50 años de edad, nunca pensó en cumplir tantos, hizo todo lo que debería hacer. Se casó, tuvo hijos y tenía un trabajo de oficina. ¿Ama a su esposa? es lo que le preguntó la vieja de la florería. Él hizo una pausa y le dijo que si no la amara, ya no estaría con ella. No era cierto. Costumbre, esa es la palabra que definía su matrimonio. Salió después a dar un paseo por la calle Palermo, y ahí la vio de nuevo. Esa vez no se contuvo y se animó a hablarle. Estaba con un hermoso vestido blanco, ceñido en la parte de arriba y suelto por la parte de abajo, ante sus ojos parecía un hada. Le dio flores, le dijo que era hermosa y ofreció llevarla, ella sonrió, aceptó y entró al auto.

Por la noche, volvió a su casa, saludó a su esposa y cenó junto al menor de sus hijos.

La esposa dudaba del horario pero no preguntaba.

Separarse es lo que le aconsejo su amiga, ella contestó que para qué si todavía lo amaba.

Todos los sábados, él veía a su amante. Le encantaba. Era una mujer hermosa, de estatura mediana, de pelo chocolate y piel trigueña. Nunca pensó en volver a enamorarse a esa edad. Ella usaba zapatos altos y se ponía la peluca larga. Se maquillaba, se ponía esos vestidos que la hacían ver como si fuera otra persona. Nadie preguntaba sobre ellos, a simple vista parecían familiares. Con el tiempo, se enamoró como un jovencito de 13 años que recién empieza a explorar su sexualidad y el amor.

«Para el amor no hay edad» le dijo cuando lo descubrieron.

La esposa, ya cansada e intrigada por quien era la amante lo siguió una tarde y cuando los vio, se espanto. Los amantes estaban en un restaurante de la calle Costa Rica a los besos.

«Sos un asqueroso» lo miró con asco, luego se dirigió a ella y la acusó «no te das cuenta que podría ser tu hijo».

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