Soledad, el gran espectáculo de Don Fabulo

Soledad, el gran espectáculo de Don Fabulo

Jonathan Lerma

02/04/2018

Sofía, mirando al piso y cubriéndose con ambas manos, pidió un milhojas y un postre de milo. Frecuentaba el café de don Humberto todas las tardes desde hace un año y a su corta edad ya era algo sagrado para ella. Ese día, en parte por costumbre y en parte por el desatino del almuerzo, hizo también la fila para un batido. El muchacho, que según ella se parecía a Ian, puso los postres en una servilleta sin mirarla y se los entregó con asco mientras regresaba hacía la heladera. Conmocionada, dio un portazo veloz y salió llorando, corriendo despavorida con el trafico. Ian caminaba hacía su casa cuando apareció.

Al principio le dio miedo, tenia el pelo largo casi hasta las rodillas, oscuro y deshilachado. Le tapaba toda la cara y sus ojos azul profundo no paraban de quemarlo. Su piel blanca relucía en brillos estrepitosos bajo la tarde que se convertía en una fría noche estrellada repentinamente. Era tan alta como las montañas mismas y tan silenciosa como las profundidades del mar. Cuando Ian la encontró de frente, le metió un grito, salió corriendo y se alejó tanto como pudo sin voltear a mirar. Por un momento sintió que lo había logrado, que había dejado atrás ese rostro lleno de humedad y olor a moho que ondeaba aquel vestido pálido y quejumbroso, pero no era así. Sofía estaba de vuelta, al lado suyo.

— Huyes cómo los demás – dijo sin mover los labios.

Se ocultaba detrás de la maraña de pelos y la reluciente decadencia que solo una niña de su edad podría ostentar. Quiso volver a correr, pero algo en sus ojos azules lo obligaba a quedarse quieto. Batalló en silencio contra sus piernas hasta que vio el puente, lo traía en su mirada. ¿Qué le podía decir? ¿Mucho gusto, me gustaría saber como me encontraste? No, era obvio, ya lo sabía. Aún ardía cuando finalmente y después de un largo minuto de ensueño, pudo por fin respirar de nuevo.

— ¿Qué me hiciste? – le preguntó desde el suelo mientras recuperaba el aliento.

— Fuiste muy grosero conmigo en el café, además, siempre andas mirando a mi hermana, diciéndole que es linda y bonita. A mi ni siquiera me miras. Paso horas enteras correteando descalza por culpa de ella, jugando sola con mi vestido. – Que ridículo ¿De qué me está hablando? pensó el.

— Pero si yo ni te conozco – le dijo interrumpiendo su retahíla.

— ¿No eres el muchacho de los postres?

— No, ¿cuales postres? Déjame en paz – Y se incorporó.

— ¿Quién eres entonces niño raro?

— Ian, el hijo de Fernando y Melissa – dijo mirándola a los ojos mientras cruzaba el largo y ancho puente que se divisaba en su mirada perfecta.

— ¿Quieres saber un secreto, Ian? – Pero era demasiado tarde, Ian ya estaba navegando en su mundo.

Entró donde se sentaba usualmente los domingos. Solo la incandescencia de las gemas de arroz y barro, las originales, las del rubor de la inocencia y los poderosos volcanes del sur, podían entrar.

—¿Vos? – Le decía en voz alta casi gritando como cuando estaba contenta.

— Pasaste como si nada, con solo mirarme. No solo entraste, sino que además supiste por donde. Estabas tan cerca que hasta volaste desprevenido. Ni te diste cuenta – continuaba con sus gestos lentos y enigmáticos.

Sofía se había enamorado de Ian y el se estaba enamorando de ella. Muchos niños hubieran escapado asustados por lo oculto, aterrorizados de aquel evento inexplicable de perderse en sus ojos, de sentirse entregado y perdido en las laberintos infinitos de su insondable abrazo, el abrazo de su mirada azulada y profunda. Ian sin embargo, por primera vez en su vida se sentía seguro. Fue como si hubiera entrado a su verdadero hogar. La oscuridad, el peligro, las desgracias y la tristeza, la desesperación absoluta y la ira irracional, todas las conocía, habitaban en él tan tranquilamente como lo hacían en Sofía. Ella no lo sabía, jamás se había atrevido, nadie, ni siquiera sus padres la podían mirar de frente. Al adentrarse en la mandíbula mal oliente de su cruel dolor ennegrecido por el abandono, sin reserva y completamente enamorados como estaban, ambos niños descubrieron el más grande tesoro de su infancia; en su mundo, en el mundo de los ojos de Sofía, eran invencibles.

Nada fue domestico respecto al encuentro. Esa noche se vistieron de lobos y caminaron despreocupados al lado de bestias innombrables bajo el furor estrepitoso de las danzas que embriagaban la noche. Estaban enajenados creando y de lo único que no se dieron cuenta fue de la existencia de Don Fabulo. Mirando a lo lejos el encuentro sin creer y estupefacto. A quince metros, en un tercer piso de la casa que hace dos semanas había alquilado. Era la primera vez que traía su circo de gira por Colombia. No conocía a Sofía y dudaba justo en aquel instante observando el valle perplejo en el horizonte, de que venir al país hubiese sido su mejor estrategia. En su cabeza sin embargo, acostumbrado a lo inusual más por pasión que por trabajo, entretejía aproximaciones tan cercanas al observarlos, que la curiosidad se le transformó en logro y más adelante en prioridad, pues según una idea que se acentuaba con fuerza en su mente, el magnifico evento que había presenciado podría cambiar su vida.

La niñez de Sofía no fue fácil. Cuando nació fue incomprendida y al igual que muchos otros niños de aquella generación extravagante, era diferente y rara. La miraban con extrañez los desconocidos y con prejuicios y titubeos los allegados. Si acaso el saludo, una sonrisa discreta o un murmullo, el mismo secreto sucio que todos aireaban respecto a la fealdad que incluso sobresalía desde recién nacida. Porque hay que decirlo, Sofía nació siendo fea. No fea porque sí, nació fea porque cuando nació, lo hizo junto a su hermana gemela, y junto a ella nació todo lo bueno. Cuando por fin alguien pudo verlas juntas después de los respectivos procedimientos, no sé sabe sí el doctor o el padre, se dictaminó por las evidencias que Sofía era ella y que la otra, obviamente, era su hermana. Entre gemidos y bruscos gestos de hostilidad, más por intuición que por una reacción distintiva para ella, desde ese mismo momento aprendió a esconderse y a moverse entre las penumbras.

Su casa materna estaba dividida en dos. Un casón largo con pisos tipo mosaico de baldosas color café oscuro, adornadas con cenefas verdes cuyos diseños hexagonales y distribución, algunos consideraban demasiado vanguardista para la época. Tenía tres cuartos, dos baños, dos salas, patio y cocina, y un techo amplio por donde el sol daba vida a las plantas de su abuela Petra. Al final del corredor principal, armado entre piedras, bareque y barro, una puerta improvisada con el metal oxidado de un antiguo chasis del setenta y ocho y una chapa de bronce vieja, daban la bienvenida a las tres gradas apeñuscadas que antecedían el pequeño apartamento caído, oscuro y corroído por la tristeza. A Sofía la encerraban todos los días con derecho a tres comidas por ser tan fea.

De bebe, ante la incomprensible mirada de sus padres, se quedaba en absoluto silencio y completamente quieta, mirando al vacío con sus ojos azules y profundos. No la recibieron en ningún jardín y más adelante le negaron la entrada a todas las escuelas. En la ciudad no querían saber de la existencia de tan repulsiva criatura ¿Qué sentirían los otros niños? ¿Cómo exponerlos a semejante esperpento? A los cuatro años, cuando quisieron darla en adopción, ninguna institución se interesó por ella. Nelly su madre, alcohólica y apostadora empedernida, apenas llegaba al fin de mes con las cuentas hechas. Alberto, su supuesto padre, profesor de un pequeño colegio en Yumbo, prefería dejarla encerrada y a oscuras porque según él, algún día esa horrible bestia traería la plata a la casa.

A los seis años, sus únicos amigos eran el perro que Tomasa, su tía, había adoptado para ella, un canino criollo de tez parda y una delgadez insulsa, y un gato negro que mantenía en los techos buscando palomas y lagartijas descuidadas. Dormía en un colchón de paja que sus hermanos habían recogido en el campo y se arropaba con un par de cobijas viejas heredadas por su abuela. El cuarto era de tres por cuarto y al lado tenía un baño con sanitario, ducha y lavamanos. Al levantarse en las mañanas lo primero que hacía después de revisar que sus ojos estuvieran todavía intactos, era tocar con vehemencia y ternura la tierra, a la que llamaba madre y única compañera. Entre el patio y el baño que daba a la puerta oxidada, crecían sobre el piso sin terminar, dos papayas de un arbusto que no superaba los dos metros de alto junto a una planta de menta, dos heliconias y algunas malezas. Sofía ponía sus pies descalzos sobre la tierra, apretaba sus dedos sobre el suelo todavía húmedo por el rocío, y con sus ojos azules recibía de frente el día mientras abría sus brazos como si le estuviera regalando al cielo la visión de un futuro más excelso. Acto seguido, se miraba al espejo y viajaba a encargarse de los asuntos matutinos de su mundo. No fue sino hasta la edad de siete años cuando después de un arranque de extraña compasión por parte de su padre, la dejaron salir sola para que pudiera disfrutar del aire fresco de la ciudad, consideraba que era suficientemente fea como para que alguien pensara en molestarla.

De Ian decían que comía elefantes, y la verdad no estaba tan lejos. Bueyes, burros y vacas eran la base de su alimentación diaria. Halcones, lechuzas y alguna que otra ave de mediana envergadura complementaban el menú necesario para mantenerlo vivo. Su padre había querido regalarlo al circo pero su madre insistía en evitar mayores desgracias. Viajaron a Estados Unidos gracias a su primo, quien era dueño de una flota de transporte que abastecía de mariscos a toda la ciudad para hacerle un tratamiento novedoso que les proporcionaba grandes esperanzas. Los vecinos decían que tenía una maldición encima; la maldición del finado. La había heredado de su tío quién a su vez la había heredado de su abuelo, Néstor. Allá en el barrio, entre Templete y Alameda, le era imposible salir caminando a las calles sin recibir insultos, atropellos y la mirada doble asesina; la de Miguel y la de la señora de blanco, la que siempre bajaba encopetada por la autopista buscando a quién culpar por sus desgracias repetitivas.

De niño se acostumbró a las premisas, a las difusas y a las oscuras. Por ejemplo; Un hombre no debe mantenerse en silencio, está mal visto. Lo común, en caso de que le fueran a preguntar, es que vaya vapuleando la lengua incesante hasta que por fin cuaje una que otra palabra bien dicha, para que por lo menos cuando llegue a los treinta, hable mínimamente decente y en ocasiones, escriba. Ian en cambio, con la alergia al mundo alborotada desde el nacimiento y la maldición del finado encima, no podía parar de escribir sobre sus males en las noches mientras hablaba con palabras que según otros oídos, parecían inventadas o sacadas de una bruja. Para ellos, lo común era hacer distancia en las mañanas y orar por un poquito de equilibrio. Nada les hacía tambalear su tan amado mito de la cruz. Al almuerzo se comían la libertad bien adobada con sopa, ensalada y arroz. Las artes, virtud de los enrarecidos según ellos, la servían de postre los miércoles, único día de la semana en el que salían temprano. Su madre había logrado meterlo a un colegio del Opus Dei a la temprana edad de seis años.

Entre todas las calumnias y prejuicios que recibió mientras creció, ninguno le causaba más gracia que cuando Tafúr en las mañanas lo llamaba asqueroso y gay. Le gritaba desde su ventana. Era un adolescente enclenque con ínfulas de culebrero al que nunca le pudo tener odio. Más allá de sus intentos poco creativos para enervarlo, la fría fachada de su sonrisa le daba tanta lastima, que incluso después de sus viajes a Francia donde creía él, se había vuelto más hombre, dejaba que siguieran sus gritos desesperados tratando de llamar su atención; ya no desde su ventana sino desde su estomago. Situación que originó toda clase de sospechas y confusiones en el barrio, y algunos sonidos ahogados en su estomago que el siempre confundió con los que emiten las tripas. Oliver, el profesor de Educación Física, a pesar de su extraña condición, quería abusar de élen las clases matutinas al igual que lo hacía con la mayoría de niños. Y Sandro, el de sociales, consideraba imposible que a tan temprana edad Ian estuviera redactando a fuego limpio obras enteras que involucraban la constitución para defender su derecho a tener el pelo largo. Disfrutaba levantando ampollas en aquel colegio moribundo, bastante opresivo y costumbrista al que por el candor ingenuo de su madre había ido a parar. Ahí los alumnos, asediados por toda clase de costumbres venenosas, daban descanso a sus agobiadas familias que agotadas por las labores de la crianza, oraban a la iglesia inquisitiva para deshacerse de sus criaturas por lo menos veintitrés de las veinticuatro horas del día. Su madre había ganado el argumento y a punta de inyecciones y psiquiatra habían enderezado al niño.

RESUMEN

Soledad, el gran espectáculo de Don Fabulo, narra la peculiar historia de Sofía, una niña que vive en Cali, Colombia, quien es raptada a la temprana edad de doce años por el circo. Don Fabulo, un empresario español, considera que sus ojos azules, capaces de transportar al futuro a quien los mire, son un don preciado demasiado importante como para perder a la niña de vista. Ian, el único capaz de controlar el mundo interno de Sofía, a quien su nuevo dueño insiste en llamar Soledad por ser tan fea, la busca sin éxito durante más de veinte años, enamorado y sin perder la esperanza, pues según él, si llegase a encontrarla podrán llevar su vida de marginados, juntos y aparte de la sociedad. Pronto la fealdad de Sofía será un problema tan grande que ya ni sus ojos azules podrán hacer la diferencia.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS