Pro Logos

“Mira, ya llegamos, allí está la Tasca Gris. Te gustará. Es un lugar acogedor, cerrado y con buen ambiente. Suelo venir aquí todos los sábados a estas horas. Por las noches es cuando mejor se está. Menos mal que no nos ha llovido, porque parece que va a caer la del pulpo. Me han dicho que esta noche toca un saxofonista nuevo. Si lo hace bien, puede que el dueño le contrate. Milo Rey, creo. Le veremos desde el reservado que he alquilado. Así podremos hablar de lo nuestro sin que nos molesten. Hasta el amanecer si queremos.

Te he preparado un reto especial. Te costará mucho descubrir la jugada esta vez. Seguramente lo acabes consiguiendo porque tienes ese cerebro privilegiado, pero creo que te sorprenderé, y mucho. Si acabamos mientras aún haya clientes, podemos bajar a tomar algo con el resto. El local no es circular, como el antiguo. Más bien ovalado. Puede que eso te decepcione, pero hace que el escenario esté justo debajo de nuestro palco. Lo he conseguido gracias a que el dueño me debe un par de favores, sino hubiese sido imposible. Cree que somos gente importante. Y es cierto: lo somos. Pero no tanto como piensa. El tío es un carcamal. No sé cómo tiene un garito así. Además a los empleados los trata de puta pena. Sólo conozco a dos. Un chaval que me parece a mí demasiado joven para trabajar… será su hijo. Y la camarera, que está muy buena.

Bueno, aquí estamos. Espero que la velada sea grata. Adelante, pasa tú primero. Esto es la Tasca Gris. La segunda.”


Capítulo 1 – La Tasca Gris 2.0

La noche se extiende sobre un tugurio situado en cualquier ciudad del mundo. En la barra, un camarero estirado limpia un vaso con un paño. Una imagen invariable. Tiene profundas entradas afiladas contra su cabello gris. Ojos caídos. Lleva muchos años detrás de esa barra, detrás de otras barras. Deja el vaso en su sitio mientras su mirada hace un barrido rápido a las mesas. No hay consumiciones vacías. Hay que subir la calefacción. Percibe por el rabo del ojo que nuevos clientes acaban de llegar. Es una pareja de… no de caballeros, desde luego. El que va delante lleva una capucha de chándal sobre una gorra. El de atrás, pendientes de aros y la cabeza rapada. Son los del reservado. Jonás suspira. Se siente viejo. Se ajusta el chaleco.

Deja el vaso con los demás vidrios. Se gira para coger la tarjeta llave con la mano derecha. Con la izquierda abre en su teléfono la aplicación LTG2 y pulsa el botón del aire acondicionado. Aumentar un grado. Guarda de nuevo el móvil en el bolsillo y se gira para tender la tarjeta llave a la pareja de chavales que ya está en la barra. Nico le sonríe con mirada cómplice. No hacen falta palabras con Jonás. Los que lo conocen lo saben.

Después de coger la llave, el rapado cruza la sala con mucho postureo. Las mesas digitales iluminan el ambiente con colores azules y naranjas, como focos cuadrados apuntando hacia el techo en ángulos diferentes. Los chavales cruzan las espirales de humo iluminadas y los tenues focos cenitales. Dejan a un lado y a otro varios grupos de personas que pueblan el lugar. Clientes solitarios o en grupo. En la pared contraria a la barra se encuentran las escalerillas que suben a los cuatro reservados sobre el escenario, a modo de palcos. La pareja desaparece por ellas como si fuese engullida por una gruta oscura. No se les oye subir. El hilo musical de jazz casposo de Reindhart es suficiente para atenuar el resto de sonidos. Excepto los estentóreos ladridos y gritos del grupo más joven.

Un grupo mixto de pavos reales y niñas monas. Algunos demasiado jóvenes para beber según la ley. Jonás no pide el carné. Hace tiempo que le da igual que le cierren. O que le metan en la cárcel. Mantiene bajo el precio de las bebidas para que se llene. Los jóvenes lo saben y vienen en tropel. A otros les da igual, simplemente lo tienen cerca. Otros vienen por la música. Pero la mayoría lo que quiere es estar en un lugar extraño, con música jazz y pantallas táctiles. Es suficiente para jugar o para navegar internet. Las mesas incluso tienen enchufes para los móviles y las tabletas.

Uno de los chavales, el alto gritón, se ha terminado la cerveza. Mira la jarra con pena. Le da un codazo al bajo para que se apure la suya. Jonás alarga el brazo para coger dos jarras limpias. Se levantan y se encaminan hacia la barra. El bajo guiña el ojo a la chica del pelo morado. Ella no se da cuenta. Esta aún mirando las escaleras por donde han desaparecido los recién llegados. Sigue con la cerilla apagada en la mano. Un chispazo después, la acerca a su porro para encenderlo. Da una larga calada mientras vuelve a apagarla y la tira al cenicero. Espira. Las volutas de humo inundan el tablero digital donde llevan la cuenta de las partidas y los puntos de vida. La chica frente a ella pone dos cartas boca arriba sobre la mesa. El software las reconoce y muestra los dibujos y estadísticas en mayor tamaño para todos los jugadores. Sólo se apuestan el ego.

El problema de las mesas digitales es que se rallan y dejan de verse nítidas. Además, las bebidas, los ceniceros y los teléfonos tapan el tablero digital. Pero el chaval al que todos llaman Miki pasa como un viento de pureza. Coge las jarras vacías y los ceniceros llenos. Los pone en su bandeja. Deja ceniceros limpios y posavasos. Desaparece sin que nadie haya tenido tiempo de mirarle siquiera. Silencioso, veloz, ágil, rubio. Un querubín de la limpieza. La mesa queda despejada y nítida, y las chicas miran sus manos buscando la mejor respuesta a la pareja que ha bajado Ana Moreno, más conocida en internet como Namore.

Miki se aleja para descargar en la barra el cargamento que ha ido recopilando por las mesas. Sortea por el camino un abrigo caído y el brazo de un hombre que hace aspavientos. En la barra, que le llega a la altura del pecho, va dejando ordenadamente los vasos y los ceniceros mientras mira de reojo a Lucifer, que es como algunos llaman a Jonás. Miki se desenvuelve como un adulto, pero tiene un cuerpo de niño. Es difícil decir en qué punto de su desarrollo está. Lucifer está dando la vuelta del pago de dos jarras de cerveza a un cliente. Le mira y señala con la mirada a la mesa de los tres caballeros morenos. Miki frunce el ceño y gira la cabeza para mirarles. Ah. Se le ha olvidado llevarles la tapa. Luego mira el reloj que hay en la pared detrás de la barra. Son las 23:58. Suspira.

Pasa detrás de la barra para agarrar un cuenco y la pala para llenarlo de frutos secos. Normalmente no se pone tapa a los que piden café ¿Será por la hora? Nadie suele tomar café tan tarde. Sale de la barra y se dirige a la mesa. Los tres señores parecen serios y preocupados. Aún no ha llegado hasta ellos, cuando la puerta de la tasca vuelve a abrirse. El gran estruendo de un trueno y el resplandor cegador de un relámpago arrollan el interior de la sala justo en ese momento. Una silueta negra y delgada se imprime en las retinas de todos los clientes, que no han podido evitar mirar hacia la entrada. Lucifer ejerce una media sonrisa. Su mejor apuesta siempre consigue hacer una gran entrada en escena. Miki abre los ojos como platos y luego se los restriega con la manga de su brazo libre.

La silueta cierra el paraguas. Lo sacude y lo mete en el paragüero. Parece que afuera ha estallado la tormenta. La figura se va volviendo tridimensional y multicolor en los ojos de Miki. Finalmente alcanza a reconocerla. Es su salvadora: su relevo. La camarera del turno nocturno. Mientras se va quitando el abrigo avanza con paso lento mirando el ambiente. Captura poco a poco la atención de varios clientes, como si tirase de sus miradas con un hilo de plata. La conversación de los tres hombres circunspectos se detiene. No precisamente para apreciar el aperitivo que Miki acaba de dejar en la mesa. Ella, algo lánguida, da un coscorrón al chico, y juntos van hacia la barra. Susurran en voz baja. Intercambian información sobre el estado de ánimo de Lucifer, los pedidos, el tiempo en el exterior, los niveles de cansancio.

Los caballeros de la mesa les ven alejarse. Están apiñados hombro con hombro, enfocados hacia el escenario, al fondo de la tasca, en el extremo contrario a la entrada. Vestidos con vaqueros y camisas, está claro que no son el tipo de cliente habitual del local. Dos de ellos fuman tabaco, otro un vaper. Sus humos se mezclan con las paredes, los muebles, la ropa y la piel de todos los presentes. Hacen un poco más patente que todos respiran el mismo aire y que todos comparten el mismo espacio. No tocan los manises. El caballero del centro, con bigote negro y camisa de cuadros, no deja de mirar al grupo de jóvenes. Desaprueba profundamente lo que está viendo. Uno de sus colegas le advierte de que si sigue mirando tan intensamente, su disfraz se revelará. Da un sorbo al café y mira para otro lado. El otro colega le dice que se tranquilice. No le reconocerán con la barba afeitada. Él tamborilea un poco con los dedos en la mesa y cambia de tema.

Pero el disfrazado no es el único que tiene la mira puesta sobre el grupo de jóvenes. Otro cliente, sentado solitario en una mesa junto a la entrada, hace como si leyese en el móvil. En realidad vigila constantemente los movimientos del chico alto. Lo vio entrar con su grupo de amigos y un libro envuelto para regalo bajo el brazo. Al chico le han preguntado varias veces para quién es el regalo, y él no ha respondido a nadie. Sin embargo, cada vez que se abre la puerta, mira con un punto de ansiedad. El cliente solitario sabe cuál es el libro envuelto, y conoce su valor. Está dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirlo. Esta noche. Pero también tendrá que conseguir un paraguas. Sabe que en algún momento los chicos se separarán. Cuando empiece a tocar el saxofonista, cuando se creen parejas, cuando llegue la persona a quien espera el propietario del libro… En algún momento tendrá la oportunidad de acercarse. Mientras tanto, va dando cuenta de un Cardhu con hielo. Una bebida que le recuerda a cada trago lo que le gustaría estar en otra parte del mundo buscando otro tipo de libro.

Desde su mesa tiene una vista clara de toda la tasca. La verdad es que de alguna forma mantiene algo del espíritu de la anterior. Sin embargo este local es diferente. Tiene la barra a la derecha y no en el centro. Los suelos son adoquinados y no de madera. Las paredes, azules y no grises. El techo es de vinilo negro. Puedes verte reflejado en él y espiar los escotes de las mujeres. Algunos neones y luces negras bien disimuladas dan un ambiente oscuro y violáceo. El resto de la iluminación depende de lo que reflejen las mesas digitales, y de las caras de los clientes iluminadas por sus teléfonos. La primera vez que entras parece un escenario de ciencia ficción. Después te das cuenta de que no es más que un café-pub de toda la vida con las mismas bebidas, los mismos aperitivos y hasta el mismo jodido camarero. Literalmente. Jonás había arrastrado de la anterior tasca el ambiente rancio, consiguiendo algo así como un lugar moderno pero antiguo.

Pero lo mejor es la camarera. El viejo Lucifer tenía como máxima contratar sólo camareras rubias calladas de pelo corto. Iba con su personalidad. Pero en este caso, además la chica es una absoluta belleza. Arturo no sabe si es bueno que capte tanto la atención. No es capaz de dejar de mirarla. Hasta que la pierde de vista cuando sube las escaleras en dirección a los reservados. En ese momento, Arturo se reprocha su despiste, y vuelve a poner su mirada sobre el chaval alto y el paquete del que no se separa.

Ve salir a Miki y mira el reloj del móvil. Las doce y media. Será una larga noche. Algunos clientes ya parecen borrachos. Sobre todo el de la barra. Parece que habla sólo. Pelo castaño, ondulado y casi a la altura de los hombros. Perilla. Camisa blanca ancha sin botones. Parece mentira que aún queden tipos así, que quieren dar la pose de mosquetero. Bebe algún extraño cóctel azul y está de espaldas al escenario, subido a un tabuerete como si fuese un caballo. Arturo decide que debe darse un descanso de observación y estirar las piertas. Sin muchas ganas, se levanta para ir a mear.

En la puerta del baño se cruza con otra cliente que sale. Mucho más perspicaz y observadora que él. Se trata de la detective Santos. Camina despacio mientras termina de estirarse la blusa a la altura de la cadera. Por deformación profesional hace un conteo rápido de cabezas. Hay una persona menos que cuando entró al baño. Los dos del palco siguen visibles sobre el escenario. Se sienta en uno de los sillones, también junto a la pared, también en solitario. Pero su actitud es mucho más relajada que la de Arturo. Santos ya se ha dado cuenta de que el viejo está espiando a los chavales. También se ha dado cuenta de que los tres hombres de los cafés vigilan al grupo, aunque por otro motivo. Le causa curiosidad ¿Será por el paquete envuelto, por el contenido del bolso de Namore, o por la herida de la chica del pelo morado?

Saca un purito de vainilla de una cajetilla metálica y lo enciende, añadiendo una nueva fuente de humo al ambiente ya de por sí cargado. Está recostada cómodamente en su sillón. Utiliza su móvil como mando a distancia de la mesa digital, que está inclinada hacia ella unos quince grados. Con la aplicación del local pide otra copa de ginebra. El pago se hace de forma instantánea a través de su cuenta de cliente. La detective no está de servicio, pero tampoco de vacaciones. Simplemente disfruta de su sábado por la tarde. En la Tasca Gris puede cotillear mucho. Su pasatiempo. Sabe que un par de personas llegarán más tarde porque lo han publicado en internet con la etiqueta #ltg2. También se ha fijado en el grupo de cuatro personas muy cerca del escenario, que sin duda están ansiosos por que llegue el saxofonista. Ella también tiene mucho interés en el sujeto. Cuando vio que era su debut, no pudo evitar fisgonear en el correo electrónico de Lucifer. Tiene craqueada su cuenta desde hace meses.

No, Santos no está de servicio. Y sin embargo huele un caso en el ambiente. Por eso sigue curioseando en los perfiles públicos y privados de los clientes. Que intervenga o no dependerá de la noche. Normalmente un sábado en la Tasca Gris es suficientemente interesante como para observar con una buena copa y un espíritu abierto. Copa que acaba de llegar a su mesa.

SINOPSIS

La Tasca Gris 2.0 es un tugurio decadente y digitalizado, donde la bebida y la conexión a la red fluyen en abundancia. Su regente, llamado Lucifer por algunas personas, ya trató de sacar adelante otra Tasca Gris hace años. El lugar actuará como contenedor de historias de unos personajes que quieren sentirse reales y actuales, y que reflejan partes de nuestro presente que no hemos terminado de aceptar. El ambiente tecnológico, casi ciberpunk, hará que el lector sienta que está leyendo una novela de ciencia ficción, sin darse cuenta de que nuestro presente ya ha adelantado a su imaginario. Las redes sociales y la tecnología invadirán las historias de los clientes de la tasca, que no pueden evitar ciertos pensamientos y modos de ser anteriores a la revolución digital. De cuando un café era un café y no parecía una sala recreativa. Los jóvenes, ajenos al mundo pretérito, abrazan el alcohol, la droga y la tecnología como parte de un mundo que ya estaba ahí cuando ellos llegaron.

El primer capítulo actuará, como ha sido sugerido, a modo de glosa. En el resto el lector irá conociendo a los personajes; así como las relaciones entre ellos y con el mundo exterior.

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