Uno

Amalia sonríe, saca un billete y unas cuantas monedas del cajón. Ha visto a Gallito acercarse presuroso con sus coloridos pantaloncitos remendados. Se incorpora con pereza dejando el largo mostrador del bar luego de acariciarlo con su mano. Espera a Gallito. Los clientes no se inmutan, juegan naipes, beben y otros más allá tejen viejas historias aderezadas con la magia propia de la caña o el tinto. Algunos fabulan, inventan lo que ya no han de recordar. Augusto sirve otra ginebra y una caña fuerte. Anochece. Amalia espera al niño junto al postigo de la ventana derruida pero aún robusta. Gallito ha desaparecido de un soplo, como la tarde moribunda.

¿Qué se ha hecho este chiquillo del demonio? –Se pregunta en voz alta Amalia mirando de reojo a su marido-.

Augusto se da vuelta y la observa con detenimiento, mientras ésta se acerca a la puerta refunfuñando. Nadie le presta demasiada atención, puede deambular entre la concurrencia sin alterar sustancialmente a los parroquianos. El loco Delgar deja a Blanca, la gata del bar, en el suelo y luego de besarla en la frente sale cuesta abajo vociferando, profiriendo alaridos. La gata lo conoce y se queda inmóvil. Todos entienden que otra de sus lunas lo ha sumido. El juego de barajas sigue, el basto gana y Juan resopla exultante levantando la vista con autoridad. Jacobo ríe, mira a Delgar por la ventana, e invita la vuelta. El galgo flaco de Juan advierte a la furiosa mujer y sale al trote lento sin rumbo conocido, desdibujado más allá del potrero como un caballo enfermo. La figura del inquieto Andrés, hijo del intendente, se retrata en la puerta principal cual ánima devenida en hombre.

Debe de andar jugando con los Pérez. -dice Augusto-.

¡No creo que lo haya tragado la tierra! –contesta Amalia visiblemente alterada–

Rosi levanta lentamente la vista de los rojos mosaicos gastados y le guiña el ojo a uno de los jugadores de truco que está contra la pared.

¿Por qué no descansas? –le dice Augusto a su mujer-. Quién malhumorada, se va para adentro chancleteando.

-El lunes la llevo al doctor, estoy preocupado… siempre anda diciendo que ve a uno… que ve a otro… y al final se la agarra conmigo. Ahora la convencí de ir a lo del doctor Daneri. No quiero vender el boliche, me gustaría morirme por acá, aquí dentro de ser posible. Debe haber alguna cura para las fantasías, para esos sueños que se le hacen realidad. Rosa, la curandera mas famosa del lugar abandonó sus misiones y recomendó llevarla a Buenos Aires sin demora. La semana pasada pretendía que Andresito le hiciera los mandados, -lo creyó Gallito, lo confundía-. Estos granujas avinagrados la gozaban por lo bajo aduciendo que sólo Amalia podía darse el lujo de tener de cadete al mismísimo hijo del intendente. Ayer me confesó que había comprado cuatro caballos de carrera de pedigree insuperable a un haras famoso de la capital sin que supiese su marido y que pensaba esconderlos temporalmente en la estancia… yo me empecé a reír, y fue como si despertara… -Dijo Augusto consternado.

Rosi lo mira asintiendo, sin soltar su tinto recién empezado.

-Y sí, va a ser lo mejor. –contesta Rosi.



Dos

-¿Usted me entiende mozo? ¿o será que explique lo que explique todos me consideran loco?–. Delgar gesticula arqueando las cejas por sobre las hileras de botellas empolvadas, sus agrietados ojos se ponen blancos y sus brazos se elevan al cielo implorando alguna iluminación inmediata.

Rosi lo escucha con atención inclinando levemente la cabeza hacia un lado como sí semejante recurso consiguiera sonsacarle más información. No es del pago pero lleva aquí casi veinte años y no es casual, ha compilado minuciosamente puñados de historias, algunas locas y fascinantes, otras poco creíbles y rayanas a la desfachatez. Este oficio no buscado se ha hecho cargo de su vida, incluso relegado lo importante y más asequible, aquellas prioridades que todos coinciden en señalar, aunque ante la ejecución se tergiverse el orden conveniente, como al fin y al cabo terminamos haciendo todos en algún grado. Un pueblucho chico pero endiablado… lleno de locos. Rosi se ha visto deslumbrado por los enigmas del lugar esencialmente, por todas esas condenadas preguntas que aún no podemos responder, al menos desde la razón, desde la lucidez, desde la salud mental diría Daneri A veces, a las historias, las acercan personajes cultivados, educados, otras llegan de la mano de tipos como Delgar, o vagabundos o los que están de paso, lo cual no es común ya que la gente es siempre la misma, excepto por los proveedores y aislados vendedores de manteles, aperos o baratijas para el hogar. Algunos visitantes nos dejan un tanto perplejos pues si bien no explican ni aclaran ambigüedad alguna, sobreentienden algo raro aquí, donde no somos muchos y encima conocidos. El interés despertado por estos fabuladores poco tiene que ver con su condición social, es más, se diría que el valor de la historia no guarda relación alguna con la raigambre ni con la alcurnia más mentada.

Los años han permitido hallar un vínculo invisible –Rosi lo sabe-, un nexo gigantesco entre infinidad de relatos como si las piezas de un inacabable rompecabezas llegaran una a una sin orden determinado hasta forjar un cuadro regenerado como la vida misma, sí, digo bien, como la vida misma -dice Rosi en alta voz y Delgar se queda mirándolo, con los ojos encendidos-. Ha descubierto una cínica relación entre los relatos y la realidad.

Hoy, nuestro hombre del correo, sufre una enfermiza obsesión que no lo deja en paz, incluso lo ha desmejorado como si no pudiese con tanta cosa rara. Los faltazos a la oficina postal son en su mayoría atribuidos a la bebida y no a sus desvelos por el misterioso pueblo. Delgar le alcanza la solución -Usted debería casarse, formar una familia, tener muchos hijos, eso sí, muchos… Entonces dejaría de pensar en estas pavadas…, -me entiende, ¿no?-. Rosi no le contesta, se queda pensativo, huye con la presteza con que hubiese entregado una carta cuando joven y se adentra en ese pasado ingenuo, libre de toda zozobra, como cuando apareció por aquí pesando varios quilos menos. Teme estar cada día peor, teme ahondar en una suerte de caos que superpusiera varias vidas a la vez, una pila de realidades sólo comprensibles desde la locura, donde los personajes escapan y se confunden llegando a cambiar sus identidades, donde cualquiera del pueblo puede acabar imaginando estas cosas o cayendo en la trampa de creerse sano y salvo. Terminaría tarde o temprano como Delgar… o medicado por Daneri para no parecerse a Amalia.

De cualquier manera, todos suponemos dos grupos: el de los cuerdos y el de los no tan cuerdos. Unos recelan a otros y todos a su vez conviven como pueden en esta pequeña jungla como si no pasara nada o mereciéramos el castigo divino por siempre.

Horacio consideraba esta pulpería como el epicentro de toda rareza y no sería impensado que las burlas de los parroquianos determinaran que no volviese por aquí como cliente hasta fallecer. Solo se llegaba obligado con sus tachos lecheros muy temprano pero luego pernoctaba en otros bodegones para saciar su sed y jugar naipes lejos del infierno como él lo llamaba. Ver a Amalia desvariar lo afectaba profundamente, la conocía de chica, pero nunca habló de ella, lucía como indignado con Augusto en todo caso. Al principio, no lo tomamos demasiado en serio y quizás lo afectaba reconocerse en las historias de Delgar, Amalia y otros tantos… Incluso haberse amanecido alguna vez con Rosi atando cabos de hechos “maléficos” como le gustaba llamarlos. Horacio contaba con detalle cuando se le apersonó una conocida prostituta del pueblo en el auto del mismísimo intendente, pero hablando con la voz de la señora de éste. Hechos así terminaron por traumarlo y hasta en su propia casa lo trataban con reserva, lo vigilaban por turnos como si fuese peligroso y, por orden de su esposa, lo rondaban sus hijos dos por tres haciéndose los distraídos. Dos semanas antes de morir, Horacio le alcanzó a Rosi una carta que este nunca develó. No era hombre de escribir… pero esa suerte de indefensión propia de los campesinos ante hechos inexplicables lo desbordaba. La mujer del lechero conocía su existencia, incluso dos hojas rotas demostrarían su desacuerdo en revelar esos entreveros, esas boludeces… como reconoció uno de sus hijos una noche de festejos en el bar.

En el fondo todos admitíamos las interminables incoherencias del pueblo pero aceptarlas era de algún modo asumirse como perteneciente al grupo de los enfermos y demostrarlo sería enterrarse cada vez más. Dedicarse a desvariar y a su vez ser presa de las cargadas… Cualquier persona medianamente seria, aun dudando prefería quedarse al margen y evitar los temas penosos o poco razonables.

Desde su visita al médico Amalia se veía bien no obstante hasta Blanca la notaba ida, se quedaba mirándola con inquietud felina, como un inquisidor animal pero de yeso. Augusto resignado nos explicó que gradualmente la medicación se reduciría y todos aquí terminamos bendiciendo las bondades del tratamiento. También deslizó que la cura pasaba por restarle importancia a cualquier suceso inexplicable incluso evitando salir durante algún tiempo si fuera necesario. Amalia vencida por la curiosidad solía escuchar detrás de las puertas o de paso, pretendiendo justificar su estado con el menor comentario infeliz de nuestra parte. Nosotros empeñados en ayudarla evitábamos ciertos diálogos pero su intriga crecía a la par de nuestros esfuerzos y, como malos actores, multiplicábamos las metidas de pata. Delgar nos acusó de idiotas y dijo que si se trataba de ayudar debíamos obrar naturalmente. Obvio, no estaba tan loco, además ahora prefería que lo llamen “Melgar”.


Tres

Durante el acto del 25 de mayo, la pequeña plaza se desbordó. Medio pueblo no salía de su asombro cuando un tropel de novillos avanzó sobre la gente que escuchaba el flemático discurso del intendente. Los arrieros no pudieron controlarlos y el desbande fue mayúsculo. Resultado, unos cuantos contusos, la placita y el palco destrozados y el acto suspendido. Pero lo llamativo es que nadie pudo explicar jamás de donde habían salido esos harapientos jinetes del demonio con sus animales. Cuando doblaron en la panadería de Don Ramallo desaparecieron para siempre. Cosa e´mandinga! No hay explicación! Por la noche, en el bar, el tata Ledesma dijo con la parsimonia de sus ochenta y nueve años que el arriero del lobuno era “Suncho” Peñaloza y todos lo trataron de viejo borracho.

El mentado Peñaloza fue famoso por su rudeza y valor, supo desertar de las tropas de Lavalle siendo un mozuelo –esta suerte le costó tener que huir a campo traviesa hasta más allá del río Colorado para salvar su pellejo-. Aquí ganó honda fama entre la gente de cuchillo y los arrieros avezados por baquía y criminalidad. Tres cruces tatuadas a fuego marcaban el dorso de su encallecida mano derecha. Para nuestro mal, estaba fallecido hace cincuenta y pico de años…

Esta situación reunió al intendente, comisario, un par de estancieros y otros personajes relevantes del lugar. Hasta Rosi participó. Nadie pudo justificar lo que medio pueblo había visto y todos coincidían al decir que la desaparición de los novillos fue fantasmal y cercana a la panadería, envueltos en una gran nube de tierra que se confundía con el mismísimo cielo. Rosi apuntó cada testimonio como si fuese un encargado de actas y la tertulia acabó con un asado de ternera, con Amalia y Augusto como anfitriones, donde no faltaron llamativas anécdotas de los personajes famosos del lugar.



Cuatro

Esta semana fue complicada. El jueves el bueno de Rosi, muchacho calmo y pensante, si los hay, entró al boliche con su uniforme de cartero desencajado, como una tromba, a los gritos. Lo miramos con estupefacción. No era propio en él este comportamiento esquizofrénico. Gritó un par de veces: lo ví! lo ví! El bar se alteró. Blanca desapareció detrás del mostrador y Augusto visiblemente preocupado le preguntó qué había visto. Se hizo un gran silencio. El cielo se veía fracturado a través de los ventanales como si una gran línea dividiera las nubes, las superpusiera. El golpe seco de las bolas del billar nos devolvió a la realidad. Entonces Rosi nos dijo: No puedo creer…

Por la tarde le confió a Augusto que había visto a Horacio salir de la oficina de correos. Lloró al menos media hora hasta que Augusto consiguió embriagarlo un poco. Cuando la situación mejoró Delgar pasó gritando: Horacio vive! Horacio vive! Nos heló la sangre. Amalia se sintió mareada y con un recién llegado alcanzamos a socorrerla. Era demasiado. Hubo que duplicarle la medicación de un santiamén sin Denari de por medio. El casín se suspendió y de a poco nos fuimos agrupando en la vereda, con el cielo divisor a cuestas y hablando bajo y de lado. De pronto, ese mismo cielo, se encapotó volviéndose azul negro y al final de la calle el desvencijado carro lechero de Horacio se perdió entre una nube de tierra rojiza. Gallito barría dando zarpazos y los zainos de La Hambruna se soltaron del palenque y enfilaron derecho a la estancia.

Antes del anochecer el menor de los García acusó a Suncho de alzarse con una cuartelera presuntuosa que había recalado poco tiempo atrás en lo de la Aurora, –único burdel autorizado y tan viejo como el almacén de los Sánchez -, sin más merecimiento que su altanería y unos afiebrados ojos de bataclana en decadencia. El nunca conoció a Suncho pero perspicaz como era, había distinguido a aquel fiero tropero de cara tiznada que arruinó la fiesta del 25. Una partida de siete hombres bien montados, incluido el comisario, intentó seguirle el rastro pero veinte leguas después, camino al sur, detrás del arroyo de los gatos, lo perdieron. Inexplicablemente erraron varias veces el rumbo, llegando a adentrarse en un monte cerrado y desconocido donde un toro deforme y descomunal los corrió hasta perderse en un pajonal anegado. Cuando regresaron, después de varias horas de galope, eran seis. Estaban todos excepto el manco Sosa que cortó por el cañadón para visitar a una moza de sus afectos. Cuando entraron en el pueblo, un día después, toparon un cortejo fúnebre sin demasiadas luces, donde no faltaban perros y deudos consternados, que se dirigía lento al cementerio. El comisario se apeó con un rosario de cuentas negras de su finada madre en la mano y deteniendo la caravana, destapó el humilde cajón posado sobre un carro ruso descubriendo cuatro cruces en la frente del manco.

Esa semana no se habló de otra cosa. El boliche era un hervidero y hasta los juegos de pasatiempo fueron abandonados por reñidas conversaciones de mesa, los ceniceros explotaban de colillas de cigarros y el humo se confundía con el vaho de los cuerpos hacinados hasta el anochecer.

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