El castillo ahora me parece aterradoramente inmenso y más lúgubre de lo habitual. Todos los seres del inframundo, incluidos demonios, criaturas y guardianes están reunidos en la cámara principal. Cuchichean como serpientes hambrientas, amontonadas en ambas partes laterales para dejar vacío el pasillo central que es donde me encuentro sola, desamparada.

Mi padre, el rey de los demonios, me observa con el ceño fruncido desde su trono. Tiene el semblante mortecino, como si estuviera dispuesto a exterminar con una pisada todos los insectos que ensucian su reino. El abrigo afelpado de piel que lleva puesto encima de los hombros le hace lucir más intimidante, más robusto y enfurecido.

La mayoría de sus súbditos sufre de un temor arraigado en lo más profundo de sus entrañas ante su presencia, no lo miran a los ojos ni se atreven a dirigirle la palabra sin orden alguna. Sin embargo, aquella serie de ilusiones ópticas no surte efecto en mí. Lo miro con recelo, dejando que el aire asfixiante del infierno me ahogue mientras mis siete corazones palpitan con ímpetu dentro de mi pecho.

Entonces, se levanta del trono. El metal bañando en plata repiquetea cuando apoya un brazo sobre éste y todos los presentes contienen la respiración. Conozco la razón de mi juicio, sé lo que he hecho para estar aquí. Pero de cierta forma, no me arrepiento de nada. El rey levanta el brazo y apunta su mano en mi dirección.

—Por haber traicionado al clan de los demonios, Mallory permanecerá exiliada del inframundo durante la eternidad a partir de este momento.

Un jadeo desconcertado se deja escuchar entre las filas de los espectadores. Yo me quedo inmóvil, apretando la mandíbula sin apartar la mirada de él. Justo ahora me poseen unas ganas de matarlo, de atravesarle el cuerpo con mis cuchillas como lo he hecho con tantos, pero no tengo la fuerza ni el poder suficiente para hacerlo. Nunca los tendré.

—Yo, el Rey demonio, le impongo la maldición de deambular por la tierra de los humanos para devorar sus almas —mis ojos se abren de pronto cuando una estela de humo negro comienza a arremolinarse por encima de mi cabeza hasta adquirir la forma de un círculo en cuyos bordes se aprecian las palabras de su maldición—, nunca verá las llamas malditas del infierno y la marca en su cuerpo arderá hasta la muerte si se atreve a poner un solo pie en mi territorio.

El círculo adquiere una tonalidad púrpura, y en ese mismo instante, soy presa de un agudísimo dolor que me hace estremecer de pies a cabeza. Caigo de rodillas mientras de mi boca expulso un lamento gutural y voy sintiendo un calor intenso agolparse sobre mi espalda, es el mismísimo fuego fatuo el que me quema la piel para grabar el símbolo de la maldición. Jadeo de dolor, apretando los puños y cerrando los ojos con fuerza hasta que la sensación desaparece.

—Que esta transgresión sirva como ejemplo para todos ustedes. ¡Aquel que vuelva a desobedecerme, perecerá bajo la supremacía de mi poder!

El revuelo tenebroso desaparece de un momento a otro, sumergiendo el castillo en un silencio espeso. Tras un par de respiraciones agitadas, logro recomponerme y me levanto del suelo como si nada hubiera pasado, como si no sintiera las infinitas agujas que me abren la espalda en cada segundo que transcurre. Miro a mi padre una última vez y doy media vuelta para retirarme, pues el juicio ha concluido.

A la mitad del camino me encuentro con los ojos llenos de decepción, asco y enojo de mis hermanos; aquellos demonios que fuimos creados al mismo tiempo, compartiendo la misma sangre oscura y el mismo propósito de ser el ejército de élite. En días anteriores me admiraban, me seguían al ser su líder. Ahora, ya no quedan rastros de ese éxtasis enfebrecido. Ahora simplemente les parezco la mayor deshonra de la historia.

Y a pesar de todo eso, sigo sin tener ni una pizca de arrepentimiento.

Continúo caminando, dejando atrás el polvo y la muerte del linaje demoníaco, y finalmente salgo del castillo. Precisamente no es un jardín colorido el que me recibe; troncos secos, ramas enredándose como un laberinto interminable hacia el cielo, la tierra rubicunda, las sombras cosidas a las estatuas de piedra y esqueletos milenarios. Un recuerdo de mi niñez me asalta de pronto, cuando acostumbraba a entrenar con mis demás hermanos en estos jardines. Y yo siempre ganaba.

Los vellos de mi nuca se erizan de repente y no dudo en sacar las cuchillas sujetas a mis muslos para rápidamente darme la vuelta y enfrentar a la persona que me había estado siguiendo desde atrás.

—Te he entrenado bien.

—Maestro —musito, alejando las cuchillas que he presionado contra su cuello.

Es Azrael, el primer demonio creado por mi padre y quien me fue dictado para entrenarme en las artes de la lucha, guerra, tortura y demás. De él he aprendido todo lo que sé. Pero su visita de hoy sé que no es para externarme su orgullo. Cuando retrocedo un paso, Azrael me mira con una expresión severa que acentúa sus rasgos más sangrientos. El cabello largo, blanco y sucio le cae sobre aquella armadura que nunca se quita, y su característico aroma a ceniza me inunda el olfato.

No sé qué decirle. El aura que emite es diferente a la de mi padre. Aun cuando está llena de decepción, también logro percibir dolor.

—Mallory —dice.

Es la primera vez que pronuncia mi nombre. Supongo que ya no hace falta el honorífico de Su Alteza ahora que me han exiliado; sin embargo, por algún motivo que trata de salir a la luz, siento que ha deseado llamarme así hace mucho tiempo atrás.

—Tú eras mi mejor aprendiz. El poder que fluye dentro ti es genuino, majestuoso. Eras implacable en todos los aspectos y en algún punto yo… —se detiene abruptamente, como si hubiera dicho algo prohibido. Luego carraspea y continúa: —. Tu debías ser la heredera al trono. Tú debías ser quien tomara el lugar de su Altísima Maldad. Pero tuviste que aliarte con un alma, ¡un alma humana! ¿En qué mierda estabas pensado?

—Maestro, yo…

—Di mi nombre.

—¿Qué? —hay bastante desconcierto en mi voz. Pero lo que más me sorprende es el toque rugoso de su piel cuando acuna mis mejillas entre sus manos. Nunca habíamos estado así de cerca y yo nunca lo había visto más allá de un maestro —. Azrael.

—Te vi con ella, Mallory, en el purgatorio. Vi lo que hiciste por ella.

—¿Tú fuiste quien me delató?

—Si no ibas a ser mía, entonces no serías de nadie.

En ese instante mi mente se pone en blanco y una corriente de electricidad me hierve la sangre. Entonces le entierro en el abdomen, a la altura de su cuarto corazón, una de las cuchillas que aún sostenía en la mano. Sé que no lo matará, pero sí es suficiente para que me suelte de su agarre.

Con los pies descalzos, la espalda aún calcinada y los pensamientos naturalmente despejados, abandono mi hogar y todo lo que me arrastra a él.

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