PRELUDIO

Cerca de Kiev, Imperio Ruso, 10 de enero de 1911

Andriy intentaba correr pero sus pies se hundían en la nieve; resoplaba y lanzaba furtivas miradas sobre su hombro, mientras utilizaba los brazos para darse impulso y mantener el equilibrio. Había pasado por aquel sendero miles de veces acompañando a su padre, pero la oscuridad de la noche y la ausencia de luna le desorientaban; estaba casi seguro de que si conseguía alcanzar la cima del pequeño montículo que podía vislumbrar sólo unos metros más adelante vería la cabaña del guardabosques al final de la pendiente de bajada. De hecho, le parecía que la brisa nocturna traía un ligero aroma de pino y piñas quemadas, sin duda proveniente de su chimenea. Casi lo había conseguido, sólo unos pasos más, se forzó a ignorar el dolor que le recorría cualquiera de las dos piernas cada vez que intentaba levantarlas para avanzar. En el pueblo solía superar al resto de muchachos gracias a su larga zancada, y hacía sólo unos meses, cuando había cumplido los 13 años, incluso había superado a su hermano mayor. Pero eso había sido descansado y bajo el sol, y ahora estaba aterido y sin fuerzas.

Y eso había sido cuando nada le perseguía.

Entonces lo oyó. O hubiese sido más adecuado decir que lo sintió. El canto de un chotacabras traspasó sus tímpanos y notó como se le erizaba del primero al último cabello de al cabeza; se le puso la carne de gallina bajo las capas de pieles y cuero que le protegían del frío. Un escalofrío recorrió su cuerpo con tal magnitud que estuvo a punto de caer de bruces.

Después, nada.

CAPÍTULO I – La llegada

Alejandría, Protectorado Británico de Egipto, 1922

Alzándose majestuoso sobre una península, el palacio de Ras-El-Tin fue la primera visión que tuvo Andriy de Egipto.

Su barco, el correo que hacía la ruta regular atravesando el Mar Negro, enfiló la entrada del puerto occidental de Alejandría y fue dejando a su derecha los muros blancos y los centenares de ventanucos del palacio, construido sobre las ruinas del antiguo templo de Poseidón.

Dos grandes buques de guerra dominaban el puerto. El reflejo del sol sobre sus cañones, en siniestro contrapunto con la tranquilidad del mar, pareció hipnotizar a todo el pasaje, y un denso silencio, roto solo por el crujir de la madera al mecerse, reinó en la cubierta mientras el correo se deslizó junto a ellos.

De pronto, como si rebasar el control que ejercían los buques hubiese activado algún tipo de mecanismo de relojería, un griterío ensordecedor quebró la mañana y decenas de embarcaciones de todo tipo y condición abandonaron la playa y los muelles anexos y se dirigieron hacia ellos. Andriy experimentó un pequeño sobresalto ante el que no pudo evitar avergonzarse, pero ese sentimiento pronto dejó lugar a la admiración al ver como los frágiles esquifes, barcas y chalupas cubrían rápidamente la distancia que los separaba del correo. Sus pilotos simultaneaban con gran habilidad los gritos al barco de Andriy con las llamadas de atención al resto de embarcaciones para evitar ser embestidos. En un momento, los habían rodeado, esquivándose hábilmente los unos a los otros, y el barco se vio envuelto por el abanico multicolor de las banderolas, carteles e insignias que proclamaban a sus dueños y que ondeaban orgullosas en los pequeños transportes. El colorido y la algarabía hicieron que una sensación festiva sustituyese a lo que apenas momentos antes era opresión e inquietud, y Andriy notó como se relajaba mientras intentaba descifrar las leyendas e interpretar los gritos que los rodeaban.

“Deli Tours”. “Egypt Voyages”. “Pharaoh Trips & Dragoman”.

— Son agentes de viajes y guías —, tronó una voz a sus espaldas.

Hubiera reconocido el tono de voz en cualquier sitio tras el largo viaje desde Constantinopla, y no necesitó girarse para saber que era el contramaestre del correo quien le ofrecía la explicación. El hombretón, un curtido marino cuya imponente figura hacía juego con su voz y que había hecho el recorrido cientos de veces, le resultaba simpático. Andriy y él habían compartido noche tras noche de travesía en el pequeño café que constituía el epicentro social del barco, y habían terminado por congeniar. Sus historias le recordaban las que el viejo Bohun había hilado hacía tanto tiempo en su aldea natal, y un retazo de una vida que había creído olvidada había vuelto a aparecer esos días.

— No se fíe de ninguno de ellos, la mayoría venderían a su madre por unas piastras si consiguieran saber quién es—, estaba explicando el marino.

— Gracias por el consejo, pero el “Pravda” ya se ocupó de contratar una agencia antes de mi salida. Supongo que serán de confianza.

— Supone usted mal. Pronto aprenderá que no es tiempo de confianza en Egipto, y menos para un extranjero —. Y con esta frase se giró para volver a atender las maniobras de atraque.

Extranjero. El término retumbó en su cabeza mientras recordaba las historias de asaltos, ataques y asesinatos que había oído durante la travesía, la mayoría de labios del propio contramaestre. Turbas de fanáticos nacionalistas deambulaban a sus anchas por todo el país, especialmente en las grandes ciudades donde se concentraban los núcleos de europeos. Cierto que eran tiempos convulsos, esa era la razón por la que el periódico lo había enviado, y que las próximas semanas podían ser decisivas para la independencia de Egipto. Pero Andriy dudaba que en Alejandría o El Cairo fuese a enfrentarse a algo que se pareciese siquiera a una carga del ejército del zar, hundido hasta las rodillas en nieve teñida de rojo sangre, rodeado de cadáveres de ancianos, mujeres y niños.

En cualquier caso, cada problema a su tiempo; lo primero era localizar a su guía. Rebuscó en el bolsillo de su gastada chaqueta y sacó el cable que había recibido del periódico en Constantinopla donde constaba el nombre de la agencia: “Ali Bey”. Quedó un poco decepcionado por lo sencillo del nombre, después del despliegue de imaginería que desbordaba de los carteles, pero se centró en intentar localizarlo entre las que se encontraban más cerca de él. Sus ojos pasaron rápidamente de una a otra embarcación, pero no era fácil abstraerse del griterío e ignorar los aspavientos de los ocupantes de las barcas. Fue precisamente ese detalle el que le llevó a fijar su atención en un pequeño esquife que carecía de identificativo alguno, y que era manejado por un hombre de edad ya algo avanzada; al contrario que el resto, el hombre no gritaba ni gesticulaba, sino que se limitó a aproximarse lo máximo posible al costado del barco donde se encontraba Andriy. Luego, una vez que le pareció que no podía acercarse más sin riesgo de colisionar con alguna de las otras embarcaciones, levantó la vista y miró hacia el barco.

O mejor dicho, le miró a él.

Parecía imposible, porque bien era consciente Andriy de que no era ni de lejos la figura que más llamaba la atención sobre la cubierta, con su modesto traje y rodeado de damas con sombrilla y sus atildados acompañantes. Sin embargo, por extraño que pareciera, no cabía duda. El anciano le miraba fijamente, sin ningún signo de reconocimiento ni saludo en el semblante, simplemente con sus ojos inmóviles buscando los suyos. Andriy le examinó con algo más de detenimiento y concluyó que quizás no fuese de edad tan avanzada como había supuesto; al igual que en su Ucrania natal, la dureza de la vida para la mayoría de la población avejentaba los rostros y avanzaba la aparición de canas y calvas, tanto en hombres como mujeres, y era muy probable que el hombre no le sacase más de 25 años, incluso menos. Sus ropas eran modestas y sobrias, aumentando el contraste con los que le rodeaban, pero no parecían raídas en exceso. Las canas habían invadido también una poblada barba que enmarcaba unos labios gruesos y una boca pequeña. Pero lo que más le llamó la atención a Andriy fueron sus manos, enormes; con sólo una de ellas sujetaba ambos remos, mientras que con la otra sacó una pequeña pipa del interior de su túnica y se la llevó a la boca.

La fuerza de su mirada ejercía un efecto casi hipnótico, y Andriy tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para desviar la suya y seguir buscando. Justo cuando iba a girarse hacia al otro costado del barco, se fijó en las letras medio borradas que subían y bajaban, al ritmo de las olas, pintadas en un azul desgastado en la popa de la pequeña barca donde se erguía el extraño anciano. “A i ey”.

“Ali Bey”. Era el guía que le habían asignado desde Moscú.

***

CAPÍTULO II – Alí Bey

Andriy tenía problemas para seguir el ritmo del dragoman, que avanzaba con paso seguro entre el gentío que abarrotaba la explanada del puerto. Su escaso equipaje no había hecho necesario contratar los servicios de un porteador, y Ali Bey, al lanzarse a caminar con paso vivo en cuanto bajaron del esquife sin ofrecerse a ayudarle, había dejado claro que entre sus atribuciones no consideraba incluido transportar su pequeña maleta.

La presencia del guía pareció evitar que le asaltasen los innumerables vendedores callejeros que anunciaban su mercancía a viva voz, lo que permitió que Andriy pudiese disfrutar con una cierta tranquilidad de su primera impresión de Alejandría. Aunque de niño Andriy había ido varias veces con su padre al mercado de Kiev, el sol mediterráneo y el aire oriental creaban un ambiente multicolor que hacía que sus recuerdos palideciesen, agrisados y tristes. Pese a lo temprano de la hora, el calor comenzaba a hacerse notar, y Andriy notó como comenzaba a sudar mientras intentaba seguir el ritmo de su guía. Con la esperanza de que la conversación le hiciera aminorar el paso, intentó comenzar una charla:

—¿Queda lejos el hotel? —, preguntó elevando la voz para hacerse oír sobre el ruido ambiente.

—Sólo serán diez minutos. En “Pravda” insistieron en que le alojase lo más cerca posible del resto de corresponsales de prensa, y el Hotel de France es donde se concentran todos —contestó el dragoman sin mirarle y sin cambiar el paso.

Andrei no pudo evitar pensar que era poco probable que los corresponsales europeos compartieran algo de información con un “boche”, pero no objetó nada y aprovechó el comentario para intentar ponerse al día lo antes posible:

—He visto los dos buques de guerra en la entrada del puerto, ¿cómo está la situación en Alejandría?

—Más tranquila de día que de noche —, contestó taciturno Ali Bey. —La declaración del fin del protectorado británico sólo ha calmado los ánimos durante unos meses; los más jóvenes siguen murmurando en los cafés y sueñan con la independencia total de Egipto.

—Su Graciosa Majestad no va a soltar el control sobre el Canal tan fácilmente, no con la Guerra tan reciente.

—Yo no entiendo de política —, y por primera vez Ali miró a Andrei, con una profunda mirada de sus ojos grises que contradecía a sus palabras. —Pero si sé una cosa: no es buen momento para un extranjero en Egipto. Aunque hace más de un año que no hay incendios en la ciudad, debe tener cuidado. Esos barcos de guerra puede que tengan que terminar utilizando sus cañones sobre la ciudad, procure que no sea por su culpa.

Andriy había ido consiguiendo retazos de noticias durante la travesía, la mayoría procedente de viajeros que habían pensado igual que Ali y abandonaban la zona y que habían contado sus historias al contramaestre. Sabía que hacía apenas un mes un oficial británico había sido asesinado en El Cairo, y que la ley marcial prohibía la tenencia de armas a los egipcios mientras la permitía a los extranjeros. Pero un revolver de más o menos poco podía hacer frente a una turba enfurecida, como Andriy había aprendido durante la Revolución; aun así, se tranquilizó al palpar el suyo bajo la chaqueta. No había sobrevivido a todo para acabar sus días en un callejón de Egipto; no ahora. Ahora no.

Pero su búsqueda personal tendría que esperar por ahora. Lo primero era instalarse y enviar sus primeras noticias al “Pravda”; y después tendría que poner en marcha el otro cometido, el que realmente pagaba su viaje a Egipto. Sólo tras todo eso podría pensar en sus propios objetivos.

Miró otra vez a Ali Bey, que había recuperado rápidamente su ritmo y le aventajaba en unos pasos, y se preguntó cuánto conocería exactamente de su misión; era difícil saber qué pensaba, pero no hubiera podido sobrevivir en los años de vagabundeo por las calles de Moscú sin un cierto talento para conocer a las personas, y el guía le parecía alguien perfectamente capaz de estar al tanto de todo.

Cada vez sudaba más, y hacía un rato que notaba la camisa empapada pegada al cuerpo. Sin embargo, el dragoman no parecía notarlo, y ahora que cada vez encontraban menos gente al alejarse del puerto, cada vez andaba más deprisa. Giró a la derecha y tomó la calle llamada El Maidan, y un poco después, tras un rápido zigzagueo, la calle de Francia. Andriy suspiró, y, esforzándose por no perder el paso, comenzó mentalmente a dedicar a su acompañante la lista completa de insultos que había ido recopilando de fuentes variadas durante los últimos años. Metódicamente, se centró primero en los que podía aplicarle directamente, para pasar después a dedicar su atención a sus padres; cuando se preparaba para pasar a los abuelos, la calle desembocó en una gran plaza alargada y el egipcio frenó en seco, haciéndole chocar contra su espalda.

—Hotel de France, —dijo con voz tranquila, mientras volvía a sacar la pipa—. Tiene una habitación reservada a nombre del periódico; instálese y refrésquese e intente descansar un poco, con este calor no hay nada que podamos hacer por el momento. Volveré a buscarle esta tarde, sobre las seis.

Andrei contempló la avejentada fachada del edificio ante el que se habían detenido, aprovechando para dejar la maleta en el suelo y recuperar el aliento. Sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se secó el sudor de la frente, preguntándose dónde habría Ali aprendido a hablar ese inglés tan perfecto. Cuando volvió la vista de nuevo hacia el guía, ya no había ni rastro de él; se había fundido entre los grupos de gente que poco a poco abandonaban la plaza, sin duda en busca del frescor de sus casas que les ayudase a afrontar las horas centrales del día.

Con un nuevo suspiro, Andrei asió con fuerza la maleta y entró en el hotel. Mientras completaba el registro en un mostrador en tinieblas pudo por fin terminar su repaso a los abuelos de Ali; cuando llegó a su habitación había alcanzado incluso a los abuelos de sus abuelos, y cuando se desplomó rendido sobre su camastro aún tuvo tiempo de dedicar el mejor de sus insultos, uno que había aprendido de los mismísimos cosacos, al fundador de la familia Bey, fuera quien fuese. Después, se durmió.

SINOPSIS

El Cairo, 1922. Egipto aspira a liberarse del protectorado británico mientras en las calles se suceden las manifestaciones, los altercados y los ataques a ciudadanos extranjeros. Espías y agentes más o menos encubiertos intentan asegurar para sus respectivos gobiernos una posición de privilegio en el nuevo orden geopolítico que está a punto de configurarse, con el importantísimo enclave del Canal de Suez como telón de fondo.

Andriy, un joven soviético y Margarita, una aristócrata española no muy al uso, ambos corresponsales de prensa, se encontrarán en el corazón del conflicto, cada uno embarcado en la búsqueda de lo que consideran más importante en su vida.

Él, que fue secuestrado de niño, y que ha tenido que vivir en la calle y sobrevivir por su cuenta a una Revolución, busca a la mujer que ama. La mujer a la que, consciente o inconscientemente, ha hecho huir de su lado cuando la vida comenzaba a sonreírle y cuando por fin iba a conseguir tocar el poder en lugar de temerlo.

Ella, que desde niña ha vivido rodeada de todo lo deseable, busca lo único que nunca ha podido tener: autonomía e independencia, vivir en lugar de existir; y, cuando lo consiga, un modo de perpetuarse a sí misma.

Bajo todo ello, una conspiración tan milenaria como el mismo Egipto y que está a punto de salir a la luz al mismo tiempo que lo hace la tumba de un joven faraón llamado Tutankhamon.

Una novela de aventuras, de amor y de misterio, donde la magia muchas veces hace que no todo sea lo que parece. Y donde las personas hacen que todo sea mucho más de lo que parece.

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