“El bosque de los Espíritus”

“El bosque de los Espíritus”

Capítulo. Anhelos de esclavos

Autor; Jorge Acosta

15 de Tertius de 1921 D.P.C.

Bosque Aldrith

Matilde

Había una humedad empalagosa en aquella tierra. Eso era lo que siempre decían los mercaderes que visitaban a su amo. También, había montañas heladas, palacios de piedra, telares de algodón, y fabricas de dulce y suculento chocolate. Descrita así, esa tierra extranjera a la que iba no le parecía tan mala, de no ser por el hecho, de que iba trabajar allí como una esclava.

Tras la muerte de su amo, sus hijos la habían vendido a Haddor Khef, el peor mercader de esclavos de la historia. No es que hubiese tenido mayor trato con los esclavistas más allá de unas cuantas palabras, pero estaba segura de que no había ningún otro esclavista que pagase tanto por mano obra esclava para trasladarla al otro lado del mundo, para perder la mayor parte de su inversión en una despiadada tormenta de arena. Si hubiese contratado a una de esas Nagieri que adivinaban el clima, la tormenta no habría tomado por sorpresa a la caravana, y no habrían muerto cincuenta y dos esclavos. Algo tan simple como eso, hubiese salvado muchas vidas, pero la avaricia del mercader pudo más que la razón. Era algo triste, algo que sin duda Matilde ya había visto demasiadas veces como para que le causara sorpresa.

La avaricia entre los hombres del desierto, a menudo siempre tenía más peso que la razón o los nobles sentimientos. Ella que había servido lealmente a su amo durante sesenta años, había sido vendida como un despojo por los niños que ayudó a criar a cambio de unas cuantas monedas. Y aunque Matilde se consideraba una mujer fuerte, (de esas no armaban un berrinche cuando las cosas no salían como quería),no dejaba de dolerle el hecho de que su sabiduría y su amor hubiese sido tan poco valorado por la familia Hadana: ¡Estas vieja! ¿Qué otra razón crees que tengo para venderte?»-le había dicho Kaleh el primogénito del señor Hadana, cuando ella le preguntó porqué había caído en desgracia.

Si la gratitud de una eficiente y leal esclava era recompensada de esa forma, entonces la vieja Matilde pensaba que ya no tenía sentido tratar de agradar a sus nuevos amos del norte, fuesen quienes fuesen, tuviesen el aspecto que tuviesen. Sin embargo, pesé al nada esperanzador futuro que le aguardaba en aquella tierra en cuyas fronteras se encontraba, no dejaba de preguntarse cuanto de lo que había escuchado de los norteños era cierto, y cuanto era inventado o exagerado. Le agradaba la idea de probar un bocado de chocolate o algo del aromático café con el que solían mezclarlo alguna vez. Bajek Hadana, su antiguo amo, hacía muchos años, cuando ella todavía era joven le había obsequiado uno de los chocolates con café izzenos que había comprado en el mercado como un gesto de buena voluntad por algo que había hecho bien, aunque ahora ella no recordaba exactamente qué. Para la joven Matilde de doce años había sido uno de los manjares más deliciosos que había probado en su vida.

A la Matilde de sesenta y cinco años decepcionada por la vida, le hacía cierta gracia la inocencia de la niña de doce años que fue una vez. No se hacía muchas ilusiones con respecto a su futuro, no le quedaban ya muchos años para explorar la tierra verde y rica con aroma a chocolate, a chicha, (una deliciosa bebida hecha de arroz, que había probado en el mercado), a nieve, a bestias peludas y sobre todo a bosque. No, ella no vería nada más allá de ese maravilloso bosque cuyo verdor, aunque impresionante, no la esperanzaba en lo que se refería a un gran cambio de vida.

Sería una esclava ilegal, en una tierra donde la esclavitud supuestamente no existía. Otra deliciosa ironía con la que tendría que vivir. Qué mundo tan contradictorio era aquel en el que un norteño llamaba salvaje al esclavista del Este por hecho de tener esclavos, al tiempotenía esclavos escondidos en sus casas palaciegas.

«¿Qué clase de mundo sería éste si no hubiese esclavos? ¿Los amos serían igual de ricos? ¿Igual de crueles entre ellos? ¿Iguales de injustos? ¿O más sabios y más respetuosos con aquellos que trabajan para ellos? ¿Acaso son siempre necesarios el látigo y las cadenas para que cada hombre y cada mujer hagan lo que debe hacer para subsistir? ¿Estaríamos mejor en un mundo sin jerarquías?

Matilde no entendía que fuerza extraña se había colado en sus pensamientos, llevándola a reflexionar sobre su condición de esclava. Sabía perfectamente la consecuencia de tales pensamientos en alguien joven conducían a un solo lugar: un intento de fuga y la consecuente muerte o captura por parte de los esclavistas. Pero en una mujer de sesenta y cinco años tales pensamientos parecían estar fuera de lugar, ella no tenía la fuerza física o espiritual para arriesgarse a esa empresa. Solo tenía esos extraños pensamientos debido al traslado, eso era lo que se decía para sus adentros, y sin embargo, una profunda nube de ira y odio comenzaba a formarse en su pecho…quería ver muertos a los hombres que la habían vendido, quería ver muerto a Haddor Khef…quería que la sangre de ese hombre y de todos aquellos que la había violado, usado y degradado a lo largo de su vida estuviesen muertos. Quería —y ahora identificaba ese anhelo que había estado oculto durante tanto años— vengarse. Pero no contaba con las fuerzas o las armas para hacerlo. Solo los dioses sabían que ella había tenido demasiadas oportunidades para escaparse antes de convertirse en la anciana que era, y sin embargo, el miedo le había impedido actuar. El miedo había socavado más su alma de lo que habían hecho los abusos y los desprecios sufridos.

Se justificaba pensando que habían sido las armas y la violencia inherente de sus primeros captores las que la convirtieron en esclava cuando solo era una niña, pero una parte de ella sabía que era mentira. Siempre fue el miedo guiando sus acciones lo que la llevó a aceptar sus cadenas como una parte natural de su ser. Ahora lo aceptaba, y lloraba por dentro, por tantos años desperdiciados sirviendo a monstruos codiciosos, esperando su gratitud e incluso anhelando un pequeño toque de afecto, como un buen perro que solo se siente feliz ante el beneplácito de su amo.

No era la única que se sentía así, cuando veía a los esclavos más jóvenes y fuertes que avanzaban delante de ella en la columna, veía su justa furia ante lo degradante de su situación. «No nací para ser esto» decían los ojos azul lápizuli de un esclavo veinteañero, muy apuesto, que seguramente sería vendido en un burdel. Y ella lo admiraba, por tener el valor de sentir esa furia, por no agachar la cabeza, por no dejar que lo humillasen, por no aceptar pasivamente su condición. Tenía varios golpes en la espalda que probaban su rebeldía, su espíritu libre o como sea que se llamase a esa esencia que los esclavistas querían destruir a toda costa.

«No iba a vivir como esclava en esas tierras», le decía una voz en su interior. Y sin saber el porqué, algo la hizo alzar la mirada hacía un sendero rocoso del bosque en el que se estaba adentrando la caravana. Alguien los estaba observando.

Al principio la luz del sol la cegó y le impidió ver bien la silueta del misterioso observador, pero a medida que las sombras de los arboles la alcanzaron pudo verla más clara, como la encarnación misma de la muerte acercándose hacía los esclavistas. Matilde nunca olvidaría ese día en toda su vida.

Nola

Cuando la gente de la sabana se encuentra cara a cara con una fiera, a menudo suele decirse que lo peor que se puede hacer es mostrar miedo. Demostrar miedo (no sentirlo) te mata más rápido que la bestia, porque actúas sin pensar ante un enemigo que sí piensa. Los papeles de presa o cazador, vienen condicionados por quien de los dos expresa primero el miedo.

No siempre es el tamaño del adversario lo que genera miedo, algunas veces es su misma naturaleza. Nadie teme a las cobras por ser grandes o pequeñas, sino porque tienen veneno, y ese veneno es letal. La mujer que se detuvo ante la caravana era un depredador feroz, yo lo sentí con todos los instintos de cazador que adquirí en mi pueblo, antes de que me convirtieran en esclavo.

Cada paso que daba hacia los hombres era tan firme, seguro, y silencioso que no mecabía duda alguna de que se trataba de una asesina. Lo que no sabía con certeza era que hacía allí o cuales eran los motivos para acercarse a Khef. ¿Le debía Khef acaso algún dinero? ¿O algún otro esclavista competitivo la había contratado para matarlo y cerrarle el negocio?

Si había un sujeto lo suficientemente desagradable, para que incluso otros esclavistas (que no lo veían como competencia) lo asesinaran, ese sujeto era Haddor Khef. ¿Qué era lo que pretendía aquella mujer?

Robert

Cuando Khef me compró en el mercado de esclavos, una de las primeras cosas que me dijo era que en el norte me sentiría como en mi hogar. Yo nunca entendí muy bien el sentido de esa afirmación, porque yo no conocía lo que era un hogar, yo conocía la casa de mi amo, las casas de sus hijos, las casas de sus esposas, y las de sus socios de negocios, pero yo nunca tuve un hogar, o si lo tuve antes de ser esclavo, no recuerdo, lo que para todos los efectos es lo mismo.

La gente decía que parecía un norteño por mi cabello rubio y ojos claros. La gente del desierto, (tanto esclavos como hombres libres), a menudo solían decir (aunque nunca lo hubiesen visto con sus propios ojos) que esas características eran las típicas de un norteño. Yo que nunca había visto a un norteño, ignoraba si se parecían a mí. Solo sé que por ser diferente a los otros esclavos era tratado de forma diferente. Nunca me pegaban o me alzaban la palabra, nunca me llamaban por otro nombre que no fuera el que me asignaron y nunca emitían una queja importante sobre mí. «Yo era su fiel esclavo rubio», solía decir Jasha la primera esposa de mi amo, como si se tratase de uno de esos gatos exóticos de ojos azules, que pululaban por su casa.

Tal vez así lo era, ahora que lo pienso. Tal vez, me trataban diferente del resto de los esclavos porqué tenía el exotismo de una raza que hombres que formaban parte de las leyendas más oscuras de los señores del desierto. Yo era lo que más se parecía a esos malvados norteños que venían por la noche a acabar con todos sus palacios y templos, a saquear todas riquezas y a llevarse a sus mujeres. Cuando mi amo hablaba de las antiguas guerras de los señores del desierto contra los izzenos, solían hablar con un temor reverencial reforzado por la superstición y el chisme. La guerra de los ocho años reforzó su idea de que los izzenos eran hombres codiciosos, bárbaros y malditos. Y el golpe de estado por parte de los rebeldes insurgentes al final de la guerra, desestabilizó por completo a esclavistas como mi amo. El consejo de sabios («que de sabiosno tenían nada» solía decir mi amo), un nuevo que grupo de líderes que abogaba por la libertad de los esclavos, había ordenado a todos nuestros amos que nos dejaran libres bajo con la amenaza de la pena de muerte si continuaban tratándonos como lo hacían.

Muchos esclavistas pensaron que era una medida extrema, creyeron que su posición los hacía invulnerables, que si continuaban presionándolos ese débil grupo instalado en el gobierno caería cuando las masas enfebrecidas fueran a reclamarles. Por alguna extraña razón creyeron que el pueblo (que nunca había sido muy prospero con ellos bajo su mandato para empezar), marcharía a las calles y lucharía contra el gobierno defendiendo la horrible y tradicional forma que se habían manejado los esclavistas.

Se equivocaron. Del mismo modo en que no les importó la caída de los señores del desierto, así mismo al pueblo llano no le importó, en lo absoluto, ver a grupo de mercaderes perder sus valiosos bienes de carne y hueso. (Porque, no nos caigamos a engaños, eso era lo único que representábamos para ellos, trozos de carne y hueso, no personas). Luego cuando vieron que no les importaban en lo absoluto, comenzaron a encerrarnos en sótanos, almacenes y bodegas secretas. Comenzamos a convertirnos en su pequeño y sucio secreto y finalmente cuando ya no pudieron hacerlo más nos vendieron a esclavistas de otras naciones para no perder su inversión. No fue así en todas las ciudades, ni en todos los pueblos, ni con todos los esclavistas. Por las conversaciones que sostuve con los esclavos de otras casas, supe que algunos amos pagaron sobornos a los funcionarios del nuevo gobierno para que se hiciesen de la vista gorda, supe que otros fueron asesinados en la noche y colgados en las murallas de la ciudad, supe de otros que vendieron sus propiedades y emigraron a otras naciones para sustentar su forma de vida, y supe que la promesa de la libertad no llegaría nunca a cumplirse en lo que se refería a mí y a los otros veinte esclavos del amo Amak, que dormíamos escondidos en el sótano de su mansión. Solo tenía una certeza con respecto a mí destino, y era que tarde o temprano acabaría vendido.

Cuando ocurrió, cuando finalmente mi amo me vendió a Haddor Khef en una subasta secreta, yo no pregunte el porqué, no pregunte quien sería mi nuevo amo, ni a donde me mandarían. Solo me pregunté por una cosa, propia de quien no tiene esperanza alguna de ser libre y era si algún día, en los días o años que me quedaban vida volvería a ver a los pocos amigos que tuve mientras fui esclavo.

Nunca pensé, que la libertad prometida que no me dieron ni el ejército, ni el gobierno, la obtendría de las manos de una mujer…

Haddor Khef

Cuando Haddor Khef se levantó esa mañana a la salida del sol, lo hizo con el amargo regusto de una pesadilla en su memoria de esas dejan un hombre sintiéndose más próximo a la mortalidad. Se vio así mismo atrapado bajo tierra, con cientos de gusanos devorando su carne. ¿Sería acaso un sueño profético que le advertía acerca de una posible traición? ¿Acaso iba haber una de esas rebeliones de mercenarios, que secuestraban o mataban a su jefe para quedarse con las mercancías, de las que tanto había oído hablar?¿O era algo más?

No lo sabía, o al menos no lo supo hasta que llegó el mediodía y observó llegar a la muerte en un sucio vestido blanco.

SINOPSIS

Muchas personas arrastran cadenas. Algunas son físicas y otras espirituales. Algunas están conformadas por las creencias que otros nos imponen y otras por el miedo a la pérdida, el miedo al dolor, el miedo a la soledad e incluso el miedo a la libertad. La presente historia habla sobre personas que han vivido día a día con esas cadenas, y sobre en quienes podemos convertirnos cuando aprendemos a dejarlas atrás.

Nota 1. Por si no esta claro. Los nombres que aparecen en el capitulo hacen referencia a los distintos personajes.

Nota 2. No sé si el requisito del café es válido si lo mencionó como parte de un recuerdo de la infancia y no como un lugar como hago en este capítulo. De todos modos si hay un café (lugar) en la historia pero no en este capítulo sino en otro más avanzado porque en éste en particular quería dar a conocer un poco a los personajes.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS