Es martes, me ducho a conciencia y elimino las cutículas de los pies. Tengo hambre, no me queda nada en casa y me arreglo para salir. Camino un buen rato por las calles vacías, atenta a cualquier movimiento.  Unas bolsas se elevan y bailan, me detengo un momento a observarlas. Lo justo, no debo entretenerme.

Continúo mi paseo y no puedo evitar fijarme en el solar junto al polideportivo. Al fondo, una imponente grúa. Majestuosa, dominante, engallada. Siempre he querido ver una por dentro, me acerco a la cabina y tiro de la manilla. No han echado la llave, así que subo y me siento. Ante mí, cuatro palancas. Al frente, nueve relojes. Mudos.

Unos gritos cortan el silencio y me obligan a mirar a mi izquierda. Por ahí viene un grupo de gente corriendo, arrastrándose algunos. Otros cojean. Alcanzan la cabina y miran sin ver, olisquean, apoyan sus manos en la puerta. Les observo intrigada y divertida, son personas curiosas, no actúan como la mayoría. Les saludo con la mano, sonrío y hago un gesto para que suban, al menos uno de ellos. Más que ninguna otra cosa, deseo dejar de estar sola. Me miran, pero no responden. Se giran al unísono y siguen su camino.

Salgo y ahí está, el regio brazo de hierro. Trepo, hay unos cuervos atentos en lo alto. Continúo ascendiendo, hasta que unas fuertes convulsiones me obligan a detenerme. Doy un salto desde 8 metros y caigo de pie en el suelo. Ansío tanto poder conversar, poder amar, compartir. Grito al cielo, pero no hay respuesta. Bajo la cabeza y sigo.

Tras unos pocos pasos, escucho un sonido, una respiración entrecortada. Levanto la mirada y, frente a mí, una bellísima joven. Inmóvil, sus ojos como platos. ¿Por qué percibo el pánico en su pecho? Sonrío de nuevo y se asusta todavía más, no lo comprendo. Trepa a un viejo árbol, apenas unos metros. Quiero ser tu amiga, le digo. Le pido que me acompañe, debe estar hambrienta, son tiempos difíciles. Se resiste, la agarro con fuerza. 

En el salón, un reguero de cadáveres nos dificulta alcanzar la cocina. En el tejado, la mirada ausente de los cuervos. Decenas de ellos, esperando. Siempre esperan. La joven me clava un cuchillo en la mano y sale huyendo. En el forcejeo, la araño en un brazo.

¡Lo siento! Le grito mientras corre.

No tarda en regresar. Débil, desesperada: Ayúdame. 

Tienes hambre, le digo con voz dulce mientras acaricio despacio su pelo. Te enseñaré.

Asiente con la cabeza, relame sus labios.

Ya nunca volveremos a estar solas.

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