Llueve esa noche. Son las once. Se siente cada gota. El color de cada piedra. La poca luz entra por la reja de la puerta y las rejillas de la única ventana casi a ras del techo. Las manchas negras en grupos son murciélagos. Después de algunos días adentro, algunos presos los bajan y se los comen. El rojo de cada herida deja su estela. Aquí solo están los vivos. Los muertos quedaron tendidos cerca del río junto a su sonido, su caudal. Otros con los pies o la cabeza adentro. El cabello fino y liso de los cadáveres marcan la dirección de la corriente del Carapo. Su sonido los recuerda porque hay hermanos, primos o amigos desde la niñez que no llegaron aquí. Pero la sangre, las heridas, sobre todo las que están abiertas y lloran con sanguinolencia la carne que se libera sin la piel, después de la capa blanca de grasa, recuerdan que se está vivo. Que a pesar de todo, solo fue una tunda. Sí, con sangre y muertos, pero solo una tunda. Esta vez los milicos ganaron. Los metieron presos porque no quieren pelea, que la gente se subleve porque sería peligroso si llegan a unirse y organizarse. Pudieran ser más. Las cuatro paredes sudan humedad. El piso está sucio, manchado de sanguaza y tierra que antes estaba seca. Las piedras de las paredes no son todas iguales, algunas de las grandes vienen del Torbes, las pequeñas del Carapo. Les dejaron algunas puntas y crestas que cortan al tacto. Sus fisuras agresivas e irregulares son cuchillas entre azules, grises y verdes que están allí para los presos. Unos sobre otros. Hasta de a tres. Se vinieron – los más jóvenes – porque querían tener algo que contar, otros porque cansados de su casa o de la mujer, la aventura y la batalla los sedujo en vez del pan que igual no tenían: igual si no ganaban, mejor diluían la frustración o desesperanza en la batalla. Se garantiza dos comidas. La tercera se la tienen que ganar peleando. -¡Estos carajos no saben la verga que falta. Pero bravos son, no me jodan. Baleados, cortados, jodidos, hambrientos y pa´ más vaina, presos. Y mira como están. Ni se quejan. Ni dicen. Ni preguntan!-. Exclamó Luis Felipe, el tercero de los varones de los Rojas Fernández. Su hermano mayor, José Zacarías (Pepe), líder y precursor de la causa andina, le contesta: -Mirá al fondo. Se me pegó como una garrapata del pescuezo para que lo nombrara mayor. Demostró que es jodido peleando. No le saca el cuerpo al plomo-. Pregunta Luis Felipe: -¿Cipriano?-. Antes de responder, Pepe lo vuelve a mirar por el rabo del ojo. –Sí. No es ni grande ni fuerte, pero cómo se mueve, cómo habla, a cualquiera se le olvida lo retaco, lo delgado. No tiene hombros ni brazos, no tiene espalda, solo se le ven las manos huesudas, gestos nerviosos y movimientos desordenados. Anda cojo de un lado a otro-. Con voz baja, Luis Felipe se incorpora: –¡Pepe, qué vaina! ¿Usted qué dice? ¡Sin hacer nada no me quedo! Yo, porque soy menor que usted…por eso le pregunto-. –¡Salir de aquí pues! Pero no quiero joder a los guardias. Hay varios que están con la causa, otros pocos que no: sobre todo los jefes. El muchacho que gritó el coronelito… la mamá iba a casa a buscar trabajo y se le daba desayuno y plata estando el oficio hecho. Ella no sabía que el marido, el papá de este carajito, no sirve para nada. Está ciega por él creyendo que es hombre inteligente e íntegro pero con mala suerte. Y me dio arrechera, porque lo vi con pistola y machete en la cintura de las filas enemigas. Se metió a jalabolas del gobierno. Mire Luis Felipe, por el cauce del río escaparon por lo menos treinta hombres antes de que nos rodearan. A esta hora deben estar escondidos cerca de la hacienda. Mañana debe llegar a ´Miraflores´ papá con los cuarenta hombres y mulas del café. Aunque vengan de ese viaje tan largo,démosle dos o tres días para que se organicen. Ellos saben que deben evitar que nos trasladen a San Cristóbal. Allá sería más jodido el rescate-. Luis Felipe le aclaró lo del viaje: -Pero antes de salir, escuché a papá decir que se llevaría unas veinte mulas más que regresarían antes, desde San Juan de Colón-. –Sí-. Continuó hablando bajito Pepe: -Es que por eso fue que nos trajimos solo unos peones. Los alemanes querían la cosecha en Maracaibo para el veintidós porque el barco saldrá el día siguiente para Hamburgo. Se adelantó el zarpe porque esta vez tocaría en Le Havre, para dejar parte de la carga. ¡Qué vaina los negocios! También tenemos que comer y debemos evitar que papá se arreche. Le ha echado demasiadas bolas desde que se vino para Rubio: Miraflores le ha costado el esfuerzo de toda su vida y es de la hacienda de donde sale todo-.

Papá, ¿Pepe fue a quien mataron a machete cortándolo en picadillo cerca de la frontera?- –Bueno…Pepe era el segundo, de inteligencia y valor poco comunes, ejerció notable influencia sobre la juventud tachirense de la época. Pero lo asesinaron jovencito, a los 27 años. Era jodido ese carajo y ese día iba solo con su secretario, el doctor Miguel Morantes Jara, por cierto, hermano de Pío Gil, el escritor de ´El Cabito´; a pesar de que se lo habían advertido. Lo estaban cazando…él sabía. En esa época andar por esas montañas, por esos páramos a caballo o en mula, era muy arriesgado. Lo asesinaron en las soledades del Tamá, criminales a sueldo en una celada tendida por adversarios políticos en un tramo montañoso de la vía que conduce de la ciudad de Rubio a la aldea fronteriza de Delicias, a donde se dirigían en misión militar. Pepe era el precursor y líder local que luchó contra el poder central que intentaba someter los Andes sin reconocerle autonomía e importancia, unos de sus títeres era el Patón Morales (general Espíritu Santo Morales), quien desde hacía años dominaba políticamente la región como jefe del liberalismo amarillo. En 1878 estalló una revuelta autonomista de la oposición local que vio en Pepe el hombre capaz de grandes proezas. Junto a Luis Felipe, los generales Rosendo Medina y Gumersindo Méndez, así como el doctor Santiago Briceño, lograron tomar San Cristóbal. Entre los que destacaron en esas acciones, estuvo Cipriano Castro-. No lo dejé volver a la sección de política de las grandes y numerosas páginas de El Universal del domingo: –¿Y Luis Felipe?-. Augusto cerró por completo el periódico y se le encendieron los ojos como si lo hubiera poseído otra imagen. Esto solía pasarle frecuentemente. Era como si se sintiera otra vez en su regazo. Como si respirara su aroma y perfume. La recordaba con pasión. Guardó luto por ella por más de tres años. Siempre sostuve que su muerte en 1969, le cambió la vida. Aún recuerdo haber visto lágrimas saliendo detrás de sus lentes oscuros comprados especialmente para el velorio, sentado durante horas allí en la silla de cuero al lado de la mesa del teléfono y de la columna forrada en madera al final del pasillo que lleva al comedor y a la entrada de la cocina. Allí arrinconado, aún lloraba por su madre Ana Isabel: la menor de los ocho Rojas Fernández. Terminó de recoger el periódico con las dos manos y me dijo: –Luis Felipe era general también. Junto a Pepe peleó muy duro en el Táchira y, después de muerto su hermano, siguió luchando. Le gustaba la agricultura, el ganado y los negocios. Más adelante, al salir del Táchira, se trasladó junto con la familia a Trinidad donde la dejó instalada para continuar solo a la región de Yuruari, Guasipati. Estado Bolívar. Figura como uno de los pioneros de la mina de oro ´Lo Increíble´. Una vez clausurada la mina, se vinieron entonces a vivir a Caracas. Compró ´Los Anaucos´, que era una hacienda de café. Aquí mismo, a la salida de Caracas a mano derecha de la Autopista Regional del Centro. Recuerdo que teniendo yo 10 años, unos días antes de que papá muriera, llegó la mala noticia de la muerte de Luis Felipe. Mamá en esos días estaba muy triste atendiendo a mi papá en cama ya para morirse y, para colmo, unos días después se muere tu abuelo. Lo recuerdo como si fuera ayer: me llamó y me acerqué donde estaba acostado. Lo último que me dijo fue: cuida a tu mamá y a tu hermanito. John solo tenía cinco años. Y de repente, me vomitó encima un buche de sangre-. -¿Y qué hiciste padre?-. -¡Nada! Me fui y me senté en un rincón de la casa.- La verdad es que no recuerdo quién me lo dijo o cómo llegó a mí, pero siempre he imaginado que en aquél rincón mi papá comenzó a llorar y, a veces, completo la imagen de aquel niño bañado en sangre, arrinconado por la muerte y por aquellas palabras cargadas de compromiso y reto eterno, tratando de comprender lo sucedido, abrazado con su hermanito, bañados con la última luz del día y obligados a enfrentar una nueva vida junto a su madre viuda. Me reincorporo y le digo: –O sea que Luis Felipe es el papá de mi padrino Rodolfo-. – ¡No chico! Luis Felipe es el padre de Ana Julia, tu madrina. De los Rojas Guerrero… y de Carlos Julio. ¿Te acuerdas? Estuvo en la boda de tu hermana Mercedes, ese que andaba con un bastón y se sentó en la misma mesa con el viejo Pulido. Rodolfo, tu padrino, es Rojas Sarmiento, hijo de otro más pequeño que se llama Rafael. Ana Julia y Rodolfo se casaron siendo primos hermanos-. Recordando la imagen imponente de aquel viejo alto y delgado que fue recibido con admiración y afecto esa noche de fiesta y celebración en la casa, a donde entró cojeando pero sin aceptar ayuda alguna para subir los veintisiete escalones desde la calle hasta la puerta, digo: –Ya veo. ¡Claro. Mi madrina y Carlos Julio son hermanos!-.

Miraflores está ubicada en plena montaña, del lado sur del camino que atraviesa Rubio rumbo al oeste, hacia la frontera con Colombia, vía San Antonio del Táchira. Del lado norte del camino está La Mulera, cuya entrada está a unos trescientos metros antes. Los Gómez son unos de los vecinos más cercanos de los Rojas Fernández. El viejo Pedro Cornelio Gómez, fue el primero en dar la bienvenida a Don Juan de Jesús Rojas y a su señora Isabel Ana Fernández Niño en la misa del domingo de resurrección. Desde que supo quiénes eran sus nuevos vecinos, estaba muy pendiente de encontrarles en la iglesia. El viejo Gómez sabía que venían de Táriba buscando una hacienda más grande. Rubio les ofrecía no solo mayor productividad en la siembra y cultivo del café, sino además mayor seguridad para la familia cuyos hijos varones desde muy jóvenes habían incursionado en la política. Se había enterado de la tragedia de la hija mayor Alejandrina, quien había muerto quemada cuando por accidente tropezó una lámpara de querosén encendida que le prendió fuego al vestido que llevaba puesto un domingo. El ímpetu con que se protestaba así misma los pocos errores de interpretación con el piano de una pieza de Bach, produjo el manotazo con el que impactó la lámpara. Pocas semanas después, Doña Isabel Ana y los más pequeños, Rafael, Juan de Dios, Hortensia y Ana Isabel, salvaron milagrosamente la vida luego de que asesinos pagados por el gobierno regional de turno, trataron de incendiar la hacienda de Táriba, a sabiendas de que Don Juan de Jesús y los varones más grandes estaban ausentes con los peones llevando la cosecha al mercado de San Cristóbal. En ese mismo momento de la misa, el viejo Gómez aprovechó y le presentó a su primogénito Juan Vicente quien con parsimonia y respeto extendió la mano no solo a Don Juan de Jesús, sino a los tres hermanos mayores Jesús, Pepe y Luis Felipe a quienes calculó más o menos su misma edad. La amistad entre los Gómez y los Rojas Fernández había quedado sellada para siempre. De allí en adelante, los Rojas Fernández eran los primeros invitados a las celebraciones y saraos de los Gómez, así como los Gómez además de los festejos, eran los primeros invitados a las peleas de gallos que los Rojas Fernández habían organizado apenas días después de haberse instalado en Rubio. Ellos –con el tiempo- tomaron la dirección del equipo o cuerda de los galleros de Rubio. Asimismo, otro mozo y amigo desde hacía varios años de los Rojas Fernández llamado Cipriano Castro, a pesar de que debía viajar unos cuantos kilómetros desde la población de Capacho, asistía regularmente a la gallera. Con antelación, Juan Vicente les había pedido a los Rojas Fernández que le presentara a Castro. Luego del apretón de manos, Gómez tuvo la cortesía de apostar a los gallos de Castro. Enseguida de la fiesta, Gómez invitó a Castro a celebraciones en La Mulera a lo que Cipriano retribuyó con invitaciones a Juan Vicente. La amistad entre ambas familias fue aprovechada para la asistencia y protección mutua, así como para el transporte de los cargamentos de café desde Rubio con destino a los locales de las compañías alemanas asentadas en la región: entre ellas, las casas Blohm y Breuer Môller recibían a sus bien cumplidos clientes con los brazos abiertos. Las recuas de mulas cargadas cada una hasta con un quintal de café, descargaban en los luminosos y bien organizados patios de las sucursales alemanas. De allí, el que era reconocido como el mejor café del mundo, era transportado por un largo y accidentado recorrido hasta llegar hasta al puerto de Maracaibo para salir por barco hasta los principales puertos europeos. En París, los dueños del ya viejo Café Procope, esperaban ansiosamente el grano venezolano para servirlo en sus tazas de porcelana pintada a mano. El aroma del café venezolano era inconfundible al punto de que sus clientes reconocían de inmediato la llegada del producto suramericano. Luego de unos años, una parte del cargamento era adquirido en el mismo Le Havre, por un comerciante suizo quien lo reexportaba con un precio mucho mayor a Ginebra, a la única persona que era capaz de pagar complacidamente semejante costo: el propietario del Café Papon.

En 1929, ese aroma, ese sabor inconfundible les permitía conversar, intercambiar ideas y planear apasionadamente la liberación de su patria. Desde que se selló su independencia en 1824, Venezuela había estado sometida a incesantemente a gobiernos y regímenes despóticos, militaristas y autoritarios. Varios de sus gobernantes habían violado reiteradamente las sucesivas constituciones bajo cuyo amparo accedían al poder casi siempre bajo sospechas de fraude. Las banderas constituyentes se utilizaban como señales de la legalidad y legitimidad. Sin embargo, la dictadura de Juan Vicente Gómez había durado demasiado. Durante más de veinte años, Gómez había logrado perpetuarse en el poder desde que había traicionado a su compadre Cipriano Castro en 1908. En París, en la mesa más grande del Procope, se reunían bajo el liderazgo de Román Delgado Chalbaud, entre otros, Armando Zuloaga, Rafael Mc Gill, José Rafael Pocaterra, Rafael Vegas y Carlos Julio Rojas Guerrero. El plan era conformar un ejército, armarse y viajar desde Europa a bordo del viejo Falke, a las costas del oriente venezolano para tomar la ciudad de Cumaná, Estado Sucre. Las reuniones siguieron su curso hasta que varios de los conspiradores en el exilio, venidos de distintas latitudes, conformaron una Junta de Gobierno Provisional, pero ahora bajo los arcos inspiradores que sostienen el techo del Café Papon. Al fin, viajando hasta Ginebra, habían evadido a los espías del régimen concentrados en París, que desde un principio le adivinaron fácilmente los pasos a Delgado dada su ascendencia y exagerada afinidad francesa. Esa tarde, al ordenar el café después de la comida, quedaron erizados al reconocer -otra vez- una presencia criolla con la cual no contaban.

SINOPSIS: A través de las historias individuales de varios de los integrantes de la familia Rojas Fernández, quienes interactuaron con dos de los dictadores más terribles de principios del siglo XX, se narra la tragedia repetida en el país de cómo el poder político pervierte a los hombres, así como los ideales de justicia y libertad. Paralelamente, transcurre también la tragedia que envuelve a los propios integrantes de dicha familia ligada íntimamente al poder político, quienes además viven la experiencia del «éxodo» de los andinos hacia Caracas. Entre sus miembros hay héroes y antihéroes de la libertad y democracia que llegan a enfrentarse entre sí. La “época de los andinos” es la misma del esplendor del café venezolano como primer producto de exportación sustituido seguidamente por el petróleo. La novela busca resaltar valores perdidos en nuestra historia que coincide en mucho con la crisis actual que sufrimos como sociedad y sistema político: uno de esos valores lo constituye el ejercicio del poder civil. Es una novela histórica que persigue ambiciosamente atravesar más de un siglo mostrando la repetición de ciclos que se creían superados; lo mejor y peor de nuestro país hasta el presente. Los últimos personajes históricos descendientes de los Rojas Fernández, vivieron hasta hace muy poco: uno de ellos, general del ejército, fue el único venezolano enterrado con honores durante el gobierno del fallecido Hugo Chávez quien sentó las bases y trabajó denodadamente para producir el desastre nacional que hoy padecemos. El otro, fue mi padre Augusto Silva Rojas quien a su vez es el padre “literario” de la narración. Yo soy quien intenta escribir sobre sus hijos.

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