Paula cerró los ojos. Comenzaba a escuchar las notas de la primera canción de su lista de reproducción aleatoria. Le gustaba sorprenderse.
De repente, se encontró en una habitación con más de dos camas. En la cabecera de la que elegiría como suya, una ventana de madera vislumbraba un campo brillante e inmenso bajo un cielo estrellado, justo como a ella le gustaba. A pesar de ser un espectáculo de ver, el campo oscuro fusionándose con el cielo, la aterraba. Las luciérnagas se movían y el olor del césped con el rocío le recordaban al campamento de séptimo grado donde se enamoró a primera vista de Luciano, un chico de pelo igual de brillante que el césped húmedo iluminado por la luna. El olor a hierba mojada la envolvía, recordándole el momento en donde, a pesar de sus miedos, ponía todo su esfuerzo por sentarse en el borde de la ventana y mirar lo oscuro de la inmensidad entre la tierra y el cielo.
Cuando todos dormían, Paula saltó por el ventanal con una mezcla de adrenalina y pánico. Caminaba descalza, sintiendo la frescura del pasto húmedo bajo sus pies. A lo lejos, una pequeña cabaña de madera humeaba suavemente por la chimenea, prometiendo calor y comodidad ante una lluvia que se avecinaba.
Al acercarse, la puerta se abrió y un aroma a hogar la invadió por completo, recordándole sus almuerzos de domingo en casa de su abuela. Dentro, una chimenea encendida, un sillón mullido y una manta de lana esperaban por ella. Paula se acurrucó, tomando la taza humeante que apareció en sus manos, y observó cómo la lluvia empezaba a caer suavemente afuera. Cada gota repiqueteando con ritmo calmante hacían que Paula se sumergiera más y más en ese ambiente hogareño del que no se quería despedir.
La escena cambió de repente…
Una playa desierta, el sol oculto detrás de nubes densas, creando un ambiente melancólico y sereno, muy típico de temporada baja donde el clima no acompaña -dicen algunos-. Las olas rompían suavemente en la orilla, y el aire estaba impregnado de ese inconfundible olor a salitre, combinado con protector solar. Paula amaba el olor del protector en la playa. Caminó por la arena húmeda, sintiendo cómo sus pies se hundían ligeramente con cada paso, dejando un camino con sus huellas. A lo lejos, el faro solitario emitía su luz intermitente, guiando barcos inexistentes en esa tarde tranquila. Las gaviotas y su sonido característico aumentaban ese ambiente melancólico, logrando que Paula diera una bocanada de aire cerrando los ojos frente al mar.
El tiempo parecía detenerse mientras disfrutaba de lo increíble de ese momento. Sentía el viento jugando con su pelo, y el sonido de las olas era la banda sonora perfecta para su tiempo a solas.
La música de su playlist había pasado a segundo plano.
Cuando la última nota de la canción se desvaneció, Paula abrió los ojos. El agua seguía cayendo sobre ella, ya no tan caliente como al principio. Se miró los pies con sus uñas color bordó y se dio cuenta de que habían pasado solo siete minutos desde que había comenzado todo. Sonrió para sí misma, feliz por esos momentos de escape que su imaginación le había regalado.
Cerró la canilla, apagó la música del celular y salió del baño. El lunes continuaba.
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