Por un lado, aquellos pliegues de piel arrugada se extendían de forma sinuosa; por el otro, la frescura del bosque daba paso a sus gustos interiores. Allí se deslizaba y la transparencia de sus tendones no era más que aquello que se define como sensible. Algunas veces sentía los ecos opacos de ruidos lejanos y, en otras, aquella lucubración se movía con seguridad de máquina y nuevas sensaciones, tan diáfanas como su inquietud, venían a su encuentro. La luz no era todavía algo conocido, pero la palpaba y la presentía. También sabía, por cuestión de principios, que para saciar el hambre bastaba solo coger un copihues, Se los tragaba a bocanadas lentas y espesas con una convulsión de fiera. En muchas ocasiones no se saciaba hasta que dos o tres flores carnosas habían pasado por su garganta. Los pétalos jugosos y crujientes hacían un recorrido de espasmos lentos para finalmente depositarse entre complejos líquidos en lo que ya era. Los copihues estaban siempre a su alcance. Bastaba con estirar una extremidad, palparlos y definirlos como su amoroso alimento. Sucedía a veces que, cada vez que repetía el acto de sustentarse, lo olvidaba y así hasta el siguiente instante en que hiciera lo que antes olvidara. Todo era copihues en su entorno: su techo, su vestido, su aliento, su líquido aliento, su tibia nave circular blanda. Copihues carnosos, suaves y dulces formaban su casa. Le saciaban, como si fueran algo para siempre, y entonces aleteaba, pues, aunque no lo entendiera, el placer de solo verlos moverse con aquel giro de pétalos o sangre circulando le despertaba nuevos movimientos. A veces soñaba con un parque formado solo por pétalos de copihues que volaban junto a él y se apoderaba de él un deseo irrefrenable, una risa convulsiva estallaba por todas partes, desde su horizonte hasta su lugar delante de él. Un tacto carnal en el que se conjugaban los movimientos de allí con los de otro movimiento, para luego despertar al placer de una cadera. Y hay una adición: otros dos como él han aceptado sus condiciones. Era muy posible que no comprendiera que aquel líquido transparente en el que flotaba había nacido de él mismo; que todo el conjunto era una sola cosa y que él estaba allí por obra y arte de una alquimia de la vida. Sus extremidades se dejaban flotar en aquella masa compacta y desnuda, como si fuera el interior de un huevo. El tenue calorcillo que sentía procedía de todas partes, no había surgido de él ni de su consistencia, sino de una estrella lejana y desconocida. En muchas ocasiones, se inquietaba por aquel eco lejano y opaco que le llegaba desde más allá de los copihues. Eran pequeñas ráfagas de sonido que lograban traspasar su lugar y lo inquietaban como en un juego, donde el sonido adquiría más importancia entre él y los ecos. Se desarrollaba sin tener consciencia de ello, solo era; y en esa misma expansión inevitable comprendía la causa del aumento de su tamaño. Tragar copihues y transformarlos en espacio ocupado era su quehacer; así como también sucedía en aquellas ocasiones en que, por obligación natural, debía cambiar de posición, cuestión esta última que le resultaba especialmente dificultosa, pues, aunque lo compacto de la masa que lo cubría era flexible, también tenía su límite.
Tras comer muchos copihues, entendió que podía moverse y no le costó mucho comprender que podía hacer algo nuevo con eso. Fue como un juego en el que sus viajes a parques tenues de luz se hicieron rutinarios y dieron paso a cuestiones más importantes, como, por ejemplo, cruzar sus extremidades, moverlas, tocar en incontables ocasiones parte de sí mismo, moverse y jugar a contestar aquellos ecos que ya se hacían cada vez más patentes.
Había un problema: su crecimiento. No podía desarrollar la capacidad de detenerlo y entonces en su interior se producía algo así como un espasmo, que no era propiamente tal como el de los centauros, sino más bien lo contrario. Aunque no fuera estrictamente necesario, entendía que su lucha se centraba en crecer, que eso era lo fundamental para lo que le esperaba en el futuro. Ya tenía conciencia del túnel. Lo había presentido en una ocasión en que, a causa de un cambio brusco de temperatura, los copihues se habían inquietado más de lo normal. Por lo tanto, se preparaba con todas sus fuerzas para enfrentarlo.
El paso del tiempo se dejaba sentir. Sus extremidades se hacían cada vez más grandes y la ansiedad del mar le entraba por todas partes. Sus deseos de comprender las algas, las profundidades cubiertas de corales y lo extraño de los colores brillantes se confundían con la entrega sumisa a su estado. No había una filosofía premeditada para descubrir la alegría de abrir aquella puerta larga y tediosa, que era su túnel.
¿Cuántas veces había estado ya allí? Por esa razón tenía una certeza sobre su pasado. No cabía duda al respecto; no reaccionar frente a su entorno era algo conocido y una condición recurrente. La repetición de la luz, el transcurso del tiempo de un momento a otro, del tacto a otro tacto, de esa colaboración gigante entre las otras colaboraciones repetidas que lo conformaban para crear un solo ser. Un ser único, formado en un solo acto con dos funciones: vivir y alimentarse para vivir. Alimentarse y vivir son dos actos como el que no es; como la caída de los pétalos carnosos de los copihues desconectados de su fuente de vida y el retorno a la suposición, a la existencia dada de una fuente de vida que, en otra condición, los descompone y los transforma, y luego vuelven. Solo se transforman. Entonces, él, en su huevo de copihues carnosos, en su lugar inicial coludido para sostenerle, sabe que es consecuencia de una transformación y no de algo inexplicable como lo que no nutre, no se transforma y no es. Algo que, por ser nada, es también fuente y parte de su realidad. Y en otro momento que no podrá volver a recordar, ni siquiera intuir, pues nadie, ninguno lo ha hecho nunca, se dormirá con una luz azul allí arriba. Una luz envolvente y acuosa que sí podrá recordar. Y en ese otro momento, luego de ir a la luz y no saber si existe, despertará frente a una mano, el tacto delicado de su progenitor que le besa, le palpa y arrulla por siempre hasta la próxima vez que pueda tragar copihues rojos.
OPINIONES Y COMENTARIOS