Me quiero contar lo que es un lunes

Me quiero contar lo que es un lunes

Me quiero contar lo que es un lunes. Lo haré como relato de estos lunes presentes, para que el tiempo no me los arrebate, para que alguien un día los compare a los suyos, y diga: “Ese señor y yo vivimos lunes distintos”. Lo hago desde un domingo. Un domingo que lo represento amarillo fuerte, moteado de puntitos grises, porque así se me aparecen los domingos, y cuando los puntos grises se vayan agrandando, y en mi mente todo se torne gris, un gris gastado y sucio, sabré que el lunes se ha hecho dueño de ese instante que llamamos día, y comienza su vida laboral.

II

Suena el reloj de cuarzo su campana chillona en un esfuerzo por llamar la atención, como esos personajes que se saben inferiores y gritan y mandan para que se les tenga en cuenta. Se que son las seis y treinta. Busco las chancletas, y como un zombi, me desplazo al baño; habitación reducida, con las cabillas del techo herrumbrosas, como trofeos de antigüedad que amenaza la vida. La ducha funciona pero está prohibida, hay frío. No tengo calentador, su lugar lo ocupa un viejo jarro de a dos litros, donde borbotea a gusto el agua caliente.

Me voy vistiendo con el ritual de todos los días; el reloj de pulsera que no veo sin los espejuelos, marca las siete de la mañana. Me peino, y miro la calvicie que me adorna. Tomo mi maletín y me despido de mi mujer que todavía yace en la cama, quizás pensando también en sus lunes, y salgo a enfrentarme a la ciudad despierta.

Voy a pie. Tengo la dicha de poder hacerlo, de caminar apenas cinco cuadras para encontrarme la fachada del vetusto edificio que me da cobijo. En mi andar de siempre veo tres paradas de ómnibus repletas de otros que se aferran a un trasporte que los lleve, que los libre de llegar tarde. Un esfuerzo que extenúa.

Ya estoy en mi empresa. Saludos orales van pasando y estrechones de manos, para terminar frente a los dos relojes especiales, delante de un casillero que soporta las tarjetas; la mía adornada con el número 5040, que sin dilación marco – ¡ras! – suena, para grabar las 7 y 15 minutos de un febrero cualquiera.

Me gusta el trabajo que realizo. Aunque laboro en un lugar feo y deteriorado; reparar computadoras es agradable. Aunque desencantan los salarios ridículos, y los colegas que a pesar de llevar más de diez años en el giro todavía no saben lo que es un autómata. Los que parados en el tiempo, quizás en sus veinte años, cuando fueron buenos, han seguido navegando por inercia sin tomar jamás una lección teórica de la tecnología moderna, enquistados y amarrados al diario de a bordo de unos barcos que yacen encallados en los mares de la prehistoria. Y lo peor, los Pinos Nuevos sin raíces. Sin intereses, vacíos de pensamientos propios, llenos de ideas manidas y fracasadas. Listos para llenarse de malas costumbres, como depredadores de sus cortos años.

Mi empresa está ubicada en un vetusto edificio que otrora fue una compañía norteamericana, y que en la actualidad luce esplendores cosméticos en las fachadas, mientras sus techos se desmoronan minuto a minuto. Y por extraño designio, cuando algún rincón ha recibido una reparación de poca monta, se trata siempre de la oficina del director.

Una empresa que no tiene dueños debería ser muy atractiva. Pero a mí siempre me ha parecido un lugar administrado por personas que con el tiempo pierden el interés por mejorar los servicios que prestan y las condiciones laborales de los que trabajan. Sus administrativos vegetan en sus sillas apoltronadas de dirigentes. Van envejeciendo y perdiendo iniciativas, no siempre se enriquecen con sus cargos, pero se aferran a su estatus de mando; se reúnen en concilios cerrados, y si alguien se atreve a discutir sus métodos, lo desacreditan con un gesto de sus colegiadas manos. No se puede romper la quietud y el orden milenario. A veces sucede que uno de ellos pierde el amparo de un grupo superior de jefes, entonces es cambiado, sustituido, aniquilado. Pero los empleados no participan del cambio, esos fenómenos son como los atmosféricos, los sufres, pero no los puedes evitar.

Sí, amigo lector, usted está pensando o buscando una relación directa entre los lunes y mi empresa; los lunes y la dirección estatal. Pero no se impaciente, ya se acabó el horario laboral, son las tres de la tarde, desde el último ciclón nos marchamos a las tres de la tarde.

Ya estoy camino a mi casa. Pero los que viven lejos de su centro laboral harán ahora grandes colas para subir a un ómnibus, y muchos llegarán sobre las seis de la tarde. Las mujeres trabajadoras correrán a los mercados, o recogerán sus libretas de racionamiento y pedirán el último en las colas del Plan Jaba. Otros llegarán a cargar el agua que necesita la familia. Otros se lamentarán porque el servicio de gas manufacturado sufrió una rotura y sus cocinas quedaron frías sin aviso previo. Muchos disfrutarán de La Mesa Redonda y podrán enterarse de las pésimas condiciones de vida de los ciudadanos del Perú. Otros cuentan asustados lo que les queda del salario, y los días que faltan para el cobro. Los habrá también que vivan felices, sin carencias ni angustias.

Vea usted, ahora nos entendemos; le he narrado en un lunes mis carencias. Fíjese bien, mis carencias sociales. El resto de las esencias que conforman a un humano, como no cabalgan al lomo de las cosas materiales, como no desfilan cual mercenarios al pie del dinero, están intactas, saludables, libres para siempre de los lunes tremendos e infinitos que me han obligado a vivir los que se sientan en domingos eternos.

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