No quería molestarte esta mañana. Necesitabas descansar después de tantas noches fatigosas. Después, la tos se te fue apagando. Tenía que hablar contigo. Intenté llamarte varias veces pero me hubiera sentido culpable de interrumpir tu sueño. Cada tanto iba hasta la puerta de tu habitación, apoyaba sigilosa el oído y esperaba escuchar algún indicio de movimiento. A los pocos minutos, desistía.
El sonido del teléfono, alguien que marcó un número equivocado, logró darme la ilusión de que por su causa despertaras, y me librara así de la responsabilidad de haberlo hecho yo misma. Llevaba la cuenta mirando con insistencia mi reloj: quince minutos, media hora, más, y nada. Ni un solo ruido. No despertabas.
Era temprano. Traté de ocuparme, de hacer algo, para que el tiempo me llevara con él y no me obligara a sentir su peso. Regué las plantas de la sala. Pero mi mente, ciega para otro pensamiento que no fueras tú, no me permitía ser más que una autómata. Sin embargo, desperté a tus hijas. A Rosita le ayudé a poner sus ajustados pantalones y peiné a Paula con unas trenzas mal hechas. Les preparé el desayuno y enseguida llegó el autobús de la escuela. Las besé con ternura en sus pálidas mejillas.
–Hasta luego, tía― dijeron despacito al mismo tiempo que levantaban sus mochilas. Y partíeron. Rogué que el prolongado sonido de la bocina te despertara, pero no.
Reflexioné que la satisfacción de las necesidades primarias aunque parezcan triviales, se transforma en lo más importante cuando no hay otra persona para hacerse cargo. Y yo debía reemplazarte, tú estabas imposibilitada. Le di de comer a Luna, tu perrita que con sus ojos húmedos me seguía por toda la casa.
Luego, medité acerca de la hora; ya daban las nueve. Aunque por otro lado, apenas son las nueve, pensé. Debería haber pasado más tiempo, éste se había prolongado en la medida de mi ansiedad.
Era lunes y llegó María, la muchacha, tarde como siempre. La recibí con un seco “buenos días”. No escuché su voz como respuesta a mi saludo pero noté en cambio el gesto que hizo con la cabeza. Empezó a limpiar la casa, a lavar la ropa. Me preguntó qué prepararía para la comida.
–No sé― le respondí, ― algo que les agrade a las niñas, supongo – y abrí la nevera sin saber qué buscaba.
Subí la escalera que conduce a las habitaciones. Y en cada escalón, de forma inconsciente, mis pasos sonaban con estruendo. Enfrente, tu puerta seguía cerrada. Me acerqué y me hubiera gustado golpear, gritar tu nombre, abrir por fin, pero no lo hice. Me dirigí a las otras habitaciones y acomodé la ropa de tus hijas. La casa padecía tu ausencia, la falta del toque singular de tu persona.
Había pasado aquí días enteros, otras veces, desde que nacieron las niñas. Ahora llevo más de una semana. Paula y Rosita no me son extrañas; a menudo me quedaba a cuidarlas porque mamá con sus años no podía ayudarte.
Pero ahora es diferente. Un sabor raro impregna todo y la desesperanza se ha adueñado de mí. Entonces tu marido telefoneó. Estaba en el Café Florida, aquel de la calle San Martín, donde nosotras solíamos ir a la salida de la facultad.
―Sí, está todo bien―le dije. Me extrañó que con un tono lánguido me preguntara cómo me sentía.
―Bien, gracias―contesté. Las cosas parecían resolverse dentro de un curso normal.
Entonces yo también preparé un café y me fui a sentar en la reposera de la sala para apreciar la agradable vista del jardín. Pero, aunque estaba bien caliente el café, como nos gustaba a las dos, hoy sabía amargo; distinto a aquellos que solíamos tomar acompañados por nuestra animada conversación. De tanto mirar el péndulo del reloj, casi me hipnotizo. Iban a dar las diez. Hacía cuatro horas que estaba levantada. Me dio envidia tu sueño; hubiera querido dormir yo también.
El jardín lucía toda su primavera esta mañana, las buganvillas caían como racimos de uvas y el perfume de las rosas traspasaba el cristal. Quería hablar contigo. Decirte que no te preocuparas… Una idea se me presentó de repente y vino a salvarme de esa ansiedad insoportable: No llamabas para no molestar, como tantas otras veces. Era un signo muy tuyo. Con seguridad querrías un café o el desayuno. Por eso corrí hasta tu dormitorio. Sin importarme golpeé y abrí la puerta.
El vacío de la habitación desoló mi alma. Ya no estabas. Me debo haber desplomado en ese instante. En el momento de abrir los ojos, María sostenía mi cabeza con una mano. Con la otra acercaba a mi nariz un pañuelo embebido en perfume.
―Señora, debe usted tratar de olvidar ―me dijo.
―Eso es lo que quise hacer hoy, justamente―le respondí.
SINOPSIS
ANA acaba de fallecer. Su hermana, ELEONORA, había llegado a la ciudad a tiempo para despedirse de ella. Ana le había hecho un pedido muy especial. Tendría que hacerse cargo de sus hijas hasta que crecieran y pudieran valerse por sí mismas. El esposo de Ana, FERNANDO director de una empresa local, no ha logrado asumir la situación y se sigue comportando como si nada hubiese ocurrido. El resto de la familia se desentiende del futuro de las niñas.
Eleonora se deberá enfrentar a más de un reto familiar y personal además del impacto emocional. Su carrera profesional de arquitecta está en juego y también la crisis con su propia pareja.
A lo largo de la historia surgirán cambios imprevisibles e inexorables a pesar de los esfuerzos de Eleonora y en contra de sus propios deseos.
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