Si los tomates quisieran ser melones

Si los tomates quisieran ser melones

Liah Mordejai

02/04/2018

Un penetrante olor le entró por la nariz y la boca, pegándosele a la piel. Un enorme muro se levantó, cubriéndolo todo, llegando hasta el entonces brillante sol. En un segundo, ese enorme muro se precipitó sobre ella como una losa, engulléndoles a todos.

De repente, nada, la nada. No había nada. Sólo un silencio ensordecedor.

Empezó a sentir frío, y como su cuerpo se hundía, y como empezaba a luchar por salir a flote y respirar.

Abrió los ojos, sobresaltada, le costaba respirar.

Sólo había sido otra pesadilla. Estaba en la habitación del hospital, podía ver los travesaños de la litera sobre su cabeza. ¿Cuántos días llevaba de guardia, durmiendo en aquella cama? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?

Movió la cabeza. Sintió el cable de un auricular, rozando su mejilla derecha, el otro se había perdido por el cuello de la camisa. Últimamente le costaba aún más dormir, y escuchaba música:

«I, I can’t get these memories out of my mind
And some kind of darkness has started to devour me
I, I tried so hard to let you go
But some kind of darkness is swallowing me whole, yeah»

­­­­No conseguía reconocer la canción: —Darkness —musitó adormilada. Abrió los ojos, cogió su móvil y miró a ver de quién era esa canción, le sonaba la voz—. ¿Muse?, ¿Madness? ¡Joder!, sí que estoy dormida —se frotó los ojos.

—Venía a despertarla, Martin-sensei[1].

La supervisora, Imada-san, una mujer aún joven, pequeña y que desde la primera vez que la había visto, unas semanas antes, le había parecido hecha de porcelana, —desde el principio, había pensado, que sólo le faltaba vestir como una geisha, para parecer una muñeca—, la miraba preocupada. Seguramente había hablado con Akane.

Imada-san había llamado y esperado un par de minutos, antes de entrar, pero había imaginado que la doctora Martin había vuelto a ponerse los auriculares para dormir.

—¿Una urgencia?

Asintió—: Mori-sensei dijo que debía mandarla a casa sin falta.

—Mori-sensei debería no pillar la gripe —faltaba personal—. Ni contagiársela a media clínica. Eso haría las cosas mucho más sencillas —se estaba lavando la cara—. ¿Es muy grave?

—Un ataque de asma. La paciente tiene 96 años, se rompió un par de costillas.

Se secó las manos, se ató el pelo, dejando que un pequeño mechón cayera sobre su oreja izquierda, para tapar el piercing que no se quitaba nunca, y cogió las gafas y la mascarilla.

La doctora Martin, era una mujer atlética, que parecía intimidante, a pesar de no ser demasiado alta, aunque sí lo era más que la mayoría de mujeres de su grupo: Margot, Jane, Lalita, Mara, la señora Watson… Quizás era porque vestía con un estilo bastante masculino. Aunque ella, simplemente lo consideraba práctico.

No veía mucha diferencia entre su ropa y la que usaban Jane o Mara. Lalita tenía su estilo hindú, colorido, y Margot parecía la reina de las pasarelas, siempre limpia y elegante, preocupada por salir bien en cámara.

Siempre llevaba sus característicos pantalones de supervivencia con muchos bolsillos y cremalleras, un par de cintas para el pelo en la muñeca, botas militares –era mucho mejor para trabajar entre los escombros que otro tipo de calzado–, gafas de montura metálica –tenía dos pares, además de unas gafas de sol, desde que una réplica en un terremoto en Irán, la había dejado teniendo que aguantar horas y horas con las lentillas–. Llevaba camisas o camisetas, nunca nada demasiado ceñido o femenino, le gustaba que fuera cómodo y no tener que preocuparse por los escotes.

Para ella, ese era su “uniforme de trabajo”, que en la clínica tapaba, con mascarilla, guantes, y una bata que llevaba una pegatina con su nombre. Aunque por alguna razón, algunos de sus pacientes la habían apodado “Dorami”.

Solía llevar el pelo largo, ondulado, recogido en una coleta, trenza o moño; alguna vez escondido bajo un viejo gorro gris, si era un día de lluvia. De castaño oscuro, como sus ojos. El color de su piel cambiaba, dependiendo de las horas que pasara bajo el sol, se ponía morena con facilidad.

—¿Nombre? —le costaba descifrar los kanjis.

Imada leyó la ficha—: Oki, Setsuko. —abrió la puerta de la consulta:

—¡Do-oo-raa-mi —intentó coger aire—, -sen-sei! —la anciana la saludó alegremente al reconocerla, aunque le costaba respirar con facilidad. Era una de sus pacientes, una de las residentes de la residencia.

Se sentía ofuscada, cansada, agotada, y pegajosa a pesar de que se había dado una ducha antes de salir del hospital. Tan ofuscada, que se había dejado el móvil en la taquilla. Se le había roto, encima de la última camisa limpia que le quedaba, el bote de perfume de Mandarine Basilique de más de 60€ que le había regalado su madre como regalo de cumpleaños, así que olía como un naranjal caro. Se había quedado traspuesta un segundo, en un asiento del metro y quizás se había pasado de estación o había salido por la salida equivocada.

Y por eso, entre otras cosas, llevaba más de dos horas dando vueltas, perdida y cansada. Porque no reconocía nada.

Minamoto-san –una de las enfermeras–, le había escrito una lista, con los kanjis más habituales, en uno de los cuadernos, pero eso también se lo había dejado en la taquilla. Al menos no había olvidado su cartera y el bono del metro.

Dio una vuelta sobre sí misma, intentando reconocer algo que pudiera decirle dónde estaba. Sólo veía edificios altos de acero y cristal, y gente a la que no se atrevía a preguntar.

Tomó aire. Había tardado en estabilizar a la señora Oki. En parte, porque había esperado a que la medicación y el tratamiento permitieran su traslado de vuelta al centro.

Había discutido con Margot, ni siquiera recordaba por qué. Simplemente se había vestido lo más rápido que había podido, dejándose el móvil y el cuaderno en la taquilla. Al menos, había recordado ponerse el viejo chubasquero y el gorro, porque la señora Oki le había asegurado que iba a llover. Y no había olvidado el dinero ni las llaves del piso.

Llevaba dando vueltas dos horas, había preguntado un par de veces, pero había acabado más perdida. Había pensado pedir un taxi, pero no sabía cómo conseguir uno. Tenía toda esa información detallada, meticulosamente, en el mismo cuaderno que había olvidado en la taquilla.

No había comido nada. ¡Y tenía hambre!

Empezaba a anochecer. El sol se hundió en el horizonte y el cielo fue cambiando de color. Había una barandilla, una escalera, unos árboles y un pequeño parque.

Se quedó quieta unos segundos, recuperando el aliento, observando la ciudad, las luces brillantes que empezaban a encenderse, los colores del cielo, rojos, azules, anaranjados. Las estrellas que empezaban a salir tímidamente.

Se apoyó en la barandilla y disfrutó del momento, de la vista, del viento y el sol en su cara, de aquel suave olor a lluvia y tierra mojada. Hacía mucho que no paraba ni un segundo.

Bajó las escaleras y giró a la derecha, estaba casi segura de que la vez anterior, cuando las había bajado, había ido hacia la izquierda. Seguía teniendo hambre, y un penetrante olor a azafrán y otras especias, la llevó por allí, hasta un puesto callejero.

Al acercarse, bajo la luz brillante de una farola, vio a una mujer bellísima, japonesa, envuelta en un kimono en tonos azules, con un precioso cinturón del mismo color, que le robó la respiración.

Tenía una figura alta, delgada, imponente, brillante, no sólo bajo la luz de las farolas, si no entre las sombras. El pelo largo, con reflejos azules.

Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que no estaba sola, había otras dos mujeres, más bajas que ella, también con kimonos, junto a ella, verde y gris.

No sabía por qué, pero no podía apartar sus ojos de ella. No sólo era el pelo, o el maquillaje, el kimono tenía un estampado a juego. Al principio, había pensado que podían tratarse de pájaros, golondrinas, quizás. Pero al acercarse un poco más, parecían mariposas, que brillaban sobre la tela, bajo la luz de la farola.

Enrojeció. Seguía sin respiración. Esa piel, blanca, el maquillaje, los movimientos,…

Sentía sus mejillas ruborizadas, ardiendo, en realidad.

Siguió disimuladamente con la mirada sus movimientos. Eran suaves y delicados. Estaba seria, apenas hablaba, seguía la conversación y asentía de vez en cuando, moviendo delicadamente las manos. Apartó, cuidadosamente, un mechón de pelo de la cara, intentando, no estropear el maquillaje. Sentía algo extraño sobre los labios, así que sacó un pequeño espejo para asegurarse de que no era nada. Y lo volvió a guardar en un segundo.

—¡Kawaii[2]! —dijo sin pensar en voz alta, mirándola. Pero no estaban lo suficientemente cerca, seguramente no la habían oído.

Lilly suspiró, y después tomó aire, intentando calmarse. Estaba perdida, y se estaba comportando como una adolescente. Sí, era una mujer bellísima, pero no podía seguir perdida para siempre. Así que se acercó al puesto. No tenía teléfono y tenía que encontrar el camino hasta el apartamento.

Al acercarse, el olor del puesto le recordó que aún no había comido nada, casi había olvidado que tenía hambre.

Se acercó, era un puesto de esa especie de tortitas que era incapaz de pronunciar y también tenía sopa. Empezaba a hacer frío. Y le apetecía tomar algo caliente.

—¿O-ko-no-mi-ya-ki? —balbuceó, no muy convencida de no haberse inventado aquella palabra.

Hai —el hombre, de unos sesenta años, le entregó un pequeño menú con ilustraciones—. I speak a bit english —dijo en un imperfecto inglés, con un acento roto.

Watashi wa sukoshi nihongo o hanasu[3]—hablar japonés le resultaba fácil, pero siempre le había resultado complicado leerlo—. Pero no puedo leer kanjis.

—Ah…

Yuka había sentido la mirada del pequeño gaikokujin[4]—debía ser un poco más bajo que Chieko-san—. La había sentido incluso antes de que se hubiera parado a mirarla. Había notado como no dejaba de mirar a Kaoru, como había intentado acercarse, y al mismo tiempo se había mantenido a distancia. Como había seguido con la mirada sus movimientos, moviéndose al mismo tiempo sin darse cuenta, convirtiéndolo en un pequeño baile desacompasado, que le había hecho sonreír.

No era la primera vez que alguien sentía interés por Kaoru, era una mujer hermosa y elegante. Aunque por su timidez, Kaoru no parecía darse cuenta del interés, la fascinación, que producía en la gente que la rodeaba.

Era algo que le resultaba más que… fascinante. Lady Kaoru-sama del club “Tangerine” se desvanecía en la noche, entre la multitud, en cuanto salía por las puertas del club. Y no parecía haber notado la mirada de aquel extranjero desaliñado.

Le resultó divertido, pero no esperaba nada. Aquel gaikokujin, parecía tan tímido como Kaoru.

Kaoru solía sentirse incómoda con la mirada de la gente fuera del club. En el club se sentía protegida, a salvo, en casa, y aunque estuviera con Yuka y Chieko, siempre se sentía insegura cuando paseaba así por la calle, aunque estuvieran a un par de minutos del club. Así que siempre, en esos paseos, fingía no notar las miradas.

Pero notó aquella mirada, era cálida. Notó como seguía sus movimientos, parecía muy interesada en su… ¿yukata?[5], ¿en el obi?[6] Era un gaikokujin, seguramente querría una foto para enseñar a su vuelta a casa. No era la primera vez.

Oyó su voz. Era más suave de lo que esperaba. Y se sintió halagada. Notó como enrojecía.

Se fijó en aquel horrible chubasquero verde, y se dio cuenta de que le había visto antes. Mientras esperaban a Yuka, había bajado esas mismas escaleras, y se había ido por el otro lado. Y había vuelto a subirlas. Parecía cansado y seguramente perdido.

Sin darse cuenta, se acercó al puesto. El gaikokujin se había sentado, y charlaba animadamente con el señor Sato, al que solían comprarle sopa de misho en las noches frías de invierno, cuando salían del club.

De cerca pudo ver la coleta, –se había quitado el gorro–, y el hermoso color de su pelo, de color avellana. Escuchó otra vez el suave tono de su voz, y como “él” y el señor Sato hablaban en un suave inglés, sobre comida japonesa. Y tenía razón, se había perdido.

Se sentó junto a él, en el puesto, sin pensarlo. Saludó con la mano, porque no quería interrumpir la conversación.

—¿Lo de siempre? —preguntó el señor Sato, al reconocer a Kaoru-san. Ella simplemente asintió.

Lilly escribió su dirección en el trozo de papel que el señor Sato le había dado, esperando que pudiera indicarle cómo llegar. La conversación estaba siendo muy agradable. Pero aún así, intentaba contenerse para no volverse para mirar.

Podía oír su conversación, iba a girarse un poco, cuando sintió como alguien vestido de azul, se sentaba a su lado. La miró por el rabillo del ojo. Llevaba los labios pintados de un suave color celeste. Visto de cerca, era un kimono negro, con mariposas azules, y un cinturón bordado con flores azules de un tono más claro.

¡Era ella! No podía creerlo.

El señor Sato, sirvió ceremoniosamente un cuenco de sopa, mientras miraba el trozo de papel. Le sonaba aquella dirección, pero no sabía dónde era exactamente, así que se la enseñó a Kaoru-san—. La sopa. Lo siento, no estoy seguro.

—¿Frío? —balbuceó, se sentía intimidada por tanta belleza, no se atrevía a mirarla directamente. Debía notar lo roja que estaba, esperaba que pensara que era por el frío.

Kaoru, miró la hoja que el señor Sato le enseñó, conocía aquellos edificios. Asintió, sujetó suavemente con una mano, el cuenco de sopa, mientras con la otra, garabateaba un pequeño mapa y unas simples indicaciones. Cuando terminó, lo empujó hacia ella con un dedo.

—Un poco, pero en realidad, seguí el olor de las mandarinas —sonrió, su voz era ligeramente grave. Extendió la mano y se acercó la coleta a la nariz—: Huele a mandarina —lo había notado al sentarse en el puesto. Estaba empezando a avergonzarse, ¿cómo se había atrevido a hacer algo así?

Lilly respondió con una carcajada—: Me tiré medio frasco de perfume por la camisa.

—¡Kaoru-sama! —la llamó Chieko. Parecía preocupada, Mamá Chieko se preocupaba siempre por todo y por todos.

Chieko estaba de espaldas, hablando con Yuka y no la había visto alejarse. Kaoru era tímida, muy tímida. Aquella extraña sonrisa de Yuka, la había desconcertado y al volverse, había visto como Kaoru-sama parecía coquetear con aquel hombre. Parecía una alucinación.

—Lo siento, tengo que irme —pagó al señor Sato—. Me llaman —hizo una pequeña reverencia y se marchó.

Lilly dio la vuelta al mapa. Al tocarlo, había notado un pequeño relieve. Era la tarjeta de un club: “Tangerine”. ¿Sería eso una invitación?

CUANDO TRAS EL TSUNAMI, LA DOCTORA LILLY MARTIN, —QUE LLEVA UNAS SEMANAS EN JAPÓN, TRATANDO A LOS AFECTADOS POR EL TSUNAMI EN LA PREFECTURA DE MIYAGI—, LLEGA A TOKIO, SÓLO PIENSA EN SU PRÓXIMO DESTINO. NUNCA PASA DEMASIADO TIEMPO EN NINGUNA PARTE.

ES UNA NÓMADA, —CON PROBLEMAS DE INSOMNIO—. LO ES, DESDE QUE SU HERMANA Y SU SOBRINO MURIERON, 7 AÑOS ATRÁS EN TAILANDIA.

KAORU-SAMA ES DUEÑA DE UN CLUB OKAMA, EL “TANGERINE”, UN LUGAR QUE LA ANTERIOR DUEÑA, YUKA, CONVIRTIÓ EN UN REFUGIO PARA CUALQUIER PERSONA QUE LO NECESITARA Y QUE KAORU IMPULSIVAMENTE, DECIDIÓ SEGUIR PROTEGIENDO, SIN SABER MUY BIEN CÓMO. TEMIENDO NO ESTAR A LA ALTURA DE YUKA.

LAS VIDAS DE LA DOCTORA Y KAORU SE CRUZAN, CUANDO LA DOCTORA SE PIERDE, TRAS UN DESASTROSO DÍA, EN TOKIO.
IMPULSIVAMENTE, AL SABER QUE VIVE CERCA (SIN SABER QUE PRONTO SE IRÁ) LE OFRECE UN LUGAR AL QUE PODER IR, EL “TANGERINE”.
ALLÍ, LA DOCTORA MARTIN, ENCUENTRA UN LUGAR EN EL QUE VOLVER A REÍR. Y EMPIEZA A PREGUNTARSE, SI HA ENCONTRADO UN LUGAR EN EL QUE QUEDARSE.

TOKIO TAMBIÉN ES LA CIUDAD DE LA QUE HUYE Y EN LA QUE VIVE, TAKASHIMA, EL HOMBRE QUE LE SALVÓ LA VIDA A LILLY. UNA DEUDA QUE ESTÁ MÁS QUE DISPUESTA A PAGAR, A CUALQUIER PRECIO.


[1] Doctor

[2] Preciosa

[3] “Hablo un poco de japonés”

[4] extranjero

[5] kimono

[6] Cinturón del kimono

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS