Tras el umbral del tiempo

Recuerdo las mañanas de otoño en el barrio de Almagro en los años treinta… Las veredas se llenaban de un festival de hojas coloridas, y las señoras amanecían temprano para barrer, refunfuñando por lo que tenían que recoger cada día.

En aquel momento no pasaba el barrendero. Ese fue un puesto que, con el paso de los años, empezó como algo habitual. Por lo que cada mañana mis vecinas salían a barrer y baldear las fachadas de sus casas. A diferencia de lo que podamos creer, muchas de ellas pasaban gran tiempo de la mañana contándose algún chisme de barrio, algún romance secreto entre hombres trajeados que salían escondidos al encuentro de alguna señorita agobiada por los malos tratos de su marido. Ellas sabían quiénes eran esas señoritas cansadas, abrumadas y desesperadas, en busca de un hombre que les devolviera la sonrisa y el brillo en sus ojos, aunque ello implicara involucrarse con un hombre mayor o, mucho peor, casado.

Comenzaban las primeras rebeldes, las primeras «promiscuas» como las tildaban las mas grandes de la cuadra mientras hablaban de ellas con cierto desprecio por sus comportamientos, sin caer en la cuenta de que en su casa ellas también habían sido presas del machismo durante muchos años, quizás, sin saberlo. Otras, conscientes de ello, decidieron hacer caso omiso al asunto y continuar con sus vidas sin poner el foco en acontecimientos poco importantes, como lo eran servir a sus maridos sin que aquello les hiciera ruido en su día a día.

Pero quien mejor sabía todos los secretos del barrio era Don Gregorio, un señor con años de experiencia en el rubro de la cerrajería. Gregorio sí que sabía guardar muy bien los chismes que llegaban de buena fuente, de hecho, fue él quien supo de primera mano sobre mi divorcio con David, con quien continuamos viviendo bajo el mismo techo durante años aparentando un matrimonio feliz para no darle el gusto a las chismosas viejas de la cuadra. En eso debo admitir que éramos un gran equipo que se complotaba para enardecer a las chusmas sin que pudieran sacar ningún tipo de información sobre la vida ajena. Elena, una de las dos chismosas más veteranas, una vez me cruzó en la cerrajería de Gregorio y, como quien no quiere la cosa, se interesó demasiado en saber para qué hacía otro juego de llaves de mi casa. Los rumores existían ya que con David nos mostrábamos poco en público desde hacía un tiempo y ante la mirada cómplice con Gregorio, él mismo respondió:

– Con todo respeto, señora Elena, pero siento una pequeña incomodidad de parte de la señora Herrera en tener que darle información personal acerca de su vida privada y como ya sabe, en mi negocio pretendo que todos los vecinos se sientan cómodos. Me gusta que sean bienvenidos y se sientan a gusto, por lo que los temas personales, ¿podrán charlarlos luego una vez finalice mi trabajo para la señora Mercedes? Lo lamento.

– No se preocupe Gregorio, creo que quien está en falta soy yo por interesarme en vidas ajenas que no me incumben en lo absoluto. Es que hace mucho tiempo se vienen escuchando rumores de separación y que hoy la señora Herrera se encuentre pidiendo la copia de una llave de su propia casa… – Frenó Elena, aunque insistente, con cierto tono soberbio.

– Perdón, Elena, entiendo que para muchos en el barrio sea de mucha curiosidad mi relación, pero si quiere puedo contestarle y así despejamos cualquier tipo de rumor que se ande generando. Es que quise hacerle una copia a mis padres para que puedan venir cuando quisieran sin hacerlos sentir extraños. Solo es eso. – Sentencié Mercedes sin dar lugar para seguir indagando.

– Aquí tiene, Mercedes, cualquier inconveniente no dude en venir a verme por favor.

– Le agradezco como siempre, Gregorio. – Sonreí cálidamente y antes de salir por la puerta me detuve donde Elena. – Que tenga un buen día, Elena.

– Igualmente para usted… – Respondió la doña con un gesto visiblemente arrogante, pese a su intento por parecer amable.

    Don Gregorio sabía más de lo que aparentaba, pero nunca se dejó llevar por los chismes de aquella época que pululaban por el aire. Sin embargo, él tenía una gran ventaja: cada vecino, entre charla y charla, le confiaba sus intimidades más profundas, puesto que sabían a quién le estaban abriendo las puertas de sus hogares. Gregorio era un señor que toda su vida se había dedicado a la cerrajería, desde chico se notaba la pasión por intentar reparar las cerraduras de su casa, pulir las llaves hasta dejarlas relucientes, y llegar al momento en que su curiosidad era tal que comenzó a indagar el funcionamiento de las copiadoras. Don Gregorio ya visualizaba su negocio.

    Era una tarde de septiembre en la cerrajería. De fondo se escuchaban los tangos en la radio mientras los últimos rayos de sol alumbraban la fachada del negocio; el clima aún era un tanto fresco, sobre todo al caer la tarde. Podía sentirse un olor característico al entrar al lugar, mezcla de productos utilizados para copiar llaves, la fricción de las máquinas en las piezas creaban otro olor muy particular; todo estaba tranquilo, Gregorio leía su diario mientras oía «Dolor de Ausencia» de Pepe Aguirre, uno de sus tangos favoritos, hasta que el teléfono irrumpió la paz del último día de la semana.

    – Buenas tardes, Gregorio, ¿podrías acercarte hasta mi casa? Soy Laureano Rojas, de la calle Monseñor de Andrea. Necesitaría, por favor, si puede traer alguna de sus herramientas porque me encuentro en la calle. Aparentemente mi esposa no se encuentra en casa y la llave no funciona.

    – Buenas tardes, Laureano. Sí, cuelgo el teléfono y voy para allá.

      El viejo cerrajero finalizó la llamada, buscó sus herramientas y fue al rescate de su amigo, un vecino que hacía años vivía en el barrio y con quien habían forjado una gran amistad.

      – Muchas gracias por venir tan pronto, Gregorio. No sabes la sorpresa que me llevé. Aparentemente en mi ausencia, han roto la cerradura. Hay que tener mucho cuidado porque se está poniendo complicada la calle en estas épocas, la gente se fía y deja las puertas abiertas, sin llave y luego pasan estas cosas. – Recitaba Laureano, mientras se prendía un cigarrillo en el umbral de su domicilio.

        La casa que Laureano compartía con su esposa, María, se encontraba a mitad de la cuadra. Una construcción estilo chorizo, de paredes, puertas y ventanas altas; un pequeño parque delantero con árboles robustos y rejas estilo colonial continuaban la pequeña pared frontal de la fachada. Ellos siempre tuvieron buen gusto.

        Gregorio, mientras revisaba la cerradura, ya sabía el problema en cuestión, pero dudaba si contarle a su amigo lo sucedido. Mientras tanto, Laureano, sin percatarse de la situación, continuaba hablando. Era un buen hombre, inteligente, sabio, con mucha calle, pero solía hablar demasiado. Tanto que la gente se cansaba de escucharlo, incluso su propia mujer.

        – Disculpe Laureano, no quiero interrumpirlo, pero necesito comentarle con lo que me he encontrado intentando solucionar esto…

          Laureano, en una pose entre relajada y altanera, mientras fumaba su cigarro, hizo un gesto para que continuara explicando el problema con el que Gregorio se había encontrado. No podría ser nada que un gran cerrajero con experiencia no lograra resolver.

          – Veamos, Laureano, yo no quisiera meterme en su intimidad ni mucho menos. Usted sabe que el zorro sabe más por viejo… – Gregorio hizo una pausa al ver el gesto expectante de su amigo, el cual nunca tuteaba pese a los años que hacía que se conocían. – Muy bien, aquí pareciera que alguien cambió la cerradura. No es un problema de llaves -o sí- sino algún tema que quizás deba resolver puertas adentro, en caso que pueda abrir. – Bromeó Gregorio para quitarle algo de peso al asunto.

            Laureano esbozó una pequeña sonrisa de lado, pero su semblante ya no era el mismo que hacía unos minutos. El hombre guapo, trajeado, que aparentaba tener la vida resuelta a sus cuarenta y dos años, comenzaba a mover los ojos en modo pensante como si estuviese buscando una respuesta a todo lo sucedido. Hasta que lo intuyó…

            – Doña Elena y la otra vieja chusma de Elvira. ¡Qué las re parió, Gregorio!

            – Descuide, Laureano, puede venir a pasar la noche a mi negocio, ahí va a estar seguro y podrá pensar un poco en toda la información que le acabo de dar. Mañana, con un día nuevo, va a poder afrontar lo que sea que esté pasando, de una mejor manera. Creo que ahora necesita estar tranquilo. Vamos, lo acompaño.

              Gregorio, sin dudarlo, ayudaba a quienes veía en situaciones un tanto vulnerables. Posiblemente Laureano no fuera una de esas personas porque había elegido serle infiel a su esposa sin reparo alguno, simulando vivir en un barrio donde la gente no se interesaba por la vida ajena pese a conocerse hacía muchos años. Pero no era así, Laureano comenzaba a darse cuenta de una vez por todas, que nadie allí se salvaba del ojo ajeno, mucho menos él que salía con cuanta pebeta le coqueteara por ahí.

              Las noches se tornaron más largas para Laureano desde aquel fatídico día en que las voces acusadoras de las vecinas desgarraron su reputación y su corazón. Refugiado en el humilde negocio de su amigo, se aferró a la esperanza de que el perdón pudiera algún día acariciarlo. Sin embargo, el tiempo trajo consigo la fría realidad: la puerta de la casa de María permanecía cerrada para él.

              Mientras tanto, Gregorio siguió siendo el bastión de confianza para todos en el barrio. Sus manos hábiles nunca dejaron de reparar cerraduras ni de abrir corazones heridos por el pesar. Cada vecino confiaba en él, depositando sus secretos más profundos en su reservada sabiduría.

              El tiempo pasó, y Laureano comprendió que su hogar ya no estaba en aquel rincón de casitas coloniales y susurros. Con el peso de la derrota y la aceptación, decidió emprender un nuevo camino en otro barrio, lejos de los recuerdos que lo atormentaban, pero fiel a su alma de mujeriego.

              En su despedida, Gregorio le entregó una llave especial, una llave que representaba más que el acceso a una puerta, era un símbolo de amistad y lealtad. Con lágrimas en los ojos, Laureano abrazó a su amigo, agradecido por haber sido su sostén en los momentos más oscuros.

              Y así, mientras Laureano buscaba un nuevo comienzo, Gregorio continuó siendo el guardián de los secretos del viejo barrio, una figura eterna entre las sombras, recordando a todos que, incluso en la oscuridad, siempre hay alguien dispuesto a ofrecer luz y esperanza.

              Gregorio en proceso de copiado de llaves

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