Tulipán marchito: Historia de un suicidio

Tulipán marchito: Historia de un suicidio

Benjamin White

07/04/2024

30 minutos para el ocaso

El sol poniente susurra su despedida. Las hojas verdes gritan socorro mientras el viento las hace volar. Al igual que las mías, sus suplicas no serán respondidas.

3 de diciembre del año 2016. Los últimos días de primavera se despiden mientras las flores empiezan a guardar energías para soportar el verano. Las rosas y las orquídeas se pelean las gotas de lluvia de la noche anterior mientras las veo por mi ventana. No deseo nada más que ser una de ellas, y sé que en treinta minutos sere eso, nada más que nutrientes.

Escribo el ultimo de mis poemas en una hoja intencionalmente simplona. Tiene que ser perfecto, tiene que ser el adiós que diga nada y a la vez todo. Miles de posibilidades empiezan a abordar mi cabeza. Lúgubres son los pensamientos que mi mano suplica poner en esta hoja, pero como siempre, se reprimirlos. Mi muerte, a diferencia de mi vida, será placentera:

Me veo en la obligación de poner mis últimos pensamientos en esta hoja, para que mi tragedia épica no sea confundida por novela de misterio. No hay misterio, aquí paso lo que paso.

Las disculpas pertinentes a quienes se la merecen, pero espero que mi desenlace otorgue culpas a quienes no. No soy una santa y no pretendo morir como una.

Mi partida no tendea moraleja, este no es ese tipo de historias. No busco dar una enseñanza a nadie, solo pretendo buscar en mi muerte la paz que no encontré en mi vida.

Mi testamento ha de ser seguido al pie de la letra: A mi madrastra, le dejo mis penas; a mi padre, le dejo mis demonios; a mis enemigos, les dejo los placeres que ya me quitaron; y a mis únicas amigas – las flores – les dejo mi cuerpo para hacer con el lo que les plazca, no voy a fingir tener más valor del que tengo.

Mi suicidio no significa nada, no traten de pensar lo contrario.

Sin más dilación

Se despide Aurora DeOrtiz

Llevo planeando esas palabras desde hace tanto tiempo que podría recitarlas de memoria. Cada una está meticulosamente planeada y analizada. Cada una vive entre las demás formando un ecosistema autosuficiente y único. Una obra de arte.

Dejo la hoja en el suelo cuidadosamente. La doblo en dos para que no sea lo primero que vean cuando entren a la habitación, he pensado esto por tanto tiempo que se exactamente como sebe estar todo.

Tomo a mi mejor amiga desde el cajón superior de mi cómoda – su costado refleja mi cara cubierta en lágrimas, una vista que resopla melancolía metafórica. Somos una en este ritual, como lo hemos sido decenas de vez antes. Nuestra conexión despoja romanticismo y excitación. Ambas sabemos lo que nos depara.

Me posiciono estratégicamente. El campo de batalla en el que pelearé no dará para margen de error. Me retuerzo en mi lugar favorito del mundo: Mi cama. Las sábanas se apiadan de mi caótico cuerpo expuesto mientras me desnudo – Debo estar lo más pura posible para lo que viene a continuación. – Mis almohadas me absorben y me consuelan mientras continúo llorando apaciguadamente.

Cada cosa en su lugar. Mi brazo izquierdo casi encadenado se posa extendido; mi brazo derecho, listo para la acción cual comandante esperando la orden para atacar; mis piernas se acarician entre si, buscando una pizca de conexión; y mi torso, espera pacientemente que mi cerebro le diga que ya es momento de partir. Dicen que el cuerpo es un templo, pues mi templo esta bajo ataque, y los locales no van a hacer más que rendirse.

Mis ojos miran el sol caer. Mi mano se impacienta mientras mi ansiedad sube. Las tres – mis ojos, mi mano, y mi mente – sabemos lo que viene. No hay vuelta atrás. ¿Por qué habríamos de temer a lo que viene si no hay otra opción? Sería como si las hojas de otoño le temieran al invierno: absurdo, pues al igual que mi desenlace, el invierno es inevitable.

“No hay nada a lo que volver” Me digo repetidamente a mí misma para acallar las voces de duda, que tratan en desesperación ahogar a las voces de desesperanza. No hay esperanza suficiente en el mundo para vencer a mi desesperación.

Veo al atardecer terminar su espectáculo: El sol se puso. Me siento algo decepcionada, como si estuviera esperando que una fuerza superior detuviera el atardecer y me brindara unos minutos más, pero sé que es imposible, lo hecho hecho está.

Es mi momento para unirme a las flores de primavera.

16 años, 9 meses y 2 días para el ocaso

3 de marzo del 2000

Rosalina era una mujer como cualquier otra. Su suburbana vida no podía ser mas plana y más perfecta.

  • 7:45-AM: Prepararle su desayuno a su esposo y despedirlo para que se vaya a trabajar;
  • 9:30-AM: Ir al mercado y comprar lo que sea que necesitase para la cena del día.
  • 1:50-PM: Después de su colación, ordenar y limpiar, barrer y asear cada centímetro de la casa para que estuviera impecable a la hora de que llegara su esposo.
  • 7:15-PM: Esperar a el amor de su vida con una cena especial caliente para que descansara su arduo día de trabajo.

Muchos criticaban a la mujer, la tachaban de mantenida, insípida, dependiente; pero a ella no le importaba, era feliz. Amaba a Gabriel, su marido, más de lo que se amaba a si misma, y sobre todo, daría lo que fuera para proteger a la niña que llevaba en su interior.

Siete meses de embarazo no eran ninguna broma, ni tampoco lo eran las constantes visitas al médico, y saber equilibrarlas con ser una buena ama de casa para su marido.

Con ambos teniendo veinticuatro años, su relación había tenido altibajos en el pasado. Los padres de Gabriel creían que Rosalina era nada más que una interesada y se negaban a tratarla de igual a igual, pero ellos no dejaban que nadie se interpusiese en su amor; y los domingos de descanso de Gabriel, a pesar de ser faltantes de familia, no eran para nada faltantes de amor.

*

“El día en que Gabriel deje de beber con sus amigos cada martes, será el día en que los cerdos vuelen” se decía Rosalina a si misma mientras daban las doce del reloj. Gabriel aun no llegaba

No era poco común que se fuera a tomar unas copas con sus colegas después del trabajo, pero muy rara vez se quedaban hasta tal hora de la noche, y su mujer, impacientada, se empezaba a preocupar.

A Gabriel se le había pasado la mano. Un mal día en la oficina lleno de retos de su jefe y amenazas de despido habían hecho que las dos cervezas se hicieran tres, que las tres se hicieran cuatro, y en un abrir y cerrar de ojos, estaba en medio de la carretera de camino a su casa.

Levemente consciente, no hacía más que pensar en una noche de pasión con su esposa. Muchas lunas habían sido, pero el ambiente será el adecuado y nada podría impedir que llegase a su casa. Era invencible, tan invencible por supuesto como las seis cervezas alemanas que perforaban su estómago, tan invencibles como las leves y casi descompuestas luces que tenía su Ford Lariat 1990. Ni la leve luz de la luna podría haber previsto lo que pasaría.

El alma volvió al cuerpo de Gabriel mientras asimilaba lentamente lo que acababa de pasar. Alterado, calmaba sus manos temblorosas mientras ordenaba su cabeza. El salto que despertaron las ruedas de su camioneta no dejaba ningún espacio para la especulación: Había chocado algo.

Lentamente camino hacia la parte trasera para descubrir un panorama casi fantasmagórico: Una silueta celeste con zapatos colorados teñidos de un rojo carmesí que se esparcía por la vacía carretera.

Su corazón latía a mil por hora mientras sus piernas casi por inercia lo acercaban al ser inerte. Cabello rubio y pálido empezó a aparecer. El rojo vivo tapaba su piel castaña desde los codos hasta sus uñas pintadas. La expresión de Gabriel cambio a una de autentico terror cuando dio vuelta a la mujer, solo para encontrar la ensangrentada cara de Rosalina, con todas sus facciones derrochando dolor.

*

“¿Por qué no pude quedarme esperándolo en casa? ¿Por qué tuve que preocuparme tanto como para ir a buscarlo?” Rosalina se torturaba mientras Gabriel conducía a toda velocidad hacia el hospital. –¡Vas a estar bien!—gritaba el hombre, pero a ella no le importaba su bienestar. Sostenía con suavidad su vientre para asegurar que no se moviera demasiado. En sus ojos ella solo tenía una misión.

Las señales de tránsito se volvían meras decoraciones cuando veían a Gabriel empujar al limite el acelerador viendo el medidor de kilómetros por hora. Setenta, ochenta, noventa. El hospital estaba a la vuelta de la esquina –Vas a estar bien! ¡Aguanta!—Noventa y cinco, cien, ciento cinco. Freno casi chocando con la entrada, golpeándose la cabeza.

Rosalina fue trasladada de inmediato a una camilla de urgencias. –¡Sangrado interno!—Los doctores empezaron a gritar tecnicismos mientras Gabriel les explicaba la situación. –¡Está embarazada!—Gritó con todas sus fuerzas.

Quince minutos estuvo parado a la puerta de la habitación mientras veía a los doctores moverse por la habitación. Nunca olvidará la cara desfigurada de quien una vez fue su esposa.

Un momento de calma. De pronto todos los médicos dejaron de moverse, la razón era clara, el corazón de Rosalina había dejado de responder sin explicación, quien parecía ser el de mayor rango dijo: –Hora de muerte: 12:37—Lo invitaron a pasar.

Las manos de Gabriel tiemblan como si fueran las de un niño asustado. Sus ojos mojados se posan sobre la mirada vacía de Rosalina intercambian una conexión unidireccional.

“¿Qué posibilidades había de que esto pasara como paso?” Le preguntaba su corazón a su cabeza; la respuesta era irrelevante, ninguna explicación podría ahogar la desesperación que Gabriel sentía.

–Se- Señor…. Tuvimos que tomar una rápida decisión sobre a cuál de las dos priorizar. Su esposa llego en muy mal estado, lo lamentamos mucho – La matrona hesitantemente lo saco del letargo. Gabriel la miro con ojos desesperanzados. –La bebe… parece estar estable.—

Gabriel titubeó, pero finalmente sostuvo a su hija en sus brazos.

Su expresión fue impenetrable, nadie podía explicar lo que estaba pensando.

–Debemos llevarla a hacerle unos exámenes. No parece tener heridas pero queremos estar seguros.—Dijo un enfermero. –¿Cómo se llama?—No desvió la mirada, y, con un tono de desgana, dijo –Aurora… Aurora DeOrtiz—

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