Hace ya varios meses, que tuve la oportunidad de ir al cerro de La Cumbre, en el Estado de Colima, y decidí desafiar mis capacidades físicas: soportar el calor intenso en las subidas peculiares con el fin de obtener una mejoría corporal (rendimiento) y fortaleza mental (aguante contra el calor). Durante el trajín me percaté de irregularidades en el empedrado tales como baches, hoyos profundos, protuberancias diversas, y fauna nociva que de pronto tuve que aplastar. El ascenso al cerro al principio, no significó un reto en absoluto, porque fundamenté con tesón y claridad mi facultad para hacer frente a los retos, la cual es muy buena, sin duda alguna, más por otra parte, la gradualidad de la caminata elevaba ligeramente, una pesadez interesante para mi torso. Mis pulmones aspiraron con velocidad, a la brasa en mi piel a las dos de la tarde.
Cuando la sal del sudor toca a alguno de los ojos, el ardor se acompaña del goteo incesante, caedizo al empedrado que en segundos, lo evapora; y lagriman por un tiempo para que la vista se empañe breve y apenas sin nitidez: los hombros avanzan al compás del caminado como fuerza de empuje, a gradualmente, conquistar la cima, y mientras la vista ya encandilada, se torna verdosa al dirigirla hacia recovecos oscuros encontrados entre las rocas múltiples. La piel arde un poco, se quema y tuesta con la sal humana. La dermis porosa expide lloviznas durante el recorrido, pero insisto, los hombros son estructuras orgullosas y las piernas pilares de templos. No se debe despegar la vista de la cúpula de la capilla encontrada en el cerrito porque hay una hoguera, en el pecho, que debe saciarse en la irascible motivación a llegar a la meta, por la cual sólo competimos contra nosotros mismos.
Es un disfrute atenuadamente doloroso bastante placentero, porque la piel arde como significado de construcción integral, y las piernas duelen porque el Templo de Salomón se construye -nuestro templo, nuestro cuerpo, llevándose alegre la tierra, el registro de nuestras pisadas, el viento sopla como la caricia de una madre, y el horizonte al cielo es palmada que da en la espalda un padre, por eso, subir el cerro de La Cumbre es una declaración personal, casi chamánica, realizándola a las dos de la tarde, para que el temazcal de nuestra burbujeante sangre, viva roja en la fuerza caliente, la vemos como tal cuando se abre la piel. Sal del sudor, mezclada con sangre de herida, es voluntad, dignidad y admiración por uno mismo. Es el lujo de la alta cultura por nuestro ser.
Diré, como colimense, somos cuánto amamos subir al cerro de La Cumbre.
Los atajos son mis favoritos. Los expresaré en una segunda parte.
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