La máscara de hierro

La máscara de hierro

Biron Norori

04/04/2024

Fue así. Desarrollé un plan para castigar a la que escapó de las fauces de mi encanto, y al hombre que osó arrebatarla con su burda imitación de genuino amor.

Aconteció que, recién llegadas las seis de la tarde, Cristín tocó mi puerta. Al amparo de un crepúsculo agonizante, su figura espectral conspiraba para que su belleza distorsionara mi voluntad, dejando que mi imaginación —traicionera— concediera un hipotético perdón y trazara planes de reconquista, los cuales eliminé al instante. Me había fallado, su egoísmo me apartó a la zona muerta de promesas dichas al aire, olvidadas, sin considerar las heridas abiertas en mi cuerpo desollado.

Me deshice en consideraciones; desde besar el lino de plata que cubría su mano hasta mover a un lado su silla para asegurar su máxima comodidad. Mi actuación no pudo ser más sobresaliente, cada movimiento lo hice con psicótico detalle justo después del anterior realizado, no podía darme el lujo de cometer la más mínima equivocación. Mientras estaba enfrascado en la ejecución precisa de mis formalidades, visualicé sus muecas, sus maneras, la forma en que el espacio parecía amoldarse a su ingenuidad y me ofrecía la equivocada idea de que aún me amaba. ¡Insolente!

Hablamos, oh, cuanto hablamos, y el tiempo que dedicamos a ello no fue lo más extraordinario, también la pasión con que lo hicimos. Haciendo gala de mi profesión, dispuse un banquete digno de los terratenientes precolombinos para ella. No escatimé en gastos, cada moneda que salía de mi cuenta de ahorros era un gramo más de oportunidad para llevar a cabo mi jugada magistral. Cristín, gozosa, se deleitó con cada cucharada que invadía su boca, dejando caer sobre mí un halago tras otro, aplaudiendo mi creatividad y mi técnica. Tan concentrada estaba que no se percató de mi abstinencia.

Pasadas las ocho, me comunicó su satisfacción y la dichosa saciedad de la que yo era responsable. Tras un breve bostezo y una nueva oleada de felicitaciones, se permitió cerrar los párpados, sucumbiendo gradualmente al peso del sueño. No los volvió a abrir después de eso; su respiración lenta y profunda era testimonio de su descenso al abismal letargo al que había caído. Entonces, inicié.

Con más esfuerzo del esperado, la levanté en mis brazos y la llevé a mi sótano. Si hubiera estado consciente, habría notado el calor sofocante, el olor metálico, típico de la sangre, y las paredes ásperas que causaban un hormigueo incómodo al tacto. Tras bajar los dieciséis escalones, la coloqué sobre una mesa de metal y la desvestí. Incluso al borde de su infortunio, conservaba su belleza, pero mi resentimiento se impuso sobre cualquier vestigio de piedad que emergiera en mi fragilidad. Con la habilidad adquirida tras décadas como cocinero, realicé una incisión que delineaba su rostro: deslicé el cuchillo desde su mentón, subí por la mejilla hasta justo por encima de la ceja, y repetí el procedimiento en el lado contrario. No retiré la piel, ya que eso habría destruido mi trabajo. Con cuidado, coloqué un molde sobre su rostro, asegurándolo para que no se moviera. Luego, saqué de la fragua un recipiente con un contenido brillante y caliente como el sol. Posicionado correctamente, vertí el líquido sobre el rostro de Cristín, y el molde capturó las facciones de su bello semblante.

Evitaré los detalles macabros. Una vez que la máscara de hierro se enfrió y solidificó, la desprendí, revelando así la carne chamuscada. Me llenó de orgullo; contemplé la obra como un político observa sus promesas incumplidas. Al salir del sótano, coloqué la máscara en una pared cercana a la entrada, donde su imponente presencia se magnificaba.

Finalizada la etapa inicial de mi obra cumbre, alrededor de las diez, regresé al cadáver para iniciar su despiece. Después de amputar las piernas, estuve a punto de desmembrar el torso cuando un trío de golpes contundentes en la puerta interrumpió mi trance. Con la calma imperturbable del que ha trascendido el horror, me deshice de la ropa ensangrentada y respondí al llamado. En la entrada, custodiado por dos policías de semblante agrio, estaba el destinatario de la desgracia que había orquestado, el hombre que hurtó el amor más grande de una vida que ya no reconocía como mía.

Lo que siguió fueron acusaciones de su lado, defensas del mío e indiferencia por parte de las autoridades. Según entendí, Cristín había informado a varios de su círculo social que cenaría conmigo esa noche y, posteriormente, asistiría a una reunión con el individuo que ahora se encontraba ante mí.

Con suma destreza, eludí cada acusación, adelantándome a sus razonamientos y resistiendo las coacciones e intentos de influencia para arrancar la verdad de mis labios. A pesar de mi firmeza, una súbita inquietud comenzó a invadir el ambiente. No soy de los que se alteran con facilidad —«de los que bailan al son de un horror sorpresivo» diría mi familia, burlándose—, ni me dejo influir por lo irracional, por lo escondido entre los barrotes de lo que consideramos plausible. La lógica siempre ha gobernado mi mente, pero en ese momento, algo, un tirón de sensaciones puestas bajo llave en la cajuela de lo maligno, me impulsó a fijar la mirada en el objeto que casi lamía la oreja de mi oponente.

La observé, la burla se dibujada en sus facciones metálicas, y sus labios, que deberían estar rígidos e imposibilitados de cualquier acción, se movían al compás de susurros diabólicos de índoles inciertas, cuyas palabras inaudibles pregonaban conjuros malditos y acusaciones con fundamento, acusaciones cuyos cimientos había establecido yo mismo.

Mi enemigo continuaba con su ataque, y yo, atrapado por una repentina sensación de desnudez, temeroso de que los otros tres caballeros escucharan los balbuceos satánicos del desgraciado objeto, silencié mis respuestas y fui incapaz de formular reveses. Con cada segundo, la pronunciación se hacía más clara, y el volumen de sus oraciones hacía un eco que rebotaba en las paredes hasta el sótano, en donde, para mayor desgracia, oía los pasos de las piernas amputadas de Cristín.

Imploré que los policías detuvieran la ofensiva del hombre frente a mí, pero lo único que hacían era observarme con ojos inquisitorios. ¡Lo sabían! ¡Escucharon los susurros convertidos en vociferaciones de la máscara! Los pasos resonaron más cerca, casi detrás de mí, y las acusaciones del rostro arrancado de Cristín me estaban hiriendo con poderosas intimidaciones. El ruido era estridente, más fuerte, mucho más fuerte, mis tímpanos, al borde del estallido, lanzaron un punzante chillido que no hizo más que agudizar la atmósfera que sobre mí se acomodaba. ¡Recé por que se detuviera! ¡Lo hice! ¡El ruido se elevaba en decibeles dañinos para cualquier cosa viva!

—¡Ahí está! —grité— En el sótano está su cuerpo. Mátame si es lo que te brindará consuelo, pero, por favor, ¡calla a esa infernal cosa en la pared!

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS