El ochenta por ciento del éxito consiste en estar allí”

Woody Allen

Y estar estaba, recogiendo huevos entre las gallinas, arando, cultivando lechugas, tomates y repollos para el cocido que la abuela cocinaba los domingos, sulfatando las viñas con el mismo mono azul de siempre, limpio pero con manchas de pintura, montando a Cóndor al anochecer como el pistolero de un emblemático western. No parecía molestarle el calor cuando abrasaba su despoblada cabeza o el frío del invierno que sellaba con grietas sus gruesos labios. Para mi abuelo Emilio, no existía nada más que el mismo momento que lo arropaba, lo sé porque cada día trataba de convencerme, me lo decía de mil formas diferentes, a veces en suaves susurros, en ocasiones emulando a un Gary Cooper en “sólo ante el peligro”, por arte de magia se convertía en el Sheriff Wil Kane reclutando nieta y ovejas. Aquella información quedó grabada en lo más profundo de cada uno de mis átomos, de tal forma que ahora, solamente vivo el momento en el que estoy.

Conservo la fotografía de aquel momento en el que, con ocho años, le acompañé en su gran triunfo, el día en el que, por fin, pudo cumplir con su gran sueño, trabajar en el cine.

Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer mismo, fue un viernes, lo sé porque era el único día de la semana que hacía los deberes en la galería que había conservado la antigua casa de mis abuelos. En aquella época todavía pasaba los fines de semana en el pueblo, a veces, en verano, mis padres también se quedaban, en esas extrañas ocasiones, el coche de papá se impregnaba de olor a tortilla y filetes rebozados. Pasar el día en la playa era la pasión de mi abuela, el abuelo, sin embargo, nunca fue un gran amante del mar, aún así, no se oponía a aquellos largos días de calor. Pasábamos juntos muchas horas en el agua, de vez en cuando me obligaba a quedarme en la orilla mientras él volvía a sumergirse, ese gran hombre de mi vida me parecía un héroe perdiéndose más allá de las olas, se alejaba nadando a braza hasta que su cabeza se convertía en un pequeño punto que destacaba en el agua azul.

Todavía recuerdo las canicas que tenía Juan y las que ya no conservaba Pablo, aunque el ejercicio había perdido todo interés en el mismo momento en el que la profesora de matemáticas lo había dictado. La galería estaba impregnada del calor que llegaba desde la cocina de leña, en el horno, una tarta de manzana hacía que mi boca se relamiera inconscientemente. Vi llegar la motocicleta del abuelo dejando una estela de humo negro, aprecié la alegría de su cara a través de la ventana, fuera hacía mucho frío y los cristales empañados iban desdibujando su figura con cada uno de sus pasos. Raudo como un galgo entró en el hogar y tomó en brazos a la abuela, el carácter de la mujer le hizo reír a carcajadas mientras la llevaba en volandas. Por fin, dejándola en el suelo, le contó las noticias que traía del pueblo. No se percataron de la figura de una niña apoyada en el marco de la puerta, no pensaron en lo susceptible que era mi alma ante aquel personaje que había ganado mi corazón, no sabían de su protagonismo en todas las aventuras que mi mente inventaba, ellos, inocentes, yo, emocionada. La sorpresa empujó mis pequeñas manos a la cara, nadie vio el temblor en ellas, y es que, al abuelo, le habían ofrecido trabajo en el cine.

El cine era la única diversión en el pueblo a lo largo del duro invierno, corrían los años setenta, el horario de apertura de la taquilla era a las cuatro de la tarde, tras la siesta, las masas de gente iban llenando el local, un bar exclusivo para el público servía fanta y coca cola, vendían también bolsas de patatas fritas y cacahuetes, la gente vestía sus mejores prendas compradas en La Boutique De La Seda del otro lado de la calle, las mujeres se reunían alrededor de las mesas y hablaban como si no se hubiesen visto esa misma mañana en la panadería, los niños correteaban con las manos pegajosas de caramelos, los hombres en la barra hablaban de la cosecha y del último modelo Renault 5, mientras tanto, detrás de las cortinas rojas, el cinematógrafo cargaba la cinta de un nuevo espectáculo.

Esa noche no pude dormir, me imaginaba a mi abuelo aparecer tras el nodo, todo él en la pantalla, cantando una copla al lado de Manolo Escobar o encarnando a un cowboy del Oeste perseguido por los Indios. El sábado lo pasé inquieta, vigilaba el portal de la finca por si llegaban hermosas actrices con sus pantalones de vuelo y aquellos preciosos peinados rubios del celuloide, el domingo los que llegaron fueron papá y mamá, todos parecían demasiado tranquilos, mi estómago no pudo ingerir comida, la abuela me preparó una infusión y pidió a mamá que me vigilase, en caso de seguir así debería llamar al médico. El abuelo se fue una hora antes en la moto, papá se quedó dormido en el sofá, trabajaba demasiadas horas, ese inconveniente nos retrasó, estaba empezando a enfadarme, no quería perderme ni un sólo segundo de aquel hermoso día, al llegar, en el bar, ya sólo quedaba el señor Paco recogiendo las botellas. La música vibraba en las paredes mientras subía las escaleras de la mano de papá, escuchaba los murmullos de la gente al acomodarse en sus asientos y un multitudinario chasquido de cacahuetes, en la pantalla en blanco y negro rezaba:

NOTICIARIO

DOCUMENTALES

CINEMATOGRÁFICOS

NO-DO

PRESENTA

Y entonces lo vi, venía hacia nosotros con su linterna en la mano derecha, orgulloso de su trabajo, me acompañó a mi butaca. Mi abuelo, el nuevo acomodador, tenía una gran sonrisa en su hermosa cara.

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