Fue en una sala de estar a media luz, refugio del abrasador calor del mediodía, y con el Barça ganando la liga frente al Granada de fondo en un pequeño televisor y a modo de perfecta y embaucadora banda sonora para la ocasión. Allí tuvo lugar la estafa del siglo. Sobre una mesa camilla la anfitriona desplegó un muestrario de puros de diferente tipo y tamaño. Pero antes de esto, cabría recordar que a ese lugar no llegamos por casualidad. El gancho había estado cocinando el pufo con esmero y delicadeza. Y las víctimas, ávidas por descubrir cosas nuevas y mimetizarnos con la población local, mordimos el anzuelo con la misma candidez que un ratoncillo devora un trozo de queso que duerme plácido en una ratonera.

Todo empezó con un paseo a media mañana para descubrir la ciudad. Allí, bajo el asfixiante sol caribeño, un tipo que necesitaba fuego para encender su cigarrillo acabó encontrando mechero y dos presas perfectas y recién aterrizadas. Con mucha simpatía y desparpajo como carta de presentación, se ofreció para hacer de cicerone y enseñarnos los recovecos más auténticos y menos turísticos de un lugar que se nos fue atragantando por momentos.

Callejuela por aquí, rinconcito por allá, callejón de Hammel más allá, música y chicas bailando en la calle, camaradería, un ambiente embriagador y una parada para repostar y para sentar las bases de su ardid. Éstos fueron nuestros primeros y torpes pasos en la ciudad, con un nuevo amigo al lado, y con la ilusión y el bolsillo aún a tope.

En el bar donde paramos, entre sorbos y sorbos de negrón -una especie de mojito que sustituye el azúcar por miel-, nuestra flamante amistad -cuyo nombre ni recuerdo ni me apetece recordar- empezó a tender la red. Las palabras mágicas fueron «puros», «cooperativas» y «tarjeta de abastecimiento». Todo bien aderezado con palabrería barata, sensiblería de la mejor calidad y apelaciones a la bondad y la emotividad del prójimo: «¿Tenéis pensado comprar puros para regalar?»; «Una vez al mes [y curiosamente hoy] se reúnen las cooperativas y los venden a mejor precio»; «Por cada caja de puros que compréis a mi me dan todos los alimentos de la lista de la tarjeta de abastecimiento»; «Tengo 2 hijas mayores y una más pequeña y tengo que comprarle leche». Estos fueron los ingredientes fundamentales para cocinar una exquisita ‘Estafa a primera vista en su salsa de pringao’.

Convencidos casi totalmente de ir a comprar los puros, emprendimos camino a la cooperativa, que resultó ser una casa particular. Antes de llegar, callejeamos bastante, conociendo algunos sitios de interés, como los mercados agropecuarios donde la gente compra la verdura o la carne. Una carne poco apetecible por sus pocas o nulas condiciones de conservación -expuesta al aire, a temperatura ambiente y llena de moscas-. Y tras este tour para conocer las condiciones de vida de los habitantes del lugar, llegamos al susodicho punto P (P de pufo, probablemente). Allí, tras dudar un poco, terminamos por comprar un par de cajas de puros a un precio en teoría bastante más barato que en tienda -lo cual resultó ser verdad-, pero aparentemente, según nos dijeron luego, al triple de precio que se puede encontrar en otros lugares -y esto lo constatamos más adelante-.

Para añadirle aún más ‘salsa de pringao’ a un plato ya de por sí bastante condimentado, habría que señalar que por falta de dinero en efectivo en ese momento tuvimos que ir a cambiar de moneda para completar el monto de la operación. Cuando ya nos despedimos del timador y del gancho habíamos callejeado tanto que no sabíamos ni donde estábamos. Teníamos ya la moral y el bolsillo bastante perjudicados. Pero las cosas aún podían ir a peor, como el tiempo nos demostró.

Dicho sea de paso que aunque empezábamos a sospechar algo, aún no éramos del todo conscientes de la magnitud de la estafa -y el hecho de que con el tiempo hayamos comprobado que en los puntos de venta los precios son más desorbitantes no le resta mérito al pufo-.

Seguimos por tanto nuestra visita por la ciudad con una etiqueta invisible de «Turista = Presa Fácil» clavada en la frente cual estigma. Comimos por un precio excesivo (inflando los precios con supuestos impuestos), nos pedían dinero por hacer una foto o a cambio de nada, y un tipo nos llevó incluso a conocer «la realidad cubana»: nos enseñó su casa (medio derruida), nos pidió que le compráramos un regalito para su hija que era su cumpleaños al día siguiente [claro, cómo no], y en el colmo ya de los despropósitos y la desvergüenza este sujeto llegó a ofrecerle a mi compañero de fatigas un polvo con su sobrina a cambio de una cantidad X de dinero.

Hartos ya del cansinismo habanero y moralmente muy tocados, volvimos a casa -no sin sortear otros obstáculos similares por el camino-, convencidos de que en La Habana poca gente merecía la pena. Cuando la señora Celina, la dueña de la casa donde nos hospedamos, nos contó el precio real de una caja de Cohíba espléndidos, nos derrumbamos completamente. Y ella no sabía si llorar o darnos un par de collejas por pardillos.

Sin embargo aún quedaban más lugares por visitar en Cuba, más peripecias que vivir, más calamidades que sufrir, nuevas aventuras e incluso un buen puñado de alegrías. En el resto de la isla conocimos al «hombre sincero» del que habla José Martí, más jineteros y jineteras ávidos de dinero, nos enfrentamos a la burocracia caribeña, tuvimos nuestros más y nuestros menos con los cajeros automáticos, comprobamos el estado de las carreteras, los variados y curiosos medios de transporte con los que cuenta el país, vimos miseria, alegría, playas y paisajes espectaculares, honestidad y muchas cosas más. Y en definitiva y por suerte, comprobamos que Cuba es mucho más que LA HABANA.

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