. Otros, en cambio, son torpes, luchando por controlar sus máquinas mientras el miedo los consume.
El Comandante observa desde la sala real, sin expresión, sus ojos fijados en las pantallas que muestran cada movimiento de los niños. El sudor frío corre por la frente de 56 mientras avanza por el campo de batalla, su mente intentando controlar cada paso del Gundam. De repente, un destello a su izquierda. Sujeto 38, un niño pequeño que siempre fue uno de los más frágiles, se encuentra bajo ataque.
El Gundam de 38 se tambalea, inestable. Algo en su sistema de control ha fallado, y cada movimiento que intenta realizar lo hace perder más control sobre la máquina. Los demás niños lo observan, pero ninguno se atreve a intervenir. En este lugar, la compasión es un lujo que ninguno puede permitirse.
El Comandante sigue observando sin decir palabra, como si la muerte que está por ocurrir fuera solo una formalidad en su mundo perfecto.
El Gundam de 38 cae de rodillas, y entonces, sucede lo inevitable. La máquina comienza a sobrecargarse. se pueden ver los destellos de energía acumulándose en el torso de la máquina. La sobrecarga es tan intensa que incluso en la simulación, los sensores en sus brazos comienzan a calentarse. Y luego, la explosión.
La detonación es tan fuerte que sacude todo el campo de batalla. El Gundam de 38 explota en una lluvia de fragmentos metálicos y sangre digital. Pero el verdadero horror no está en la simulación, sino en la sala de pruebas. Allí, el cuerpo del joven es sacudido violentamente por la sobrecarga. Sus gritos desgarran el aire por un breve segundo antes de que su cuerpo colapse en la silla del simulador.
La explosión deja al niño destrozado. 56 siente que la bilis sube por su garganta cuando, en un parpadeo, se desconecta momentáneamente de la simulación y observa la realidad. Los cables que conectaban a 38 cuelgan flojos de su cuerpo inerte. Hay sangre en el suelo, mucha más de la que debería haber. Sus brazos y piernas están completamente destrozados, como si el cuerpo del niño hubiera sido aplastado por dentro, por la propia energía que no pudo controlar.
«Uno menos,» dice El Comandante sin emoción, desde su posición de control. «Sigan.»
El terror en los ojos de los otros niños es palpable, pero ninguno detiene la prueba. No tienen opción. No es un entrenamiento; es una sentencia. Cualquier error, cualquier momento de duda, puede significar la muerte. 56 siente que su cuerpo tiembla, pero no es por la simulación; es por el miedo de que él pueda ser el siguiente.
La batalla continúa, pero nada es igual. Cada paso en la simulación se siente como una marcha hacia la muerte. La explosión de 38 lo persigue, su mente reviviendo el momento en que vio el cuerpo del niño colapsar. Los otros niños siguen luchando, pero él siente que cada uno de ellos está condenado. ¿Cuánto más podrán soportar?
Al final del día, cuando la simulación finalmente termina, 56 y unos pocos sobrevivientes son desconectados. El ambiente en la sala es sombrío. Los cuerpos de los que no lograron sincronizarse correctamente o murieron en la simulación yacen inmóviles, esperando ser retirados. Nadie dice una palabra mientras los guardias arrastran los cadáveres de los niños que fracasaron. El piso está manchado con sangre, y el aire huele a carne quemada.
«Solo los fuertes sobreviven» dice El Comandante antes de irse, su voz resonando como una sentencia final.
Pero 56 ya no está seguro de si ser fuerte es una bendición o una maldición.
Al salir de la prueba de selección se dirigió con el grupo en dirección a las celdas sintiendo con cada paso la desgastada goma de sus botas, 56 volvía cada vez menos humano y más máquina, al llegar a su frío y metálico destino un remolino de imágenes azotó su cabeza parecían evocar tiempos mejores, pero no lograba encontrarles algún sentido ni siquiera recordaba quien era antes de llegar al orfanato. Mientras seguía sumido en aquellas visiones un pequeño susurro salido de su boca lo sacó del trance.
“38 escapó” dijo como si el aire se le escapara de todo su organismo, con una voz áspera y apenas audible. Su cuerpo no tenía la fuerza suficiente para pensar en aquel fallecido, una parte de su fragmentada mente era incapaz de aceptar el hecho, justo en el instante antes de caer en un espiral de desesperación, el Guardia observando a ese niño comentó.
“Solo terminó como todos los demás, los débiles deberían extinguirse” aquel comentario hizo hervir la sangre de 56 con cólera en su interior pensaba y reflexionaba si eran solo experimentos si realmente no tenían ni el más mínimo valor humano. El guardia siguió su camino posándose en la celda del Sujeto 62, abrió la puerta con una jocosa y macabra sonrisa, al cabo de un tiempo un único sonido salía de aquella celda y este resonaba entre los pasillos, los niños intentaban alejar su conciencia lo más posible para no escuchar aquel traumático abuso.
Con ese tétrico ruido sonando de fondo 56 cerró sus ojos y se durmió pero su descanso no duró mucho, despertó poco después por el metálico ruido del sistema de seguridad que retumbaba en los pasillos del orfanato, una mezcla de zumbidos eléctricos y puertas deslizantes que sellaban cada área. caminaba en fila con otros niños, sus ojos vacíos de emoción, intentando no pensar en lo que venía después. Sabía que este lugar no permitía el lujo de la distracción ni el consuelo de los pensamientos. Los días de pruebas eran lo único que importaba. Hoy, otro grupo de niños sería seleccionado para la próxima simulación, y con ello, otro grupo sería eliminado.
Las luces en el techo emitían un brillo blanquecino y frío que iluminaba el corredor como si todo fuese un quirófano gigante, donde los cuerpos se diseccionaban meticulosamente bajo la indiferente mirada de los adultos. Ningún rincón tenía sombras; todo estaba expuesto, incluso ellos, los niños, cuyos errores serían castigados con la muerte.
El grupo llegó a una de las salas de simulación. Las paredes, recubiertas de un acero pulido, reflejaban las siluetas desnutridas de los niños. No había ventanas ni puertas convencionales, solo paneles que se abrían y cerraban con un sutil zumbido. Allí estaban los Científicos, con sus batas blancas y tablets en mano, analizando datos sin siquiera levantar la vista para mirarlos.
«Sujeto 12,» anunció el altavoz con su voz digitalizada, y el niño que apenas había cumplido los once años dio un paso adelante. 56 no podía evitar sentir una punzada en el pecho. Había conocido a 12 desde su llegada al orfanato. No era particularmente fuerte ni hábil, pero había sobrevivido hasta ahora por puro azar, algo que entendía demasiado bien. Aquí, la supervivencia no siempre tenía sentido. Era una moneda al aire, y hoy, parecía que esa moneda caería del lado equivocado para el pobre chico.
El Científico asintió, sin emoción en sus ojos. «Comencemos la simulación», ordenó. No había introducción ni explicación, solo el inicio abrupto de otra fase del experimento. Los niños fueron guiados hacia los módulos de simulación, donde sus cuerpos eran conectados directamente a la red neural del Gundam, que los controlaba y probaba su capacidad de reacción bajo situaciones extremas. Eran pruebas de control, pero también de resistencia mental.
El casco se cerró sobre la cabeza de 12. El niño temblaba ligeramente. Sabía que algo iba mal desde el principio. Su conexión neural no había sido estable desde las pruebas anteriores, pero en este lugar, las fallas técnicas eran fatales. A nadie le importaba. Las primeras imágenes de la simulación aparecieron en su mente: paisajes de guerra, devastación. Tenía que mover su Gundam, pero la respuesta del sistema era errática. Intentaba maniobrar, pero los controles se sentían lejanos, desconectados. El sudor le resbalaba por la frente mientras sus ojos se movían frenéticamente dentro del casco. Sabía que no iba a poder completar la prueba.
“No, no, no…” El pánico se apoderaba de él. 12 intentaba gritar, pero su voz era suprimida por el sistema. Desde el exterior, solo se podía ver su cuerpo tensándose violentamente dentro de la cápsula de simulación. 56 lo observaba desde la cabina contigua, incapaz de apartar la vista. Su compañero estaba sufriendo, y él lo sabía. Podía sentirlo.
De repente, el Gundam de 12 en la simulación se quedó inmóvil. Los Científicos intercambiaron miradas rápidas, y uno de ellos tocó su tablet. En el mundo virtual, el cuerpo metálico del Gundam comenzó a temblar incontrolablemente, sacudiéndose con espasmos hasta que una explosión súbita lo envolvió por completo. La imagen se cortó abruptamente, pero la realidad fue mucho más cruel.
En la vida real, el frágil niño convulsionó violentamente dentro de su cápsula, su cuerpo sometido a una descarga eléctrica tan intensa que sus extremidades parecían desarticularse de sus juntas. Sus gritos, aunque silenciados dentro del casco, resonaban dentro de su cabeza mientras la electricidad quemaba su cerebro. 56 miraba horrorizado, pero sin poder hacer nada. Ninguno de los otros niños se movió. El miedo paralizaba sus cuerpos, pero no les permitía desviar la mirada. Sabían que cualquier reacción emocional era vista como un signo de debilidad. Solo podían observar en silencio cómo su compañero moría.
Los Científicos no mostraron ninguna emoción. «Desconecten el cuerpo», dijo uno de ellos con total indiferencia. La cápsula se abrió con un chasquido, y el cuerpo sin vida de 12 cayó al suelo, sus ojos abiertos, aún fijos en el vacío. Nadie hizo un gesto de duelo. Dos asistentes entraron y, con una eficiencia escalofriante, cargaron el cadáver en una camilla metálica. Su cuerpo, que aún humeaba por la electrocución, fue arrastrado como si no fuera más que un pedazo de carne. el desesperanzado joven sintió un nudo en el estómago. El cadáver del niño de solo once años, sería descartado como un desecho biológico, incinerado o utilizado para partes. En este lugar, ni siquiera la muerte ofrecía descanso.
Los niños fueron llamados uno por uno para enfrentarse a la prueba, sus cuerpos rígidos por el miedo, sus rostros inexpresivos. Los cascos se cerraban sobre sus cabezas mientras las conexiones neurales se activaban con un chasquido seco. Dentro de la simulación, cada uno se encontraba en el control de un Gundam, pero el peso del entorno no era virtual. Las máquinas simulaban la presión extrema, el calor, el impacto brutal de los ataques. Cada movimiento requería precisión milimétrica, y cualquier desliz, por mínimo que fuera, resultaba en una sobrecarga de los sistemas o un fallo fatal en el enlace neural. Un niño más, Sujeto 33, intentó controlar su unidad con desesperación, pero los movimientos erráticos del Gundam provocaron una falla catastrófica. El sistema colapsó en segundos, y su cuerpo se sacudió violentamente dentro de la cápsula, hasta que la conexión se cortó de golpe. Nadie hizo nada. Nadie dijo nada.
Uno tras otro, los niños pasaban por la misma rutina inhumana. Para algunos, la simulación acababa de forma abrupta, con una señal de aprobación. Pero para otros, la muerte llegaba de manera lenta y dolorosa. El caso de Sujeto 44 fue especialmente grotesco. Tras perder el control de su Gundam, quedó atrapado en un bucle de fallos que desencadenaron una serie de cortocircuitos internos en su cuerpo. Los ojos del niño se pusieron en blanco mientras su mandíbula se tensaba en un rictus agónico. La tensión dentro de la sala era palpable, pero los Científicos observaban con una frialdad clínica. Cuando la cápsula de 44 finalmente se abrió, su cuerpo inerte fue retirado sin ceremonias. Los niños restantes miraban de reojo, sabiendo que cada muerte era simplemente un paso más en el proceso, y que la muerte del chico no sería la última.
Los niños regresaron a sus habitaciones en completo silencio. Ninguno se atrevió a mirarse. Cada paso que daban sobre el frío suelo metálico parecía un recordatorio de su fragilidad. Para el sistema, no eran más que números en un expediente. Aquellos que no servían, como 12, serían eliminados sin más. Sin nombre, sin memoria. 56 sabía que el ciclo continuaría, que ellos, los que aún respiraban, serían los próximos en la fila para ser desechados si se cometía el más mínimo error.
Esa noche, acostado en su litera, 56 no pudo cerrar los ojos. Las imágenes del cuerpo destrozado de 12 le atormentaban, y la frialdad con la que el Científico había dado la orden resonaba en su cabeza. ¿Cuánto más podría aguantar antes de que fuera su turno de ser descartado? Sabía que aquí, en el orfanato, los cuerpos sin nombre no eran nada más que residuos. Pero en el fondo de su ser, algo comenzaba a romperse. Una pequeña chispa de desesperanza lo invadía, y aunque aún no lo sabía, esa chispa crecía lentamente, consumiéndolo por dentro.
En el silencio asfixiante de la habitación, 56 dejó escapar una lágrima. No por 12, 44 o 33 sino por sí mismo, por todos ellos. Porque sabía que no importaba cuántas pruebas pasará, cuántas veces sobreviviera, todos eran cuerpos sin nombre esperando su turno.
Y en ese pensamiento, encontró una verdad más aterradora que la muerte misma: no había escape, no había esperanza.
Al día siguiente se encontraba en la sala de entrenamiento, un espacio vasto y metálico, parecía una tumba vacía a la espera de nuevos cadáveres. Los niños que se alineaban en los muros de acero no se atrevían a moverse ni a respirar más de lo necesario. El aire estaba cargado con una mezcla de miedo palpable y el inevitable destino que pendía sobre cada uno de ellos. Las luces, frías y blancas, proyectaban sombras sobre los rostros demacrados y cuerpos malnutridos de los niños. permaneció inmóvil, su espalda pegada a la pared, mientras observaba el ir y venir de los técnicos y científicos a través del cristal. Un día más de entrenamiento. Un día más de supervivencia.
El sonido de los cascos cerrándose sobre las cabezas de sus compañeros resonaba en el aire, seguido por el zumbido de los sistemas neurales activándose. Cada niño era conectado a su Gundam con precisión quirúrgica, y los más pequeños temblores en sus manos delataban el miedo que intentaban suprimir. Para 56, el miedo era ya un compañero constante, uno que se asentaba en sus huesos y no lo dejaba descansar. Sabía que no estaba solo en ese sentimiento; lo veía en los ojos de los otros niños, aunque ninguno se atrevía a admitirlo.
Pero hoy algo era diferente. No se trataba solo de otro entrenamiento, sino otra simulación para evaluar su capacidad de control sobre los Gundams. Hoy era una prueba, una prueba letal. Las reglas eran simples: el más fuerte sobrevivirá. Los que fallaran, los que fueran incapaces de controlar su máquina, serían eliminados sin piedad. El silencio en la sala era espeso cuando el primer niño fue llevado a la cápsula. No hubo despedidas, ni susurros de buena suerte, solo el peso de la indiferencia.
El Científico, con su bata blanca manchada de las salpicaduras de experimentos anteriores, observaba desde su puesto. Su rostro no mostraba emoción alguna, y sus manos, cubiertas por guantes de látex, se movían con una eficiencia que hablaba de años de práctica. Para él, los niños no eran más que objetos de estudio, variables en un experimento en curso. 56 lo sabía. Lo sabía, y lo odiaba. Pero ese odio era inútil, impotente. No tenía ningún lugar al que canalizarlo, así que lo dejaba arder dentro de sí, como una brasa que nunca se apagaba.
Cuando fue su turno se preparó para lo peor. El casco se cerró sobre su cabeza, y de inmediato sintió la conexión con el sistema neural. Una ráfaga de datos, de imágenes y sensaciones, lo inundó, y de pronto ya no era un niño en una cápsula, sino un piloto dentro de un colosal Gundam. Las armas, los controles, el inmenso poder al alcance de sus manos, todo estaba ahora bajo su mando, aunque sabía que cualquier error sería fatal.
Frente a él estaba Sujeto 05, un niño que había desarrollado una reputación por su agresividad. Nadie quería enfrentarlo, pero hoy no había elección. La simulación comenzó. Ambos pilotos manejaban sus máquinas con movimientos calculados, pero mientras el angustiado niño trataba de mantener la compostura y evitar errores, 05 se lanzó al ataque con una ferocidad incontrolada. Los golpes de su Gundam resonaban a través de la arena, y pronto quedó claro que su estrategia era pura brutalidad.
El Científico observaba con atención, tomando notas. No le importaba cuál de los niños ganara. Ambos eran prescindibles.
El combate se intensificó, y los sistemas de 05 comenzaron a fallar. La interfaz neural de su Gundam, incapaz de seguir el ritmo frenético de sus movimientos, colapsó. Los gritos de agonía del bestial chico se hicieron más agudos mientras el cuerpo de la máquina se fusionaba con el suyo de manera grotesca. Era una visión espantosa: cables y metal insertándose en su piel, sangre manchando los controles mientras el niño intentaba, en vano, liberarse. 56 miraba impotente, incapaz de actuar, mientras la máquina devoraba a su compañero. Finalmente, el cuerpo del joven de solo 10 años quedó atrapado dentro de su propio simulador, retorciéndose en una agonía silenciosa antes de que el sistema explotara.
El estallido fue ensordecedor. Fragmentos de metal y carne volaron por la arena de entrenamiento, cubriendo el cristal donde los científicos observaban. Pero detrás del cristal, no hubo reacciones. Ningún gesto de horror ni compasión. Solo más anotaciones en los portapapeles. Otro niño descartado, otro fracaso en el proceso de selección.
uno de los fragmentos de metal desafortunadamente voló hasta el ojo de Sujeto 85 dejandolo tuerto y quitandole la oportunidad de participar en aquella prueba era esto simple suerte o un mal presagio de la vida del joven.
El Científico dio la orden de limpiar la sala. Los cuerpos, o lo que quedaba de ellos, fueron retirados rápidamente y La Enfermera se llevó a 85 , mientras los niños restantes eran conducidos de vuelta a sus habitaciones. Pero para 56, la escena no terminaba ahí. La imagen de 05, gritando mientras su cuerpo se desintegraba, quedó grabada en su mente. Esa noche, cuando cerró los ojos, el rostro de su compañero se mezclaba con el de otros niños que había visto morir antes. Ni siquiera sabía sus nombres.
En su cama, en la oscuridad de su cuarto comenzó a pensar en algo que nunca antes había considerado seriamente: ¿Qué sentido tenía todo esto? ¿Por qué seguir luchando cuando cada día solo traía más muerte? Cada niño eliminado no era solo una pérdida de vida, sino un recordatorio brutal de que, eventualmente, su turno llegaría. No había escapatoria, no había salvación. El sistema estaba diseñado para consumirlos a todos, uno por uno.
Ese pensamiento comenzó a quemar dentro de él, un fuego que nunca se apagaba. Por primera vez sintió la chispa de la resistencia, no en forma de rebelión abierta, sino como una duda silenciosa. ¿Era realmente posible sobrevivir a todo esto sin perder lo poco que le quedaba de humanidad? ¿O ya lo había perdido?
El sistema, la estructura despiadada que los envolvía a todos, parecía inquebrantable. Pero dentro algo estaba cambiando. Mañana comienza la inevitable prueba de ascensión.
La ceremonia del ascenso inicia con un silencio ensordecedor. Cinco niños, cada uno marcado por cicatrices físicas y emocionales, permanecen alineados frente a la maquinaria clínica y estéril del laboratorio. Entre ellos, 56 mira a su alrededor, buscando alguna conexión humana, algo que le recuerde que aún es un ser vivo. A su lado, está 87, quien evita su mirada, pero comparte el mismo miedo subyacente.
El Comandante, con su habitual aire de autoridad, da inicio a la ceremonia desde su elevado podio. Su voz resonante llena la sala. «Este es el momento por el que habéis luchado, el momento en que se alzaran por encima de su humanidad.» Las palabras son como una sentencia de muerte disfrazada de gloria.
56 apenas escucha, absorto en la miseria del ambiente. De reojo, ve al joven de pelo oscuro tensarse. Ambos han sobrevivido juntos a las pruebas hasta ahora, y aunque nunca lo han discutido abiertamente, comparten un vínculo tácito, una comprensión mutua del infierno que han atravesado.
Un nuevo niño se encuentra cerca de ellos, 85, alguien que fue introducido al grupo recientemente tras los últimos experimentos. A diferencia de los otros, el niño tuerto parece conservar una leve chispa de esperanza, una inocencia que los otros ya han perdido. Aunque las cicatrices en su cuerpo y el cansancio en su rostro son evidentes aún intenta mantener una actitud optimista.
Mientras el Científico prepara los electrodos para la conexión neural, 85 susurra a 56 y 87, su voz temblorosa pero decidida. «Cuando todo esto termine… encontraremos una forma de escapar, ¿verdad?»
56 lo mira en silencio, incapaz de responder. La pregunta parece ridícula en ese contexto, pero también golpea algo profundo en él. Esa pequeña chispa de esperanza del puberto es algo que ya no se permite sentir. 87, por su parte, simplemente sacude la cabeza, casi imperceptiblemente.
«No hay escape,» murmura con una dureza que solo alguien que ha perdido toda esperanza podría poseer. «Solo el final.»
85 intenta esbozar una sonrisa, pero la angustia en sus ojos traiciona sus verdaderos sentimientos. En el fondo, sabe que lo que dice 87 es cierto, pero no puede dejar de aferrarse a la idea de que, tal vez, haya una posibilidad de escapar de su destino.
La ceremonia continúa, y los niños son conectados a los sistemas. El dolor es inmediato y abrasador. 56 siente como si su cuerpo fuera destruido y reconstruido al mismo tiempo, cada fibra de su ser electrificada por el torrente de datos que inunda su mente. Su visión se distorsiona, parpadeando entre imágenes de caos y destrucción. La frontera entre su cuerpo y la máquina comienza a desaparecer lentamente.
El Científico observa cada espasmo, cada gemido, con una precisión clínica. Para él, estos niños no son más que datos a analizar, experimentos cuyos resultados determinarán el futuro del programa. Toma notas fríamente, sin inmutarse por el sufrimiento que se desarrolla ante él.
Durante la conexión, los niños intercambian miradas fugaces, tratando de sostenerse el uno al otro con la única forma de comunicación que les queda. El dolor compartido se convierte en un vínculo silencioso que los mantiene unidos. mientras lucha por mantener el control de su mente y su cuerpo, escucha a 85 intentar contener sus propios gritos. Es un sonido que le parte el alma, un recordatorio de la humanidad que lentamente se les está arrancando.
Después de lo que parecen horas, la conexión finalmente termina. Los cuerpos de los niños están agotados, sus mentes, aún más. el joven con parche cae al suelo, temblando, con lágrimas corriendo por sus mejillas siente como su estómago se revuelve y la comida destinada a nutrirlo intenta salir de su organismo. «No puedo seguir… no puedo…» murmura entre sollozos. Pero el Científico no presta atención a su sufrimiento; su única preocupación es revisar que todos los sistemas hayan funcionado correctamente.
56 se arrastra hacia 85 y le ofrece una mano. A pesar de su propio dolor, siente una obligación hacia el chico. Quizás sea la última chispa de humanidad que le queda, pero la sensación de ayudar a otro lo conecta momentáneamente con algo real, algo tangible.
«Levántate,» le susurra aunque él mismo no tiene la fuerza suficiente para levantarse completamente. «Si caes ahora, no habrá vuelta atrás.«
el joven lo mira, con los ojos llenos de gratitud y desesperación, y se agarra a su mano. «Gracias,» es todo lo que puede decir, mientras ambos luchan por mantenerse en pie.
El día termina con los niños ascendidos devueltos a sus celdas, cada uno marcado por la brutalidad de lo que acaban de experimentar. El dolor es constante, pero en ese dolor hay una extraña camaradería, una conexión tácita que comparten 56, 87 y ahora 85. Mientras el Comandante y el Científico se retiran, dejando a los niños en la oscuridad, los tres se quedan juntos, sabiendo que lo peor aún está por venir, aunque ahora han de descansar para mañana volver a aquella sala infernal.
Cuando al despertar El Guardián los lleva a su destino se nota que el aire en la sala de entrenamiento estaba cargado de una densidad y silencio inquietante. Los cinco experimentos, se encontraban alineados frente a sus respectivas cápsulas, máquinas que ya se consideraban extensiones de sus cuerpos tras haber sobrevivido a las pruebas anteriores, un destino mucho más oscuro se avecinaba. Ser un ascendido, como lo llamaban los superiores, era más una sentencia que un honor. Habían superado las pruebas iniciales, pero el precio era devastador. Ninguno de los niños estaba realmente ileso: lo que más dolía no eran las cicatrices visibles, sino las que se hundían en sus mentes.
El Comandante, una figura imponente que apenas se dignaba a hablarles directamente, apareció al frente, con su uniforme impecable y una mirada que solo transmitía indiferencia. Tras él, estaban el Científico, con su siempre meticuloso cuaderno de anotaciones, y la Enfermera, que, aunque diligente en su trabajo, actuaba como si los niños fueran nada más que instrumentos de experimentación. La presencia del Capitán, a un lado de la sala, reforzaba el ambiente de autoridad. Su mirada de acero no dejaba lugar a dudas: para él, estos niños eran carne de cañón, piezas de un mecanismo mucho mayor.
“Hoy es un día importante para ustedes” anunció el Comandante sin emoción en la voz “Volverse un ascendido. Sólo los más fuertes sobreviven, y han logrado demostrar merecer este paso. Pero recordad, este proceso es irreversible.
La palabra irreversible resonó en la mente de 56. ¿Qué significaba realmente? Ya habían sido despojados de casi todo: su infancia, su libertad, sus sueños. Lo que les quedaba no era más que dolor y miseria. ¿Qué más podían perder? Se mordió el labio, sintiendo cómo la incertidumbre se mezclaba con el agotamiento que lo dominaba desde el último entrenamiento.
El Científico, siempre el encargado de las instrucciones técnicas, empezó a hablar mientras ajustaba los controles de las cápsulas. “Esta será una prueba de resistencia física y neuronal. Conectados se enfrentarán a una serie de simulaciones cada vez más exigentes. La máquina y el cuerpo se fusionarán de maneras que no han experimentado antes.” Hizo una pausa, observando a los niños con sus ojos fríos, como si midiera su capacidad de soportar el tormento. “Al final, solo aquellos que se adapten plenamente podrán seguir adelante.”
Las cápsulas se abrieron, y todos entraron en ellas, casi por instinto. el joven de mente frágil observó de reojo a 85, que parecía aún más débil desde la última prueba. Sus movimientos eran torpes, como si su cuerpo ya no pudiera sostener el peso de su propio sufrimiento. 87 por otro lado, se mantuvo impasible, asemejándose a una fría máquina a la espera de cumplir con su deber.
Una vez dentro, la conexión neuronal se activó, y las luces de la sala se apagaron, dejando todo envuelto en la oscuridad de la simulación. Lo primero que sintió 56 fue el peso de su propio cuerpo desapareciendo, reemplazado por la sensación familiar de ser uno con el Gundam. Pero esta vez era diferente. La máquina lo envolvía de una forma más profunda, más íntima. Cada pensamiento se traducía en un movimiento preciso del enorme armatoste, pero también cada duda y cada miedo parecían reverberar en el sistema, debilitándolo.
Los ejercicios de combate comenzaron. Las pruebas eran implacables: enemigos virtuales aparecían por todas partes, obligando a los niños a luchar sin descanso. se sintió cómo la fatiga mental empezaba a consumirlo, pero no podía detenerse. Cualquier fallo, cualquier error, significa su eliminación. Recordó las palabras del Científico: «irreversible». Algo en ese término seguía atormentándolo. ¿Qué más podía perder? Mientras se movía torpemente por el campo de batalla, vio cómo 85 luchaba por mantenerse en pie, pero cada golpe lo hacía tambalearse más cerca del abismo.
“¡Resiste, 85!” gritó sabiendo que tal vez sus palabras no llegaban más allá de los canales de la simulación. 85 apenas podía responder, sus movimientos eran erráticos, su mente estaba empezando a desintegrarse bajo la presión.
De pronto recibió un golpe que lo dejó paralizado. Su Gundam dejó de moverse, y la conexión empezó a fallar. Era un signo claro de colapso. El sistema se había vuelto inestable, y si no desconectaban pronto al niño el daño sería permanente.
“¡Desconéctenlo!” gritó 56 desesperado, pero El Científico y El Comandante no se inmutaron. Desde su perspectiva, esto era parte de la prueba. Si 85 no podía resistir, entonces no merecía seguir adelante.
A medida que la simulación se intensificaba, el niño de pelo cobrizo y ojos verdosos vio cómo la vida de su nuevo amigo pendía de un hilo. Decidió intervenir, usando su propio Gundam para empujarlo fuera de la línea de fuego, estabilizando su conexión momentáneamente. Mientras tanto, 87 en su propia cápsula, observaba sin intervenir. Para él, todo era una cuestión de supervivencia. Si 85 caía era porque no estaba destinado a vivir. La frialdad en su mirada solo subrayaba su distanciamiento emocional del resto.
El Comandante finalmente hizo un gesto hacia El Científico, quien ajustó los controles y desaceleró la simulación. Las cápsulas se abrieron con un chasquido, y los cinco sujetos fueron liberados. el tuerto salió tambaleándose, pero seguía vivo. Había sobrevivido, aunque a duras penas.
“Es suficiente por hoy” anunció el Capitán con voz áspera. “Han ganado otro día de vida. Pero recuerden, la verdadera batalla es solo el comienzo.”
El Comandante asintió en silencio antes de marcharse, seguido por el resto del personal, dejando a los niños solos en la fría sala. Mientras tanto, la Enfermera se acercó a 85, aplicando ungüentos en sus heridas con la misma frialdad que lo haría con una pieza de equipo dañado.
El silencio era ensordecedor mientras 56 y 87 se dirigían a sus respectivas literas. el ojiverde sabía que algo dentro de él había cambiado. Ya no solo se trataba de sobrevivir, sino de proteger lo poco que quedaba de ellos, de lo que solían ser. Miró al joven de pelo oscuro y ondulado, pero su compañero no le devolvió la mirada 87 se había rendido por completo a la brutalidad del sistema y a la lógica de que solo los más fuertes tenían derecho a seguir adelante.
Esa noche, 56 no pudo dormir. Sabía que el tiempo se estaba acabando para todos ellos. Las pruebas continuarían, y eventualmente, uno de ellos no sobreviviría. Pero también sabía algo más: su humanidad, aunque desgarrada, seguía viva. Y por mucho que El Comandante, El Científico y el sistema intentarán arrancársela, él no la dejaría ir sin luchar.
La atmósfera en la base era densa, casi opresiva, como si el aire estuviera cargado con los ecos de las almas perdidas que habían sido moldeadas en el orfanato. Las paredes del edificio, frías y desgastadas, parecían susurrar historias de desesperación y sufrimiento, sus grietas como cicatrices que contaban de vidas destrozadas. 56 se sintió como una hormiga atrapada en un sistema intrincado, una máquina que no podía detener. Sus pensamientos se movían rápidamente, pero el peso de la realidad lo mantenía anclado. Estaba a punto de embarcarse en su primera misión oficial como parte del escuadrón de ascendidos, y el terror de lo que eso significaba comenzaba a consumirlo.
Los niños ascendidos se preparaban para una misión que iba más allá de la simple estrategia militar; era una prueba de su humanidad en un mundo donde esta había sido arrancada de ellos. Mientras se vestía con el traje de piloto, el eco de los gritos de sus compañeros que habían caído resonaba en su mente, y cada sonido se convertía en un recordatorio de lo que había perdido. Al observar a sus compañeros, vio en sus rostros una mezcla de determinación y temor. Cada uno de ellos llevaba consigo una historia trágica, un pasado que les había sido robado.
Cada Gundam era una extensión de su piloto, un reflejo distorsionado de sus personalidades y pasados. 56, que había mantenido un hilo de humanidad en su corazón, pilotaba un Gundam negro, llamado Kurogane el «Acero Negro». Este mecha, elegante pero temible, simbolizaba su lucha interna: un cuerpo fuerte, pero con una vulnerabilidad oculta. Las armas estaban dispuestas con precisión, pero los ojos del Gundam, iluminados con un resplandor rojo, parecían llorar por los recuerdos de su infancia, por los amigos que había perdido en el camino.
Su compañero 87, se movía dentro de su Gundam azul, llamado Aoi Kiba el «Colmillo Azul». Este mecha era robusto y agresivo, simbolizando la nueva naturaleza pragmática y fría del joven. Con garras que parecían desgarrar el aire, su Gundam reflejaba la determinación implacable de su piloto, quien, a pesar de su distante personalidad, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para sobrevivir.
Su amigo 85, pilotaba Hakanai Shōri — «Victoria Efímera», un Gundam verde con detalles plateados que relucían incluso en la oscuridad. Este mecha simbolizaba la fragilidad de la esperanza. su piloto, quien a menudo dudaba de su propia fortaleza, veía en su Gundam un recordatorio de que la belleza puede coexistir con la debilidad. El Gundam emanaba un aura cálida, como un faro en la tormenta, pero a menudo se oscurecía cuando su piloto enfrentaba sus inseguridades. La lucha interna de 85 se hacía palpable en cada movimiento del Gundam; su destreza a veces se desvanecía, reflejando su propia vacilación.
El Comandante los reunió antes de la misión. La luz dura de los focos iluminaba su figura imponente, proyectando sombras que se alargaban como tentáculos sobre los niños. “Esta no es solo una misión. Es una oportunidad para demostrar que ustedes son el futuro”, dijo con voz grave. “La información que obtengan es vital. Recuerden, no son solo pilotos. Son la vanguardia de nuestra salvación”. Su mirada fría y calculadora recorrió a cada uno de ellos, y 56 sintió un escalofrío. En ese momento, comprendió que no solo estaban luchando contra un enemigo externo, sino también contra un sistema que los veía como meros engranajes.
A medida que el escuadrón despegó, el horizonte se llenó de nubes oscuras. La sensación de ser una hormiga en un vasto sistema lo invadió. Los grandes edificios del complejo enemigo se erguían en la distancia, como sombras de lo que había sido una civilización. Cada movimiento del Gundam vibraba con la pulsación de la guerra, y su insignificante tamaño frente a la inmensidad del conflicto lo hacía sentir aún más pequeño. Las nubes se arremolinaban sobre ellos, como si el cielo mismo los estuviera juzgando.
Al llegar al complejo enemigo, la realidad se desdobló en una pesadilla. La zona de guerra estaba marcada por un silencio ominoso, y el ambiente pesado parecía estar vivo, vibrando con la energía de los conflictos que habían dejado cicatrices profundas en la tierra. Los edificios, derrumbados y cubiertos de escombros, parecían vigías tristes de un pasado olvidado. A medida que se acercaban, 56 sintió que el peso de la misión se cernía sobre él como una niebla espesa.
El escuadrón avanzó con cautela. Cada paso resonaba con la gravedad de su situación. A medida que se adentraban en el complejo, el terror y la desesperación se entrelazaban en sus corazones. 85 estaba a su lado, su voz era un susurro, casi inaudible. “Esto no es solo una misión, 56. Es nuestra última oportunidad para cambiar esto”. Las palabras resonaban en su mente, como un mantra. Pero ¿cambiar qué? ¿Era posible cambiar un sistema que ya había consumido tantas vidas?
La batalla estalló de repente, como un trueno en un cielo despejado. Los disparos resonaban, y el clamor de la guerra llenaba el aire. Los Gundam se enfrentaron entre sí, y la desesperación comenzó a calar hondo en 56, quien experimentó una visión aterradora: cada enemigo abatido parecía reflejarse en sus propios recuerdos. Los rostros de los amigos perdidos emergieron entre el humo y el caos, sus risas transformándose en gritos de agonía.
Los sonidos de la batalla se intensificaron, convirtiéndose en una cacofonía ensordecedora de gritos, disparos y el estruendo de metal colisionando. En medio de la tormenta de fuego y acero, 85 estaba atrapado en su Hakanai Shōri, con el control deslizándose de sus manos como arena entre los dedos. Una explosión cercana sacudió su Gundam, arrojando escombros a su alrededor. La presión del caos lo envolvió, y el pánico comenzó a consumirlo.
El campo de batalla era un paisaje de pesadilla, un escenario donde la muerte danzaba en cada esquina. La tierra, manchada de sangre y fuego, crujía bajo los pies de los Gundam. Las llamas devoraban los restos de estructuras, y el humo negro ascendía como el llanto de aquellos que habían perecido. 56 sintió el ardor en sus ojos, las lágrimas de terror mezclándose con el sudor mientras su corazón latía con fuerza en su pecho, como un tambor que anunciaba su inevitable final.
Cuerpos desmembrados de soldados caídos y otros Gundam abatidos se esparcían por el suelo, un recordatorio brutal de la fragilidad de la vida en medio de la guerra. Los rostros de sus compañeros, distorsionados por el horror y la desesperación, se transformaron en visiones que lo perseguirían durante las noches sin descanso. 56 se sintió asfixiado por la desesperanza; la guerra no solo estaba destruyendo el mundo a su alrededor, sino que también se adentraba en sus corazones, dejando una estela de vacío.
A medida que el caos se desataba, 56 comprendió que no solo luchaban contra enemigos externos, sino contra los monstruos que llevaban dentro. Mientras su mente se llenaba de imágenes de horror, su determinación se agudizaba. No podía dejar que su amigo, 85, se convirtiera en otra víctima del ciclo de dolor.
Con una mezcla de desesperación y resolución, 56 se lanzó hacia el rescate de 85, cada paso resonando en su pecho como un eco de advertencia. Las balas silbaban a su alrededor, desgarrando el aire con su canto mortal. El tiempo se ralentizó, y la lucha se transformó en una danza macabra. Su mente se llenó de imágenes horripilantes: los rostros de los caídos, las últimas sonrisas que nunca se borrarían, y el miedo que se instalaba en el corazón de cada niño convertido en piloto.
La conexión entre ellos se hacía más intensa, un lazo forjado en el fuego de la batalla. En medio de los horrores de la guerra, se dieron cuenta de que su amistad era el único refugio que les quedaba, la única luz en un mundo que parecía haber olvidado la esperanza. Con cada movimiento, 56 comprendió que no solo luchaban por la supervivencia, sino también por la salvación de sus almas en un mar de desesperación.
Durante el intenso fragor del combate 56 es absorbido por la metalica maquina de guerra entrando en un modo que la humanidad nunca debió ver ni crear, parecía como si todos los pecados del orfanato y de los bélicos humanos fueran a ser castigados por un ser que no entendía a razones dejando en el campo la más pura destrucción. Hasta que en algún punto despues de unas largas y agónicas horas 56 pierde la conciencia y el monstruo creador por los tontos mortales se detiene.
Esa noche, después de la misión, 56 no pudo dormir. Su mente no paraba de girar, atormentada por las imágenes de los cadáveres, las explosiones y los gritos de sus compañeros. Sabía que algo en él se había roto. No era solo el cansancio físico ni las heridas de batalla. Era algo más profundo, una grieta que crecía en su interior, consumiéndolo lentamente.
Se levantó de su cama, sintiendo cómo el frío del suelo metálico le calaba hasta los huesos. El pasillo estaba desierto. La tenue luz parpadea, proyectando sombras que parecían susurrar su nombre. Avanzó sin rumbo fijo, como un autómata, arrastrando los pies por el corredor, mientras el eco de sus pasos resonaba en el vacío.
“Ya no soy humano”, pensó. Había repetido esta frase en su cabeza tantas veces que comenzaba a aceptarla como verdad. Cada vez que entraba en un Gundam, sentía cómo su mente se fundía más con la máquina, cómo sus pensamientos eran filtrados por el frío metal que controlaba su cuerpo. La delgada línea entre lo que era y lo que fue desaparecía con cada día que pasaba.
Llegó a la sala de simulación, donde los cuerpos de los niños que no habían sobrevivido aún yacían en camillas, cubiertos por mantas grises. Se acercó lentamente, con una mezcla de terror y fascinación. Sabía lo que encontraría allí. Sabía que, tarde o temprano, él también sería uno de esos cuerpos inertes.
Destapó uno de los cadáveres, y un grito silencioso se formó en su garganta. Los ojos sin vida de 85 lo miraban fijamente, vacíos, pero llenos de preguntas que él no podía responder. Las cicatrices en su rostro aún estaban frescas, y el recuerdo de su voz temblorosa resonó en su cabeza: «Cuando todo esto termine… ¿encontraremos una forma de escapar, verdad?»
Pero no había escapatoria. 56 lo sabía ahora. No quedaba nada más que seguir marchando hacia una muerte segura, uno por uno, hasta que no quedara nadie para recordar quiénes fueron.
Se dejó caer junto al cuerpo de su amigo, y por primera vez en mucho tiempo, las lágrimas comenzaron a correr por su rostro. No lloraba por 85. Ni siquiera lloraba por los otros niños que habían muerto. Lloraba por sí mismo, porque finalmente comprendía la verdad que había tratado de evitar durante tanto tiempo: no había salvación. No había futuro. Ya no era un niño. Ya no era nada.
En la oscuridad de esa fría sala, 56 finalmente aceptó que el orfanato no solo les había robado su infancia, sino que también les había arrancado sus almas. Y en ese silencio, rodeado de cuerpos vacíos, entendió la verdad más aterradora de todas: la verdadera muerte no era la física, sino la lenta y gradual pérdida de la humanidad. Solo eran almas siendo cultivadas en un macabro jardín.
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