Siempre habrá vasos vacíos, con agua de la ciudad.

– Vasos vacíos, Celia Cruz / Los Fabulosos Cadillacs

Seguramente todos conocen San Clemente. Es muy probable que sepan que es ahí, en ese punto de la Bahía de Samborombón, donde termina el Río de la Plata y comienza el mar. Y que ése es el motivo por el cual esas aguas son “una porquería”.

Lo que tal vez no sepan es que Punta Rasa es el nombre del exacto y casi secreto lugar donde esto ocurre…

“No es bueno que el hombre esté solo”, habría dicho Dios en los tiempos en los que aún estaba todo por hacerse. Y puede que sea cierto. Hay un deseo, no sé muy bien impulsado por qué o por quién, de encontrarse con un otro en esta vida con el primario fin de compartirla.

–Cuando un problema es demasiado grande para ser encarado de una vez, simplemente dividilo en pedazos, que son más factibles de ser resueltos –me dijo hace un buen tiempo Jorge Eckstein, el dueño de “El zanjón de Granados”, un lugar en San Telmo digno de ser visitado.

–Y después, cuando resolviste cada parte, juntá los pedazos –concluyó, mientras desayunábamos en Molière aquella mañana gris, tratando de cerrar alguna forma de negocio juntos.

Démosle bola al ruso, que de boludo no tenía ni un pelo. Y tomemos sólo una parte del gigantesco problema que es tratar de compartir la vida con alguien más.

Por esa puta costumbre de andar pendulando de un extremo al otro en nuestra filosofía de vida es que hemos pasado de la fantasía de “la media naranja”, de “somos uno”, de “fusionarse en el otro”, al “cada uno hace su vida mientras vivimos bajo el mismo techo”. Y ahora estamos en el punto opuesto máximo del péndulo, allí donde el hilo dibuja una horizontal perfecta.

Y una vez más, me parece que perdimos de vista el tarro. Así de lejos estamos meando fuera.

Porque hemos llevado la cultura de respetar la individualidad del otro a un punto tal donde sólo eso queda: ese alguien más por un lado y nosotros por el otro.

Si me quiere, no va a tratar de cambiarme.

Si realmente me ama, me tiene que aceptar tal-cual-soy.

Y así es que hemos construido murallas bien altas para que el otro no “invada” nuestra persona, para que ni intente rozar nuestro ser, para que ni se le ocurra pretender que cambiemos en absolutamente nada.

El resultado? No cambiamos nada.

Pero tampoco nos encontramos con el otro. Seguimos siendo vasos vacíos. Que se van llenando de agua previamente decantada, filtrada, con ese toque de gusto a cloro que intentamos sacarle comprando aparatos para, paradójicamente, volver a filtrarla.

Limpia? Puede ser…

Pero cada vez con menos gusto…

Cuando conocí a la que por un largo tiempo sería mi segunda mujer, yo era un tipo que –desesperado por la situación caótica que estaba viviendo– tenía innumerables reglas para poder organizar la vida de sus hijas.

Un día, ante mi intransigente “a bañarse” dicho en formato de orden militar, ella me miró con una suave sonrisa que pedía permiso para intervenir y con una voz que invitaba a bajar los brazos, sencillamente me dijo:

–Adrián… es sábado…

Un renglón, tan sólo un renglón. Dicho con las palabras justas, en el momento justo. Suficiente para que yo comenzara a cambiar.

No sé si ése fue el punto de partida. Ni siquiera importa si lo fue.

Lo que es cierto es que durante mis años con ella, recuperé mi pasión por el canto, volví a pescar, dejé de vestirme siempre como un pordiosero, aprendí a controlar un poco a mi sucia boca frente a mis hijas, humanicé un poco más mi ácida mirada sobre el mundo, aprendí a disfrutar de lavar los platos a la noche sin importar la hora que sea, para que al despertarme esté “todo lindo” y hasta el día de hoy bajo la tapa (la-ta-pa, no sólo la tabla, la-ta-pa) del inodoro…

Y ella?

También aprendió, también cambió…

Pero ni yo me convertí al judaísmo ni ella dejó de creer en Dios. Ni yo me transformé en un Claudio María Domínguez que va por el mundo diciéndole a todos cuán genios son, ni ella mutó en una ácida jodida que anda por ahí destilando “verdades”. Yo sigo siendo desprolijo y ella obse con la limpieza… Yo sigo siendo un jodido y ella un poco menos.

Ninguno de los dos perdió su escencia. Ni ella ni yo dejamos de ser ella y yo. Pero ni ella ni yo somos los mismos. Hoy yo canto y ella muy probablemente se meta en la pileta del lugar donde veranee y hasta nade.

Por qué no funcionó es, muy probablemente, una nota que jamás escriba.

Pero sí puedo decirles por qué sí funcionaba.

Ella era agua de mar, cristalina, salada. Y yo de río, un tanto sucia, dulce. Pero ni ella ni yo nos quedamos quietos, como pasa con cualquier río, como pasa con cualquier mar. Ni ella ni yo permanecimos en nuestra orilla. Ninguno “respetó” taaaanto al otro…

Durante nuestro tiempo juntos siempre nos encontramos en Punta Rasa, siempre trajimos nuestras olas a ese lugar secreto donde el agua no es pura pero es maravillosa. Donde no hay tanto filtro y por eso los vasos nunca están vacíos.

El punto de encuentro donde el agua tiene ese intenso sabor a vida.

Porque sin dejar de ser nosotros mismos ni por un instante,

    la nuestra fue siempre,

            todo el tiempo,

                agua de río, mezclada con mar…

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