Madrigal de los reptiles

Madrigal de los reptiles

Germán Santoyo levantó la copa a la altura de los ojos, como si a contraluz pudiera vislumbrar un banco de peces iridiscentes jugando a esconderse entre los manglares que se ondulaban al son de la minúscula marea del aguar­dien­te. Pero sólo vio el licor que temblaba al mismo ritmo de su mano huesuda y mapeada por el vitíligo.

—Tantos años y no me lo acabo de tomar —dijo con una añoranza que le venía desde sus catorce años, cuando se tomó el primero de una serie que, él sabía, escondía un trago único, que no acabaría de apurar ni cuando su tumba se abriera para devorarlo tan vivo como todos los días, vivo aun después de muerto, porque le resultaba inimaginable la posibilidad de dejar de beber ese aguardiente infinito, el único analgésico que podía hacer llevadero el desamor de Paulina Marinóvich. Una palmada del Hermoso en la espalda lo convenció de la inutilidad de seguir buscando un sentido más profundo a ese alcohol barato que, desdoblado en forma de necesidad, desde su cerebro reclamaba el esquivo encuentro definitivo:

—Ya, pues, hermanito, empáqueselo de una vez y pase la copa, que con este frío tan hijueputa la noche no está para esperas.

Germán Santoyo lo apuró, y mientras el Hermoso escanciaba su ración, lo mantuvo en la boca, lo hizo circular por los recovecos de esa caverna cuya piel se contraía al contacto de ese sulfuro vivo que enervaba y hería. Cuando el efecto anestésico adormeció las sensaciones, dejó que pasara al interior, en espera de que segundos más tarde sumara a la sensación de eterna desdicha un mínimo reposo de amargura, una forma de infelicidad que prefería a cualquiera de las otras conocidas.

—Hola, ¿se fijaron en la nueva mesera de El Despacho? —intervino Alcides Madroñero después de embocar su copa, como si la imagen de la muchacha fuera capaz de ca­lentarle la carne aterida más que el aguar­diente—. Como dicen en mi tierra, ese huevito está pidiendo a gritos su pizca de sal —acompañó su conclusión con un arpegio mi-la-re-sol-si en su guitarra desconchada, a la que le faltaba la primera cuerda, y no pudo dejar de pensar, sin saber por qué se sentía culpable, en el día en que vio por primera vez a la que había acabado siendo su esposa. Santoyo instintivamente puso los dedos sobre las teclas de su acor­deón en posición favorable a un mi menor, expandió el fuelle como para atacar un comienzo impetuoso aunque nostálgico, pero al final dejó escapar el estertor del instrumento en el vacío, accionando el botón de escape.

«Malditos los instrumentos que resuellan como enfermos en agonía», pensó el Hermoso.

—Pues no será usted quien le eche la sal —rompió su largo silencio José Tristancho como si hablara consigo mis­mo—. Por algo el dueño nos afanó tanto para que deso­cupáramos; el muy…

El Hermoso, con su voz nasal y aguda, que antes que pronunciar las palabras las atropellaba, continuó la frase abandonada por Tristancho:

—… hijo de perra, claro. Pero es que yo habría hecho lo mismo. A ese man el tiempo se le estaba escapando entre los dedos, y para él el tiempo y la posibilidad de estar a solas con la mujercita eran la misma cosa. Habría sido muy güevón si hubiera preferido desperdiciarlo en atender a cuatro viejos que andan con la lápida a la espalda cuando podía ocuparlo en calentarle las nalguitas a la vieja esa.

—¡Qué…! Esa china debe tener su casa y su machucante fijo —opinó Madroñero pulsando la prima imaginaria—. La pisca trabaja su horario, el tipo cierra el negocio y ella se va a su casa a seguirle trabajando a vaya a saber quién —re­ma­tó con nostalgia, sin poder despejar de su mente el rostro de Lucía, su difunta esposa.

—No. Algo averigüé —insistió el Hermoso en tono confidencial, sacándose un zapato número treinta y cinco, a lo sumo, y sacudiéndolo para desalojar alguna piedra intrusa. Santoyo reparó en la plasta de mierda adherida a la suela y medio camuflada por una capa de tierra—. Esa viejita vino del Tolima y está hace no más de tres meses por aquí. Parece que se escapó de la casa de sus papás. Y es que es muy sardina todavía. Si los pechitos no acaban de enflorarle. ¿No se han dado cuenta? Llegó donde el Arcángel a pedirle un poco de comida o unas monedas o qué sé yo, y el tipo en seguida le echó el ojo, la ponderó con tres o cuatro tragos, un paternal agarroncito de manos, una caricia en el pelo pegajoso de tanta grasa, una pasadita del índice por el mentón, rozando de paso, como quien no quiere la cosa, el meñique en la piel que dejaba ver el escote, y como ella permitía y sonreía con una de esas timideces que a uno le hacen doler las tripas, el Arcángel ya no dudó más y le ofreció el trabajo. —Ya calzado otra vez, Suriaga subió el pie izquierdo sin apoyarlo en nada («garza que ensucias la noche / en torpe pinta de cuervo», probó Santoyo dos versos, torciendo la mirada para sacar de su vista la escuálida figura de su compa­ñero, por quien siempre había sentido aversión) y de memoria practicó un nudo complejo, seguramente inventado por él mis­mo—. Un buen baño, dos mudas de ropa de segunda pero que medio disimula no estar tan usada, y eso sí, las minifaldas bien minifaldudas, para que muestre esos piernonones, y el escotico muy estratégica­mente calculado para que a esos so­lecitos del pecho les broten las frentecitas, ¡ay, madre de Dios!, y listo. Con una caja de maquillaje del más barato de San Victorino, la mocosa se convierte en una hembrota y queda superconten­ta, y el man, mientras se cocina a fuego lento viendo cómo se pasea esa carroza real por su cantina durante la noche entera, asegura la clientela, y para dormir tranquilo se encierra con ella un rato, antes de irse con su momia, y en menos de media hora se alivia de tantas ganas y celos y cochinos pensamientos y mañana nos vemos, mijita, venga bien lavadita, porque si no la clientela se me espanta, y cuidadito con estar saliendo con los clientes, que para darle todo lo que necesita estoy yo… ¿Digo la verdad o miento?

—Así será —dijo Madroñero limpiándose la boca con la manga tras un prolongado trago—. Pero si está hace meses en Bogotá, no dude que ya ha encontrado el varón que le tire la guasca y le ponga la jáquima. Lo que le dije: la china debe tener su machucante fijo, y el Arcángel tendrá que consolarse con su momia en la casa o con las fufurufas de la calle.

—Mmmm… Todo machucante es fijo hasta cuando le llega su reemplazo —sentenció lúgubre Tristancho, y si algo más pensó, se lo calló, ya suficientemente arrepentido de cuanto había dicho.

La alusión bastó para que todos pensaran en su caso, en su mujer que durante vaya a saber cuánto tiempo se largó a celebrar las ausencias del marido, en las noches, con el mecánico enano de la calle de atrás, mientras Tristancho deambulaba por las tabernas y bares de mala muerte con su banjo parchado con un pellejo de perro. «Por fortuna no tu­vieron hijos», pensó Madroñero, haciendo una tácita com­paración con su caso. «Éste sí que es bien güevón, yo que los habría quebrado a ambos», pensó el Hermoso. «Esta vida es un eterno machucadero», se dijo Santoyo con asco, pensando que en nueve días debía violar nuevamente su celibato voluntario para humillar la memoria de Paulina Marinóvich. Tristancho la estaba echando de menos, eso lo entendieron todos.

—Si usted lo dice, compadre… —murmuró irónico el Hermoso en respuesta a Tristancho.

Todos abrieron un silencio para que picaran los peces de la memoria en la carnada tirada por la propia víctima. Como si estuvieran ejecutando una canción, todos se sincronizaron al unísono en unas palabras que resonaron en el interior de los tres cráneos —todos menos Tristancho, quien para con­jurar el olvido se esforzó en imaginar que estaba ante un abismo sin fondo, que lo contemplaba por un rato, que luego tiraba su banjo y en seguida se lanzaba tras la estela de vacío. Las palabras que los restantes cerebros exhumaron eran:

—Hay una enorme diferencia entre llegar a las cuatro o cinco de la mañana a la casa, muerto de la perra, así la vieja lo esté esperando a uno con un rodillo de cocina y uno sepa que hasta hace media hora no más la muy puta se estaba revolcando en la cama con un malparido enano, a no tener dónde llegar y saber que no existe una mujer sobre la cual uno pueda decir que tiene algún derecho —y las había dicho Madroñero con aire docto cuando se enteró del descalabro familiar de Tristancho—. Y es que un hombre puede estar en la más cochina miseria, pero si no puede extender su dominio sobre una mujer, entonces ese hombre es la nada misma.

—Usted no ha entendido, compadre —le había replicado Germán Santoyo—: no se trata de dominio sino de convivencia, de respeto, de… amor —había pronunciado titubeante esta última palabra, pues había captado demasiado tarde su lastre cursiliento.

El Hermoso había aprovechado el súbito silencio para insistir en que ésas eran pruebas del destino para medir el temple de un hombre:

—Y esas pruebas no más se dan cuando el temple es dudoso —había terminado su raciocinio. Sin embargo, nunca se había atrevido a manifestar su interpretación del asunto frente a Tristancho. Quizás la magnitud de esa montaña humana le advertía que lo más prudente era callar.

—Hombre, deje de decir pendejadas —le había replicado Santoyo—: si Tristancho se pone en la tarea de demostrar todo lo que puede hacer con su potencial animalidad, lo único que consigue es patentar lo obvio y ganarse un encierro de mínimo veinte años, como quien dice, de meterse en la caja fuerte a sabiendas de que nadie va a hacer nada por sacarlo de allí.

—Yo lo que digo es que un hombre ante todo debe demos­trar que es un hombre —había insistido el Hermoso mientras Madroñero asentía con un inconmensurable bostezo.

—Suriaguita, ésa es palabrería. Usted sabe que está ha­blando pura mierda. Tristancho, al tragarse toda la rabia con la dignidad que lo ha hecho, ha demostrado de sobra lo hom­bre que es. Haber dejado a la mujer sin tocarle un pelo, cuando con una sola de sus manazas podía haberla des­nucado, eso ya es mucha demostración de hombría —había dicho Santoyo, sin dejar de pensar que él, por pura pusi­lanimidad, había hecho demasiado poco, en realidad nada efectivo, por retener a Pau­lina o para evitar su boda—. Haberla dejado con el enano era escupirle en la cara: Mira: si te gusta la basura, ahí te dejo para que te atragantes con toda la que quieras. Ahora revuélcate en la mierda que has escogido. Yo lo que digo es que los verda­deros hombres son los que terminan vi­viendo solos por su propia elección.

—Que es una manera muy elegante de legitimar su propia desgracia, mi amigo —había sellado, aburrido y entre dientes, Madroñero.

Cuando Tristancho, sólo ojos al borde del abismo, perdió de vista su propio cuerpo entre las brumas cada vez más cálidas del fondo, reaccionó al ofrecimiento de Madroñero, acopló el gollete de la botella a sus labios y empezó a trasvasar el líquido en un sorbo interminable, metáfora etílica de su vuelo al infierno. Santoyo y Madroñero se quedaron mirándolo con zozobra, sin animarse a solicitarle la botella. El último en darse cuenta fue el Hermoso, que sin pensarlo saltó hasta la altura de Tristancho para interrumpir el drenaje, mientras desesperado reclamaba:

—Hijueputa… No joda, que el trato es que de la mamila chupamos todos. —Y ya con la botella en la mano, esforzándose por sacarle los microbios girando obsesivo la embocadura contra el faldón de su camisa—: ¡Miren cómo el nené dejó el tetero todo baboseado! —«Tetero, teta, mamá, yo sólo quiero ser tu nené», hiló su pensamiento en fogonazos obsesivos mientras bebía un trago profundo.

«El ojo le titila / como llama perdida / sobre balsa en eterna / noche de ultramar», confirmó para sí Tristancho, que no había olvidado una pasada observación de Santoyo impro­visada en imperfecta cuarteta.

El Hermoso no estaba para modos elegantes de legitimar desgracias. En aquella ocasión, sordo a lo que decía Santoyo, sólo había pensado en Mariela, la mujer de Tristancho, en todo lo que le gustaba, en las veces que la acarició a distancia con su único ojo, su órgano más lascivo, pensando que tremenda mujer había que respetarla porque era la señora de semejante búfalo, quien le había hecho el honor de acep­tarlo como amigo (al menos intentaba convencerse de eso, porque en su interior el instinto lo empujaba a traicionar los signos de una amistad que le había valido conseguir durante los últimos cuatro meses el dinero mínimo para subsistir sin correr el riesgo de retornar a la cárcel), y porque la misma mujer le inspiraba respeto, tan seria y fiel como parecía, una mujer tan grande que lo sobrepasaba a él con más de una cabeza y cuyas caderas podían haberlo albergado entero en su interior, como un feto —en esa imagen se acunaba cada noche, antes de dormirse. Por eso, había predicado para sus adentros, se había contenido las pocas veces que tuvo la oportunidad y casualidad de estar a solas durante un rato con ella, porque, pensaba, ésta sí es una mujer de verdad, y por eso merece respeto, como lo merece Tristancho, aunque no se atrevía a confesarse que temía el rechazo de ella por no pasar él del metro con cincuenta y seis sin quitarse los zapatos con plata­forma. Un enano: así se sentía junto a ella, y todavía más junto a Tristancho, que lo llevaba con más de cuarenta cen­tímetros, éste descalzo y Suriaga con zapatos; en este caso, un subenano. Jamás reconocería que evitaba estar al lado de ella porque se sentía más poca cosa que de costumbre, porque se sentía ofuscado cuando miraba esas enormes ma­nos —ma­nos fornidas y gruesas de hombre que rompían ex abrupto las líneas femeninas de unos brazos delicados aunque algo regordetos— y sentía un raro estremecimiento de sólo ima­ginar que esos poderosos miembros pudieran acariciarlo, ima­gen que no duraba nada porque inmediatamente se le sobre­ponía otra en la que las caricias eran sustituidas por violentos castigos, por apretones inclementes, por burlescas mani­festaciones de superioridad física o por la inevitable compa­ración con sus manos pequeñas y de dedos demasiados finos, parecidos a los de una infanta raquítica. Pero lo que más lo ofendía era la mirada conmiserativa de la mujer y los halagos de miseria con que ella se había expresado las veces que había estado a solas con él. No podía olvidar esa mezcla de pudor y rabia cuando Mariela, con la voz más tierna que él había escuchado en su vida (él, que tan acostumbrado estaba a que las mujeres lo rechazaran con una mirada repulsiva y con fórmulas como «Mirá lo que pretende este tuerto hijito de los pedos de su puta madre»), le dijo:

—Se ve en su… —iba a decir ojo, él estaba seguro, pero ella parecía haber percibido a tiempo que era de mal gusto y por eso había corregido—: se ve en su mirada que usted ha sufrido mucho.

Eso lo irritaba, más cuando se le venía a la mente el caso del enano, que no había andado con remilgos ni escrúpulos, que había sabido aprovechar la lástima que provoca­ba en esa mujer y que había interpretado, justo en el momento oportuno, el banderazo de aquiescencia de ese:

—Se ve en su… —seguro ella iría a decir porte, pero habría corregido—: en su talante que usted ha sufrido mucho.

Tristancho le dio un codazo a Santoyo para que reparara en la vela zozobrante entre las nieblas de la eterna noche de ultramar, pero para entonces el Hermoso había separado la botella de sus labios, que más que una boca dibujaban un pico de sonrisa maligna, al tiempo que soltaba un resuello de satisfacción y velaba con el párpado su ojo opaco.


Sinopsis

Un trío de musiquillos callejeros ya viejos, cada cual con su propia historia de desamor a cuestas, admite en el grupo a un delincuente de baja monta sin sentido musical (el Hermoso), que solo anda con ellos para esquilmarles las propinas que suelen recoger en restaurantes y bares. Ese cuarto miembro, que en el fondo desprecia a todo el mundo, incluidos sus benefactores, tiene un comportamiento errático la noche en que comienza la historia. Mientras caminan por callejuelas solitarias, poco a poco se van exponiendo los fracasos vitales y amorosos de los cuatro individuos. Por ese tiempo, el caso más reciente es el del gigantón del trío, cuya mujer se ha largado con un enano. El Hermoso, que siempre ha deseado a la mujer del gigantón, se lamenta por no haberle echado mano antes de que apareciera en el panorama el enano. Ese asunto, más la borrachera, hacen que el Hermoso se salga de sus cabales y acabe humillando a todo el grupo. El desenlace de esa noche es la muerte, de modo un tanto accidental y estrafalario, del Hermoso.

En la segunda parte el trío intenta hacer desaparecer el cadáver. Como criminales no profesionales, cometen esperpénticos errores que señalan su culpabilidad, al tiempo que la historia de vida de cada uno de ellos se amplía para exponerlos como protagonistas de tragedias baratas, pero no por ello menos profundamente humanas.

El azar, en forma de perros callejeros que devoran los restos del Hermoso, y las malas artes de taxidermistas del gigantón posibilitan que el cuerpo finalmente desaparezca y que la tumba ambulante de su pellejo acabe expuesta como un símbolo religioso en la capilla de la Policía.

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